Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
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Enemigo público
*⚠️Advertencia de contenido⚠️*:
Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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Una semana. Siete días. Ciento sesenta y ocho horas desde que Camila casi me lanza un diccionario de insultos al cráneo.
Y sorprendentemente… todo volvió a la normalidad o eso creí.
Las clases retomaron su curso, los pasillos volvieron a llenarse de estudiantes pretendiendo que no están al borde de un colapso nervioso y, por algún milagro del universo, nadie volvió a hablar del “escándalo Moretti”. Parece que el ciclo de noticias se renovó gracias a un político que se desmayó en pleno debate por no saberse la tabla del seis. Prioridades, ¿no?
Pero si algo aprendí de mi familia, es que cuando todo parece calmo… es porque viene la tormenta.
Y esta vez, se llama Aina.
Literalmente huye de mí como si tuviera viruela o una orden de restricción. Ni un saludo. Ni una mirada. Solo me ignora.
Intenté hablarle un par de veces. En el aula. En la biblioteca. Incluso en la cafetería, donde fingí que no me di cuenta de que se cambió de mesa apenas me senté. Pero nada. Frialdad nivel Antártida.
Y no es que yo esperara una ovación o una galleta de perdón, pero… tampoco que me tratara como si le hubiera pateado a su gato. Lo más confuso fue su última propuesta: que lo del trabajo final lo haría ella sola.
—No. —Le dije firme, cuando me lo soltó frente al ascensor.
—No quiero problemas. Ya suficiente con que casi te arrestan —me respondió sin mirarme—. Prefiero hacerlo yo. Supongo que tienes muchas otras cosas en la cabeza.
—Aina…
—Ya está decidido, Manuelle.
Ya está decidido. Como si estuviéramos en la ONU. Como si nuestras decisiones estudiantiles fueran resoluciones internacionales. En fin.
No insistí. Tal vez no debía. Tal vez necesitaba espacio y sinceramente, tampoco era como si no tuviera en qué ocuparme.
Porque… últimamente, todo era Clarissa.
Clarissa con sus labios color vino y esa risa que parece salirse del molde. Clarissa con sus hermosos rizos y su forma de mirarme como si realmente me viera. Clarissa que no solo me escucha, sino que me entiende. No sé cómo lo hace, pero a veces siento que sabe lo que pienso incluso antes de decirlo.
Hace unos días, estaba en su departamento, dándome cabezazos mentales con un ensayo de la clase del profesor Romano, que parecía escrito en chino cifrado. Eran como las once de la noche. Llevaba tres cafés encima y una hoja en blanco mirándome con burla.
Luego ella apareció.
Con comida y bebidas y sus manos suaves acariciándome los hombros como si supiera exactamente dónde dolía.
—Estás tenso. —me dijo, masajeándome la nuca—. ¿Quieres que te ayude a organizar ideas?
Me dieron ganas de decirle que se quedara ahí para siempre. Que no se moviera. Que me salvara de mí mismo.
Pero solo dije “gracias”, como un idiota.
No era la primera vez. Últimamente me quedo más en su casa que en el dormitorio. No por sexo —aunque eso, claramente, ayuda— sino por lo otro. Por la calma que me da. Por cómo me hace sentir… liviano.
Y eso me asusta un poco.
Porque ya no la veo como un ligue casual. Ya no es solo esa chica de sonrisa sexy, buenos atributos y piercings en los pezones.
Lo sé…información de más.
Es alguien que me hace querer llegar temprano. Que me dan ganas de dejar el teléfono a un lado, solo para dedicarle mi tiempo, que me hace pensar, por primera vez en mucho rato, que quiero salir oficialmente con alguien, especialmente con ella.
Sí. Así, con todas las letras. Novia. Noviazgo. Pareja.
Cómo sea.
Clarissa me gusta y no solo para pasar ratos.
Lo único raro es que Aina también está un poco… rara con ella. Digo, son amigas íntimas, mejores amigas, antes se saludaban con un beso en la mejilla, alguna estupidez de ellas y algún comentario sarcástico. Ahora, ni se miran y si se cruzan, Clarissa finge que no pasa nada y Aina hace como si hubiera visto una cucaracha gigante.
No tengo idea de qué pasó ahí.
Pero, honestamente… no me voy a meter en temas de chicas. Ya tengo suficiente con sobrevivir mis propios enredos emocionales y familiares.
Ademas, quiero ser sincero con Clarissa con lo que siento, y terminar con esta bobadita de fingir que solo somos un ligue, de una vez por todas.
Porque aunque aún tenga algunas heridas abiertas, caos familiar de fondo y un historial sentimental más complicado que un cubo Rubik… algo dentro de mí quiere creer que esta vez, con ella, puedo tener algo que no se rompa al primer temblor.
