El Corazón De La Villana

El Rey Augusto observaba al Príncipe Sian con una mezcla de cautela y desprecio apenas disimulado desde la opulencia de su trono. Sian se mantuvo de pie en el centro del salón, su presencia sobria contrastando con el brillo excesivo de la corte de Cristal.

​—Dime, ¿qué asuntos de tal urgencia han traído al heredero del Imperio Mondragón a mi humilde morada sin el debido aviso? —repitió el Rey.

​La voz de Sian era fría y resonó con autoridad inquebrantable en el gran salón.

​—Mi visita, Majestad, es resultado de una agresión intolerable. Personas de vuestro Reino han estado atacando la frontera sur del Imperio, saqueando y matando a los habitantes de nuestros pueblos. Lo que es peor, están coaccionando a nuestra gente, amenazándolos para que levanten la bandera de la rebelión. Exijo una explicación inmediata por esta violación flagrante de nuestra soberanía.

​El Rey Augusto sonrió con cinismo.

​—¿Agresión? ¿Y en qué basa sus graves acusaciones, Príncipe?

​—En la evidencia. Hemos capturado a varios de los bandidos que atacaron nuestro territorio. Bajo interrogatorio, confesaron que actuaban por orden directa de un noble de vuestro Reino: el Marqués Santino, además llevaban encima placas de Cristal,

​El Rey Augusto levantó una ceja, su sonrisa se hizo más ancha.

​—¡Bah! ¡Difamación! Un Príncipe del Imperio no debería creer lo que dicen unos simples bandidos. No creo que quiera iniciar una guerra, Príncipe, por defender a unos simples plebeyos, que, francamente, deben haber provocado a esos criminales.

​El Rey se reclinó en su trono, con un aire de absoluta hipocresía.

​—Mire, esos que le atacaron deben ser un grupo de los bandidos que escaparon de mis propias mazmorras Mataron a varias personas y saquearon algunos de nuestros pueblos. Mi ejército los estuvo persiguiendo, pero se nos escaparon, lo que ayan echo al escapar ya no es mi culpa o de mi reino pero ya que usted tuvo la suerte de atraparlos, ¿por qué no me los da? Así yo los castigaré inmediatamente. Le aseguro que no quiero una pelea con el Imperio.

​—No —respondió Sian con firmeza. Su negativa cortó el aire—. Fueron capturados en territorio imperial por soldados imperiales. Por ende, serán castigados por el Imperio. Los prisioneros ya están en camino a la Capital Imperial.

​—Pero, Príncipe —insistió el Rey, forzando un tono de ofensa diplomática—. A pesar de ser bandidos, son mis súbditos. Deben ser castigados por mi Reino, no por otro. Entréguemelos, Alteza.

​—Me temo que eso es imposible. Lo que sí necesito son respuestas. La confesión de los bandidos apunta a vuestro noble, el Marqués Santino. Exijo que lo traiga aquí de inmediato, Rey Augusto. Exijo un castigo ejemplar para él y por todo el que estuvo vinculado por ir en contra del Imperio y atacar a mi gente.

​El rostro del Rey se endureció. La petición de Sian era una afrenta directa a su autoridad.

​—¡Alteza! ¡No puede venir a mi Reino a exigir un castigo para uno de mis súbditos basándose nada más en lo que dijeron unos simples bandidos y plebeyos! ¡No lo creo, especialmente del Marqués Santino, que es uno de los mejores nobles del Reino! Si sigue con estas exigencias irrazonables, me va a obligar a echarlo del castillo y de mi Reino.

​Sian dio un paso adelante, sus ojos rojos fijos en el Rey.

​—Majestad, no será que usted está de acuerdo con las acciones de ese Marqués y por eso no quiere que lo vea y lo interrogue. Además, antes de venir, investigué sobre el Marqués y no es un noble muy respetado, sino un hombre con antecedentes muy turbios.

​—¡Me ofende! Yo respeto mucho al Imperio. Será mejor que se vaya, Alteza. No seguiré hablando con usted. No tiene pruebas de lo que dice, solo la palabra de unos simples bandidos cuya palabra no vale. —Con esa frase, el Rey Augusto le dio la espalda a Sian, despidiéndolo con desdén.

​Justo cuando Sian se preparaba para retirarse, una figura elegante irrumpió en el salón. Era una joven de cabello castaño y ojos brillantes, ataviada con joyas.

​—¡Padre! ¿Qué es todo este alboroto? —preguntó la joven.

​Su mirada se posó en Sian, y se quedó paralizada. Los ojos de la princesa se abrieron con fascinación al ver al Príncipe.

​—¿Quién es este hombre, Padre? —preguntó.

​El Rey suspiró con impaciencia.

​—Es el Primer Príncipe Sian del Imperio Mondragón, Rose. Y se estaba retirando.

​La Princesa Rose se acercó a Sian con una sonrisa encantadora.

​—Soy Rose, la Segunda Princesa de Cristal. ¡Qué honor! Príncipe, si ya se va, ¿por qué no se queda en el castillo? Yo le puedo mostrar el Reino.

​Sian se mantuvo estoico.

​—Agradezco la oferta, Princesa. Pero mi visita ha terminado y debo retirarme.

​El Rey Augusto, sin embargo, tuvo una idea repentina.

​"Un matrimonio... ¡Qué maravilloso! Si lograra casar a Rose con el Príncipe Sian, solo tendría que matar al Emperador. Sian subiría al trono y, si tienen un hijo, un heredero. ¡Entonces solo habría que deshacerse de Sian y mi nieto sería el heredero de ambos tronos! ¡Eso sería mucho más fácil! Jajaja... Lo siento, Duque Petrob, pero cada quien ve por sus propios intereses."

​Con el plan trazado en su mente, el Rey Augusto cambió su tono de inmediato, volviendo a su fachada de anfitrión.

​—Príncipe Sian, no pelemos solo por lo que dicen unos bandidos. ¿Por qué mejor no se queda a conocer el Reino? Permítame ser un buen anfitrión.

​Sian dudó. Su objetivo era interrogar al Rey, y si se retiraba, ese objetivo se perdía. Si se quedaba, podría investigar mejor y quizás encontrar pruebas directas de la culpabilidad del Rey Augusto y el Marqués Santino.

" Si me quedo, el riesgo es alto, pero la recompensa podría ser el fin de la conspiración sin una guerra abierta. Podría averiguar más sobre el Marqués y el Rey. Aceptaré."

​La Princesa Rose habló de nuevo, con un tono seductor.

​—Por favor, Príncipe. Quédese. Podemos conocernos y quizás ser amigos.

​Sian tomó su decisión.

​—Está bien, Majestad. Me quedaré unos días.

​—¡Magnífico! —exclamó el Rey, aliviado y regocijado—. Voy a ordenar que le preparen una habitación en el palacio principal de inmediato. Que preparen los mejores aposentos para nuestro huésped.

​El Rey Augusto se despidió con una sonrisa triunfal, aunque fingida. La Princesa Rose, visiblemente encantada, se dirigió a Sian.

​—¡Qué alegría, Príncipe! Venga, acompáñeme. Mientras preparan sus aposentos, lo invito a tomar el té en el Jardín. Podemos empezar a conocernos