¿Qué pasa cuando tu oficina se convierte en un campo de batalla entre risas, deseo y emociones que no puedes ignorar?
Sofía Vidal nunca pensó que un simple trabajo en una revista cambiaría su vida. Pero entre reuniones caóticas, sabotajes inesperados y un jefe que parece sacado de sus fantasías más atrevidas, sus días pronto estarán llenos de sorpresas.
Martín Alcázar es un hombre de reglas. Siempre profesional, siempre en control... hasta que Sofía entra en su mundo con su torpeza encantadora y su mirada desafiante. ¿Qué sucede cuando una chispa se convierte en un incendio que nadie puede apagar?
"Entre Plumas y Deseos" es una comedia romántica llena de tensión sexual, momentos hilarantes y personajes inolvidables. Una historia donde las plumas vuelan, los corazones se tambalean y las pasiones estallan en los momentos menos esperados.
Atrévete a entrar a un mundo donde el humor y el erotismo se mezclan con los giros inesperados del amor.
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Augurios de Ganadores
A pocos metros, el tercer equipo, Clara Santibáñez y Andrés Medina observaban el pozo de lodo con la expresión de quien presencia un entierro. Clara, con su moño perfecto y cuaderno de notas bajo el brazo (sí, incluso en un retiro de team building), señaló un muro de tres metros cubierto de redes deshilachadas.
—Si sobrevivimos a esto, te dejo editar mis artículos sin quejarme por una semana —dijo Andrés, ajustándose las gafas con un dedo, aunque su media sonrisa delataba que no estaba del todo seguro.
Clara tomó otro sorbo de agua, como si el líquido fuera coraje líquido.
—Andrés, si sobrevivimos, voy a exigirle a Sergio un aumento. O terapia. Y vos vas a dejar de usar mi café para regar el cactus de tu escritorio.
Él rió, un sonido bajo y cálido que contrastaba con el ambiente de tensión.
—Ese cactus es tu mejor obra, Clara. Sin mí, sería solo otro triste recuerdo de tu viaje a Mendoza.
Mientras, al otro extremo del campo. El cuarto equipo, Francisco y Alessandra, los diseñadores gráficos, medían fuerzas con la mirada frente a una cuerda resbaladiza suspendida a dos metros del suelo.
—Voy a ganar —repitió Alessandra, atándose el cabello en una coleta alta con movimientos bruscos. Su pulsera de plata, grabada con un "Crea o muere", brillaba bajo el sol como un desafío.
Francisco se estiró los hombros, haciendo gala de una confianza que solo un exjugador de rugby podía tener.
—Decilo más fuerte, Ale. Así llorás mejor cuando te vea colgando como un espantapájaros. —Y si me ganás, te diseño el logo de tu próxima exposición de "arte abstracto" —añadió, haciendo comillas en el aire.
Alessandra lo fulminó con la mirada.
—Es arte conceptual, Francisco. Y cuando gane, vas a pasar seis meses diseñando folletos de supermercado. En Comic Sans.
Sergio Montenegro, observando el panorama como un director de orquesta frente al caos, dio una palmada feroz.
—¡Primera prueba: La Telaraña Envenenada! —señaló las cuerdas gelatinosas—. Deberán cruzar al otro lado sin tocar el suelo. Si caen, el lodo los tragará… metafóricamente. O no tanto.
Margarita y Sandra, en su mesa de observación, no perdían detalle. La más joven señaló a los diseñadores:
—Mirá a esos dos. Parecen gatos encerrados. ¿Cuánto tardan en empujarse?
Sandra mordió una galleta con aire de sabiduría callejera.
—Francisco ya la hizo caer en la fiesta de Navidad. ¿Te acordás? "Accidentalmente" derramó ponche en su vestido blanco. Alessandra le gritó en italiano. Hasta el conserje Ricardo aprendió malas palabras.
Margarita se rió, pero su sonrisa se congeló al ver a Vanessa acercarse sigilosamente a la cuerda de Sofía y Martín. —Uh-oh. Tormenta en camino.
En el campo, Clara y Andrés se colocaban los guantes con la precisión de cirujanos. Él le lanzó una mirada de reojo.
—Si me caigo, ¿prometés no subir el video al grupo de la revista?
—No prometo nada —respondió Clara, aunque le pasó un mosquetón extra. —Pero si te aferrás a mí como a tu café mañanero, quizá sobrevivás.
Al otro lado, Francisco saltó para agarrar la cuerda, pero su mano resbaló. Alessandra no perdió la oportunidad.