O eso quiero creer.
Por ahora.
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El taller de diseño arquitectónico tiene algo muy especial: es una especie de campo de batalla encubierto con cartulinas, lápices de 0.3 mm y mucho ego flotando en la clase. Todos creen que van a reinventar la arquitectura, que su maqueta es “La Maqueta”, y que una crítica del profesor vale más que una sesión de terapia.
Yo, en cambio, solo quiero sobrevivir al semestre sin que me expulsen, me arresten o me linchen.
Bastante tengo con tener que fingir que no pasa nada cuando Aina se sienta exactamente al frente mío como si no existiera. O peor: como si existiera demasiado y le molestara hasta el aire que respiro.
Y ahí está. Con su coleta perfecta, sus apuntes ordenados por colores y una mirada que podría tallar mármol. No me ha dicho una sola palabra desde que empezó la clase, pero la tensión es tan espesa que si alguien lanza un compás, se convierte en arma blanca.
—¿Entonces, Manuelle, cómo va el desarrollo del concepto estructural? —pregunta el profesor, acercándose con su libreta del terror.
—Va tomando forma —respondo, sin levantar mucho la voz—. Estoy trabajando con una volumetría inspirada en fractales. Algo que exprese expansión… y colapso al mismo tiempo.
—¿Expansión y colapso? —dice Aina sin mirarme, pero claramente hablándome—. Interesante. Casi poético. Como si uno pudiera justificar cualquier desastre con una buena metáfora.
Silencio.
Ah. Así que vamos a jugar a eso.
—Bueno, al menos trato de no repetir lo que está en Pinterest —contesto, con una sonrisa muy amable. Demasiado.
Ella gira apenas la cabeza, lo justo para disparar con los ojos.
—Pinterest tiene más coherencia que un narcisista disfrazado de genio incomprendido.
—Wow. ¿Eso fue una crítica académica o estás practicando para escribir en la sección de comentarios de un video de conspiraciones?
El profesor nos mira. Parpadea. Decide seguir su camino antes de ser arrastrado al fuego cruzado.
Aina aprieta los labios, como si se tragara algo más grande que un insulto. Vuelve a sus planos. Yo sigo con el mío, dibujando líneas que no significan nada porque no puedo concentrarme. Porque el ambiente está al rojo y no hay aire suficiente para calmarlo.
Y entonces pasa.
Luca, comenta algo sobre una idea de su proyecto. Algo relacionado con justicia urbana. No sé, no lo estaba escuchando del todo. Pero fue la palabra “justicia” fue la que hizo explotar todo.
—¿Justicia? —dice Aina, bajando el lápiz. Su voz no es fuerte, pero sí lo bastante clara para congelar a medio salón—. Qué palabra más… irónica, ¿no?
Todos la miran. Nadie entiende a dónde va.
Pero yo sí.
Y lo veo venir como un tren sin frenos.
—¿Sabés qué es lo que no entiendo? —dice, aún sin mirarme del todo—. ¿Cómo es que nadie habla del elefante en la sala? ¿Cómo es que seguimos aquí, haciendo maquetas, como si nada hubiera pasado?
—Aina, no es el momento —murmuro.
—¿No? ¿Y cuándo va a ser el momento, Manuelle? ¿Cuando alguien más termine en un atentado? ¿Cuando aparezca un cadáver en las noticias?
—Basta.
—¡No! —explota, ahora sí poniéndose de pie—. ¡Es que no lo ven? Hay un asesino en nuestra clase. ¡Un criminal! Y todos se hacen los idiotas como si estuviéramos en un maldito taller de costura, no en una universidad con un potencial homicida tomando café con nosotros.
El silencio fue total.
Absoluto.
Hasta la impresora se quedó muda.
Yo solo la miré. Serio, con ese nudo en el estómago que ya conozco bien.
Todos los ojos están sobre mí. Algunos confundidos. Otros asustados. Los más imbéciles, fascinados. Porque el morbo y el chisme siempre gana.
Aina respira agitada, con los ojos brillantes. Como si lo hubiera guardado tanto tiempo que ya no podía contenerlo más.
Por un momento… me duele. No por mí. Por ella.
Porque esto la está rompiendo por dentro. Y yo… soy parte de eso.
—¿Terminaste? —pregunto, bajando el lápiz con calma.
Ella me mira. Como si quisiera responder. Como si quisiera gritarme todo lo que no ha dicho desde que empezó esta pesadilla. Pero no lo hace.
Solo asiente y se sienta de nuevo.
Yo vuelvo a mi plano y esta vez, la línea que trazo… es recta. Precisa. Sin temblar.
Porque si algo aprendí, es que a veces, lo que más duele no es el golpe. Es lo que queda después.