Emiliano y Augusto Jr. Casasola han sido forjados bajo el peso de un apellido poderoso, guiados por la disciplina, la lealtad y la ambición. Dueños de un imperio empresarial, se mueven con seguridad en el mundo de los negocios, pero en su vida personal todo es superficial: fiestas, romances fugaces y corazones blindados. Tras la muerte de su abuelo, los hermanos toman las riendas del legado familiar, sin imaginar que una advertencia de su padre lo cambiará todo: ha llegado el momento de encontrar algo real. La llegada de dos mujeres inesperadas pondrá a prueba sus creencias, sus emociones y la fuerza de su vínculo fraternal. En un mundo donde el poder lo es todo, descubrirán que el verdadero desafío no está en los negocios, sino en abrir el corazón. Los hermanos Casasola es una historia de amor, familia y redención, donde aprenderán que el corazón no se negocia... se ama.
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Dime qué no sientes nada
Mientras salían de la prisión con el parte médico de Javier, Augusto se despidió de Carlos y Emiliano, con una mirada seria y una determinación que hacía tiempo no se veía. Había postergado algo por mucho tiempo, lo había escondido, esperando que se enfriara, pero no pasó. Era hora de afrontarlo, de aclarar algo que lo tenía inquieto por meses.
Se subió al auto y manejó en silencio, sin prender la radio ni mirar el celular, con el alma revuelta. No paraban de llegar imágenes a su cabeza: risas, reclamos, miradas, discusiones tontas. Ese beso en su departamento no tenía que haberlo afectado tanto, pero le había dado vuelta al mundo. Al estacionar frente al restaurante, se tomó un respiro, se acomodó la camisa y se peinó un poco. Entró decidido.
Pidió el menú por compromiso, porque no pensaba comer. Miró alrededor y la vio. Ahí estaba Danitza, con un vestido beige que le sentaba genial con su piel morena.
Augusto dejó la copa de vino en la mesa, levantó la vista y la miró fijamente a los ojos. Ella siempre lo volvía loco, no solo por linda, sino por esa lengua afilada y cómo lo desafiaba sin miedo.
Le pidió a la mesera que le cobrara a él la cuenta de la mesa donde ella estaba con sus amigas. Danitza se enteró, se levantó y fue directo a su mesa.
—¿Qué haces acá? ¿Me estás siguiendo? Basta, Augusto, me tienes harta de que estés espiándome —le reclamó, aunque por dentro estaba contenta de verlo.
—No te sigo —respondió tranquilo, con esa sonrisa de lado que ponía cuando algo le causaba gracia—. Solo sabía que ibas a estar acá… y pensé que era buen momento para invitarte algo, aunque no lo tuvieras previsto.
Danitza se cruzó de brazos, de pie frente a él, sin importarle que sus amigas la miraban desde la mesa.
—¿Quién te dio permiso? ¿Desde cuándo te haces el galán?
—Desde siempre, y desde que noté que eras la única mujer que me ignoraba después de que te salvé varias veces de tipos como esos amiguitos tuyos —soltó, sin filtro, bajando la voz para que solo ella escuchara.
Danitza arqueó una ceja, sin cambiar la cara, pero por dentro el corazón le dio un vuelco.
—¿Vas a seguir con eso, Augusto? ¿En serio no te cansas? Porque yo sí. De tus jueguitos, de aparecer y desaparecer como si todo dependiera de ti.
—Entonces dime que no te da alegría verme —la desafió, acercándose con esa mirada provocadora—. Dímelo en la cara, Danitza.
Ella se acercó, apoyó las manos en la mesa, casi tocándole la cara, y murmuró:
—No me da alegría verte, Augusto. Me molesta. Me descontrolas. Me haces enojar. ¿Eso querías oír?
—No —respondió suavemente—. Quería oír que siempre estás pensando en mí. Y eso ya lo dijiste sin darte cuenta.
Danitza retrocedió, respiró hondo y se rio irónicamente.
—No me interesa jugar cony. Ya no soy la niña que andaba atrás de ti.
—Lo sé. Por eso estoy acá. Porque yo tampoco soy el mismo de antes.
—¿Qué quierés? —preguntó al final, bajando un poco la guardia, aunque seguía seria.