—¿Esa era tu "confianza absoluta", che? —se burló, aunque extendió la mano para ayudarlo a levantarse. Por un segundo, sus dedos se entrelazaron más de lo necesario.
—Cuidado, Ale —murmuró él, recuperando su sonrisa pícara—. Casi pensé que te importo.
Ella retiró la mano como si quemara.
—Solo evito que arruines mi victoria.
El conserje Ricardo observó a las parejas con la paciencia de un buitre trazando círculos invisibles sobre el campo.
El sol reverberaba en su frente sudorosa mientras su mirada, afilada por años de leer silencios entre líneas, se posó primero en Sofía y Martín. Ella ajustaba un arnés con dedos que temblaban levemente, mientras él sostenía una cuerda entre sus manos como si fuera el hilo de un destino que solo él podía tejer. Ricardo frunció el ceño: había algo ahí, un magnetismo eléctrico que olía a estática antes de una tormenta. Sofía reía con nerviosismo ante un comentario de Martín, pero sus ojos escapaban hacia los lodos, como si buscaran una ruta de huida. "Chispas, sí —pensó el conserje—, pero de esas que incendian bosques enteros sin pedir permiso.
Su atención derivó hacia Francisco y Alessandra, los diseñadores gráficos ahora enzarzados en una discusión muda frente a una torre de neumáticos. Alessandra señalaba un punto en el mapa con la rigidez de un general, mientras Francisco se balanceaba sobre los talones, los brazos cruzados en un gesto que pretendía indiferencia pero que gritaba desafío. Ricardo resopló: aquello no era un equipo, era una pila de nitroglicerina con patas. "Demasiado orgullo para un solo obstáculo", masculló, imaginando ya las astillas de egos que saldrían volando al primer choque.
Al otro lado del campo, Vanessa Torres clavaba sus uñas en el hombro de Samuel Rojo mientras este intentaba descifrar un nudo en las cuerdas. La boca de Vanessa se movía con la velocidad de una metralleta, pero Samuel solo asentía, su sonrisa de becario intacta como un escudo de plástico. Ricardo sintió un escalofrío: Vanessa tenía esa mirada, la misma que vio una vez en una loba hambrienta frente a un rebaño desprotegido. "Esa mujer no juega a ganar —reflexionó—, juega a que los demás pierdan".
Finalmente, su mirada se detuvo en Clara y Andrés, sentados en un tronco mientras estudiaban el circuito como si fuera un diagrama de flujo. Andrés hacía garabatos en una libreta con aire de científico loco, y Clara bebía sorbos de agua con la precisión de quien cronometra cada gesto. Pero fue la sonrisa de ella —un destello fugaz, casi imperceptible— al coger el lápiz que Andrés dejó caer, lo que hizo que Ricardo esbozara su propia sonrisa de gato panza arriba. "Ahí —pensó—, ahí hay un fuego que ni ellos mismos saben que está encendido".
Sergio giró lentamente, con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—Ricardo, querido, el caos es el mejor espejo del alma. Y tú… ¿apostarías por algún equipo en especial?
El conserje se rascó la barbilla, dejando que el silencio se extendiera como una mancha de aceite. A lo lejos, un cuervo graznó. Las risitas ahogadas de Margarita y Sandra llegaban entre cortes, como interferencias de una radio mal sintonizada.
—El de Sofía y Martín —respondió al final, lamiéndose los labios como si probara el sabor de la predicción—. Esos dos tienen chispas que ni un cortocircuito. Pero no de las que iluminan, ¿eh? —apretó el paso, señalando a Vanessa con un movimiento discreto de barbilla—. Esas son las que funden fusibles y queman cables. Y esa… —su voz bajó a un susurro de conspiración—, esa mujer muerde más de lo que ladra.
Sergio siguió su mirada hacia Vanessa, quien ahora señalaba con vehemencia un punto en el mapa mientras Samuel asentía con la sumisión de un mártir voluntario.
—¿Y los demás? —preguntó Sergio, disfrutando del juego como un niño que desarma un reloj para ver sus entrañas.
Ricardo alzó una ceja, dejando caer la respuesta como un dado sobre la mesa de póquer:
—Francisco y Alessandra se odian tanto que hasta el odio se cansa. Clara y Andrés… —hizo una pausa teatral, saboreando el misterio—, esos son los que nadie ve venir. Hasta que te atropellan.
El viento arrastró una hoja seca entre ellos, y en ese instante, el primer grito de la competencia —una maldición en italiano salpicada de risa forzada— anunció que el caos, efectivamente, había comenzado.