MI JEFE INVIDENTE

—Hace mucho tiempo, hubo un poderoso emperador con espíritu guerrero. Tenía una hija, Iztaccíhuatl, que se enamoró de Popocatépetl, un joven valeroso. El emperador aceptó su matrimonio, pero justo antes de la boda, los ejércitos enemigos atacaron. Popocatépetl fue enviado a la guerra, y tras meses de combate, venció. Pero antes de que regresara, unos guerreros envidiosos dijeron que había muerto.

Yo escuchaba embobado, sintiendo que cada palabra se mezclaba con la escena que teníamos enfrente.

—Iztaccíhuatl lloró tanto que dejó de comer. Su tristeza la llevó a dormir un sueño eterno. Cuando Popocatépetl regresó victorioso, la encontró así. La tomó en sus brazos y se la llevó lejos, con una antorcha encendida. Nadie los volvió a ver.

—¿Y ya? ¿Así acaba? —me quejé, incrédulo.

Él sonrió, disfrutando de mi impaciencia.

—No. Días después, el pueblo vio surgir dos montañas enormes. Eran ellos. El emperador dijo que su amor los transformó en volcanes, y que el corazón de Popocatépetl ardería siempre por ella.

Me quedé mirando el horizonte. El atardecer, los colores dorados y púrpuras, parecían darle vida a la historia. Por un instante, los volcanes ya no fueron montañas, sino cuerpos eternamente abrazados.

—Es trágico, pero romántico —admití, con un suspiro.

—¿Te gustó la historia?

—Mucho. Y me hace pensar en lo que no vemos… en las realidades ocultas.

Él arqueó las cejas con picardía, y esa mirada me atravesó.

—¿Y pudiste percibir la realidad de este momento?

Sentí un vuelco en el pecho.

—Sí. Me di cuenta de que posiblemente estás enamorado de alguien —dije, atreviéndome a sostenerle la mirada.

Sus labios se curvaron en una sonrisa amplia, y en ese instante supe que mi sospecha no estaba equivocada. Tal vez yo era ese “alguien”.

La góndola descendió poco a poco. Cuando tocamos tierra, la noche nos recibió con aire fresco. Ya no íbamos tomados de la mano, pero la electricidad en el ambiente seguía ahí.

—¿Qué te pareció estar allá arriba? —me preguntó.

—Increíble. Muchas gracias. Fue una tarde preciosa.

Él asintió satisfecho, aunque sus ojos parecían guardar todavía un secreto.

—Pero no es todo.

—¿Cómo que no?

—Aún no recuerdas.

—¡Pues dime! —me quejé.

Su sonrisa fue enigmática. Levantó la mano y le hizo una seña a alguien. Yo giré para ver: Ernesto se acercaba con un ramo en las manos.

Eran claveles. Blancos y melón.

Me quedé helado.

—Son para ti. Para que me recuerdes —dijo Nicolás, con una calma que desmentía la intensidad de su mirada.

Me sonrojé de inmediato. Tomé las flores con manos temblorosas, apretándolas contra mi pecho como si fueran un tesoro.

—¡Gracias! Están hermosos.

La sonrisa me brotó sola, nerviosa, pero genuina. Me sentía valorado. Querido. Era imposible negar lo que ese gesto significaba.

—¿Cuándo fue la última vez que recibiste claveles? —preguntó él.

Pensé un momento, emocionado y abrumado a la vez.

—En mi graduación de bachillerato. Una semana antes de venir a cuidarte.

—¿Quién te los dio?

—Mi abuelita me dijo que un caballero anónimo me los había enviado.

Nicolás sonrió, apenas, pero su silencio lo dijo todo.

—¿Y antes?

El recuerdo golpeó mi memoria. Otro ramo, años atrás. Unos lentes de fondo de botella. Una sonrisa tímida.

Mi corazón se aceleró mientras las piezas encajaban.

—Fue en mi graduación de secundaria… alguien me dio flores. Un muchacho…

Lo miré, y en ese instante supe.

—¡Fuiste tú! —exclamé, sintiendo cómo el mundo giraba a mi alrededor.

Sus labios se curvaron de nuevo. Esa sonrisa era la confirmación que necesitaba.

Y yo… yo ya no sabía si estaba cayendo en un recuerdo, en un sueño, o en un sentimiento imposible de frenar.