—Una charla. tu y yo solos. Sin excusas ni orgullos. Solo la verdad entre nosotros —dijo con seriedad—. Si después decides que no quierés saber nada de mí, lo voy a entender. Pero necesito que me escuches. Te lo debo… y me lo debo.
Ella lo miró unos segundos que parecieron eternos, y luego dijo:
—Termina tu vino. Te espero afuera. Tienes diez minutos para decirme lo que quieras.
Augusto asintió. Danitza se dio vuelta y salió del restaurante sin mirar atrás, mientras él respiraba hondo, sintiendo cómo esa mujer volvía a encenderlo por dentro, como siempre, desde que eran chicos.
Esta vez no iba a dejar las cosas a medias.
Al salir del restaurante, Augusto se acercó a Danitza, pero antes de que pudiera hablar, la agarró del brazo y la hizo subir a su auto.
Danitza no supo bien cuándo se dejó llevar por él. Una parte de ella gritaba que se bajara, que no cediera, que no olvidara cómo él se burlaba de ella, lo que la hacía sentir... pero la otra, la que siempre lo había deseado en silencio, la que todavía soñaba con su olor, no hizo nada. Se quedó mirando el paisaje sin decir nada mientras él manejaba.
Augusto no dijo ni una palabra en todo el camino. Solo apoyó la mano en la palanca de cambios con la misma firmeza con la que alguna vez había soñado con tenerla a ella en sus brazos. Cuando estacionó frente a uno de los edificios más lujosos de la ciudad, Danitza parpadeó y reaccionó.
—¿Dónde estamos? —preguntó, frunciendo el ceño.
—En mi departamento —respondió él sin más, bajando del auto.
—¿Perdón? ¿Quién te crees que eres…?
—Ven. No quiero discutir en la calle —le dijo Augusto mientras daba la vuelta al auto para abrirle la puerta.
Danitza dudó, pero cuando él intentó ayudarla a bajar, ella se echó para atrás.
—No voy a subir contigo. ¡Estás loco!
—Puede ser. Pero no voy a dejar que esto quede a medio camino, Danitza —gruñó él, perdiendo un poco la paciencia.
Ella dio un paso para atrás, pero no fue suficiente. Rápido, Augusto la agarró con los brazos, la tomó de la cintura y la levantó como si no pesara nada. Danitza forcejeó, le pegó en el pecho con los puños, gritando su nombre entre quejas e insultos.
—¡Bajame, Augusto, te juro que te voy a patear la cara!
—Primero escuchame —le dijo sin mirarla, con los dientes apretados, mientras caminaba hacia el ascensor.
—¡No tienes derecho a hacer esto!
—Lo sé. Y aún así lo estoy haciendo.
Subieron hasta el piso 20, y él no la soltó ni un segundo. Con una facilidad como si estuviera acostumbrado a alzarla antes —en otra vida, en otros tiempos— abrió la puerta de su departamento, entró y la dejó parada en la sala.
Ella, furiosa, le dio dos golpes más en el pecho que solo lograron que él se acercara más. Los dos respiraban agitados, como si hubieran corrido una maratón.
—Eres un idiota, un cavernícola, un…
—Ya sé, ya sé —la interrumpió él, abrazándola de repente, apretándola contra su pecho como si el mundo se fuera a terminar si la soltaba.
Danitza intentó zafarse, pero él le tomó la cara entre las manos con suavidad y la besó. No fue un beso suave ni tímido. Fue urgente, doloroso, lleno de furia y deseo guardado. El beso que uno da cuando hace años no prueba lo que más quiere.
—Sueltame —intentaba resistirse Danitza, pero Augusto no se rendía.
—Si sigues hablando y pegándome, te sigo besando hasta que te calmes —con una sonrisa y disfrutando el momento, Augusto le daba beso tras beso.
Danitza luchó un poco… pero después sus manos dejaron de empujarlo. Se agarró a su camisa, con los ojos cerrados y el corazón latiendo fuerte. Todo lo que había aguantado, todo lo que había callado, explotó en ese beso.
Y cuando se separaron apenas un poco, sin aliento, ella murmuró:
—No se vale… no se vale que me sigas besando así, Augusto…
—Entonces dime que no sientes nada —susurró él, apoyando su frente en la de ella—. Dímelo y paro.
Danitza tragó saliva. Su orgullo quería gritarle mil cosas… pero su corazón solo quería quedarse así, abrazada a él como lo había extrañado siempre.
,muchas gracias