De un lado, Emílio D’Ângelo: un mafioso frío, calculador, con cicatrices en el rostro y en el alma. En su pasado, una niña le salvó la vida… y él jamás olvidó aquella mirada.
Del otro lado, Paola, la gemela buena: dulce, amable, ignorada por su padre y por su hermana, Pérla, su gemela egoísta y arrogante. Pérla había sido prometida al Don, pero al ver sus cicatrices huyó sin mirar atrás. Ahora, Paola deberá ocupar su lugar para salvar la vida de su familia.
¿Podrá soportar la frialdad y la crueldad del Don?
Descúbrelo en esta nueva historia, un romance dulce, sin escenas explícitas ni violencia extrema.
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Capítulo 23
En las noches que siguieron, el sueño de Paola dejó de ser descanso. Los sueños venían vívidos y cortantes, como si alguien hubiera encendido un proyector dentro de su cabeza. Veía a Pérla sonriendo con los ojos fríos, oyendo palabras susurradas que no llegaban a formar frases enteras, solo sensaciones: traición, vidrio quebrando, risas que se transformaban en llanto. Se despertaba sudando, el cuerpo entero temblando, con la sensación de que algo malo se aproximaba.
En uno de esos sueños, la imagen era demasiado clara: Pérla de pie en un balcón oscuro, sosteniendo algo brillante —quizás el anillo de Paola— mientras un hombre alto con mirada oscura surgía detrás de ella, los ojos hambrientos de poder. Paola sintió un frío en la espina dorsal que no tenía nombre.
De día, intentó ignorar; le contó a Katrina en voz baja, en el cuarto donde los niños dormían. Katrina tomó las manos de la amiga con fuerza.
— “Cálmate, amiga. Puede ser solo miedo. Pero si sientes que algo no está bien, me cuentas. Vamos a proteger a los niños.”
Paola intentó sonreír, pero el presentimiento quedó con ella como un nudo en el estómago. No le contó nada a Emílio al principio: se había prometido a sí misma no dejar que el miedo rigiera sus decisiones. Aun así, varias veces se sorprendió mirando la puerta de la sala donde él pasaba horas, sintiendo el impulso de correr hasta allá y abrazarlo.
Pero Emílio ya sabía de todo —o casi todo. Anna, siempre atenta, traía informes.
Anna se infiltró en el clan de Lorenzo y traía detalles sobre cada movimiento de Pérla y Lorenzo: encuentros con viejos mercaderes, transferencias discretas de recursos, mensajes codificados en perfiles falsos. Emílio y Dário montaron una sala de monitoreo improvisada en el subsuelo de la mansión: pantallas pequeñas, grabaciones cuidadosamente archivadas, mapas de rutas y rostros. Los observaban en silencio, aprendiendo ritmos y patrones, mientras dejaban pistas calculadas para que la dupla creyera estar actuando a escondidas.
— “Déjalos pensar que vencieron,” — dijo Emílio a Dário una noche, la voz baja. — “Cuanto más confort sientan, más decididos estarán. Y más alto gritarán cuando caigamos sobre ellos.”
Dário asintió, los ojos duros al ver las imágenes en el monitor.
Dário:
— “Están más coordinados de lo que imaginábamos.
Lorenzo tiene pie en empresas de fachada en la costa; hace exportaciones que sospechábamos que eran fachada. Pérla… ella es el cebo perfecto. Manipula, seduce, quiebra hombres.”
Mientras tanto, en el refugio entre las colinas al sur, Lorenzo y Pérla diseñaban la próxima etapa. No era solo odio: era planificación fría. Querían minar la reputación de Emílio en los negocios, abrir fisuras entre aliados, y —si lo conseguían— atacar donde más dolía: las finanzas y la confianza pública. Lorenzo hablaba de sabotajes sutiles —contratos anulados, pruebas forjadas de corrupción, un escándalo con la firma de fachada que forzaría a inversores a retroceder. Pérla, por su parte, se reía de las posibilidades personales: cartas forjadas, encuentros armados, traiciones aparentes. Entre ellos había también una llama íntima; el odio y el deseo alimentaban la alianza.
— “Van a caer”, — decía Pérla, con ojos que brillaban. — “Y cuando caigan, quiero que sea lento. Quiero que Paola vea todo derrumbarse.”
— “Seremos cuidadosos,” — respondió Lorenzo. — “Tienen ojos por todas partes. Necesitamos cortinas de humo — pequeñas, precisas. Y un golpe en el momento en que Emílio menos espere.”
De vuelta a la mansión, Anna envió un nuevo informe: había rastreado una reunión en un galpón abandonado fuera de Nápoles — un intercambio de documentos y una maleta que, por las imágenes, parecía contener dinero e identificaciones falsas. Emílio vio las imágenes, cerró la carpeta y permaneció inmóvil por un largo tiempo, como alguien que escucha el reloj y calcula el instante exacto para mover una pieza.
Aquella misma tarde, Paola sintió el peso de los sueños nuevamente. Resolvió contarle a Emílio. Se sentó a la mesa de café, las manos esperando el calor de la taza, y habló, con la voz embargada, sobre las visiones. Él tomó sus dedos y, sin soltar, habló con la calma de siempre, pero había una tensión contenida en los ojos:
Paola:
— “Yo sé que algo está mal.”
Ella lo miró, sorprendida.
— “Tu hermana está viva”
— “Anna está infiltrada en el clan de ellos. Estamos vigilando. Pero no voy a dejar que ellos nos destruyan. Prometo que cuidaré de ti y de los niños.”
Paola se encogió en el abrazo de él y, por primera vez, sintió que el miedo podía ser enfrentado —no sola, sino con una fuerza a su lado.
Mientras el sol se ponía por detrás de las colinas, Lorenzo y Pérla trazaban la fecha del primer movimiento. Emílio y Dário se mantenían calmos en las cámaras, dejando que los enemigos pensaran estar seguros. Y Paola, presa entre sueños y presentimientos, intentaba preparar su propio corazón para lo que podría venir —segura, al menos, de un amor que ahora luchaba también con estrategia y fuego.