Marcelo Fanin llega a Estados Unidos en pleno principio de la década de 1920 tratando huir de un pasado muy oscuro en el bajo mundo italiano y tratando de encontrar paz. Pronto se verá envuelto por las circunstancias con gente muy peligrosa tratando de descubrir la verdad sobre la muerte de su padre teniendo que formar el grupo criminal más violento para poder sobrevivir.
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CAPÍTULO 3: EL DEPARTAMENTO DE SOMBRAS
La lluvia había comenzado a caer justo cuando anocheció, fina al principio, casi imperceptible, como si la ciudad respirara con dificultad. Luego se volvió persistente, insistente, golpeando los techos, las ventanas y las calles vacías de Los Ángeles con una cadencia lenta y metálica. La clase de lluvia que hacía parecer que todo estaba en pausa, suspendido en un silencio extraño. En el corazón del centro de la ciudad, entre edificios gubernamentales sin nombre y sin ventanas, se erguía un inmueble viejo, ennegrecido por el tiempo, sin carteles ni insignias: la fachada perfecta para albergar lo que nadie debía conocer.
El Departamento Secreto Antimafia de Los Ángeles.
Dentro, el aire estaba permanentemente impregnado de olor a papel húmedo, tabaco barato y tinta reciente. Las máquinas de escribir sonaban sin descanso, golpeando teclas como si estuvieran dictando sentencias. Sin embargo, a aquella hora, solo un despacho permanecía con luz encendida. Marcus Doyle estaba de pie frente a un gran tablero lleno de fotografías, recortes de periódicos y notas escritas con pinceladas rojas. Era un hombre alto, delgado como una varilla de acero, con unos ojos grises inquietantes que parecían no parpadear nunca. En su rostro había una mezcla precisa de cansancio y obsesión, la marca de un hombre que había pasado demasiado tiempo persiguiendo sombras. Sus dedos largos sostenían un cigarrillo consumido casi hasta el filtro. Dejó caer la ceniza en un cenicero ya desbordado y volvió a fijar la mirada en el centro del tablero.
La fotografía de Marcelo Fanin.
No era una imagen reciente. Data de 1928, tomada en las escaleras de un tribunal, cuando Fanin fue citado —y luego liberado— por cargos de contrabando que jamás pudieron comprobarse. En la foto, Marcelo parecía más joven, incluso confiado, con esa sonrisa arrogante que caracterizó su ascenso meteórico en el mundo criminal. Pero Doyle sabía que ese hombre ya no existía.
El Marcelo de 1934 era otra cosa. Una criatura distinta. Una amenaza distinta.
—Ya lo sé… ya lo sé —murmuró Doyle sin dirigirse a nadie en particular, sino a la propia foto, o tal vez a la sombra que lo perseguía desde hacía años—. No eres como los demás, ¿verdad, Fanin?
La puerta se abrió sin tocar. Una mujer joven, de rostro serio y vestida con un uniforme gris simple, entró con varios documentos bajo el brazo.
—Director Doyle, llegaron las transcripciones de las intervenciones telefónicas.
Doyle ni siquiera giró la cabeza.
—¿Alguna novedad?
—Un fragmento, señor —respondió ella mientras dejaba los papeles sobre su escritorio—. No sabemos si es relevante. Una conversación corta captada desde un restaurante del centro. Parece que hablan en italiano.
Doyle levantó una ceja con un interés repentino.
—¿En italiano? —dirigió por fin los ojos hacia ella—. Hay pocos grupos que sigan usando su lengua materna en reuniones privadas.
—Justamente por eso pensamos que podría interesarle.
Doyle tomó el sobre, lo abrió con rapidez quirúrgica y desplegó la transcripción. Sus ojos comenzaron a moverse velozmente de línea en línea, mientras su expresión se convertía en una mezcla de intriga y preocupación. Algo estaba pasando.
—¿Quién autenticó esto? —preguntó.
—El agente Barnett, señor.
—Dile que venga. Ya.
—Sí, director.
La mujer salió con paso firme. Wells volvió a mirar la hoja. Había una frase subrayada con tinta azul:
> «…todo cambia ahora. Si Degeneras mueve primero, nosotros no tenemos más opción que responder.»
Doyle dejó escapar un susurro.
—Degeneras otra vez… y Fanin lo sabe.
La puerta volvió a abrirse y un hombre robusto, con bigote y ropa arrugada, entró apresuradamente.
—Director, me dijeron que me necesitaba.
—Barnett, siéntese —ordenó Doyle mientras le lanzaba la transcripción—. Quiero saber todo sobre esto. ¿Cuándo lo obtuviste? ¿A qué hora? ¿Qué micrófono se usó? ¿Hay grabación?
Barnett tragó saliva, nervioso.
—Est… estaba monitoreando una línea compartida que pasa por el distrito tres. Descubrimos que alguien instaló un transmisor propio en un poste. No es nuestro. Pero nos permitió recoger esta conversación.
—¿Un transmisor propio? —los ojos de Wells se entrecerraron—. ¿De quién?
Barnett negó con la cabeza.
—No lo sabemos. Pero por la calidad de la señal, parece de fabricación casera. Y bastante talentosa.
Doyle golpeó con los nudillos el escritorio.
—Alguien está espiando a Fanin, Barnett. Y no somos nosotros.
El agente se enderezó en su asiento.
—¿Cree que fue Degeneras?
—O está espiando… o está siendo espiado —respondió Doyle pensativo—. Y hay algo más en esta transcripción. Mira esta frase: «Nosotros no tenemos más opción que responder.»
—¿Responder qué exactamente? —preguntó Barnett.
Doyle apagó el cigarrillo, tomó otro y lo encendió.
—Cuando Marcelo Fanin usa la palabra responder, no se refiere a un comunicado de prensa o a una nota formal. Se refiere a un cadáver. O dos.
El silencio se hizo denso.
—Señor —continuó Barnett con cautela—… ¿y cuál es nuestra siguiente acción?
Doyle respiró profundamente, mientras sus ojos regresaban al tablero de evidencias.
—Necesitamos saber qué preparan. Y para eso, iremos a la fuente. No quiero más escuchas pasivas. Quiero vigilancia directa. Quiero ojos en los Fanin, en sus capos, en sus contadores, en sus socios comerciales. Y especialmente… —señaló el recorte de periódico donde aparecía Bill Degeneras saliendo de un juzgado— en él.
Barnett asintió.
—Lo entiendo, director. ¿Desea que prepare un equipo?
—No —respondió—. Quiero que lo prepares todo. Empezando por ese nuevo policía que llegó hace un mes. ¿Cómo se llama?
—¿El novato? Harts, creo.
Doyle sonrió con un gesto inquietante.
—Exacto. Si sobrevivió seis meses en la brigada de homicidios de Chicago, es perfecto para esto. Y los alfiles siempre son los primeros en caer, ¿no crees?
Barnett tragó saliva otra vez.
—Sí, señor.
Doyle caminó lentamente hacia la ventana. La lluvia seguía cayendo, creando ríos diminutos sobre el cristal.
—Barnett, hay algo que debo decirte. —Lo miró sin moverse—. No estamos lidiando con criminales comunes. Los Fanin… no son como el resto. Ese hombre, Marcelo… No es la clase de monstruo que se ve venir de frente. Es el tipo de monstruo que se sienta detrás de ti y te pregunta si necesitas luz para leer mejor.
Barnett sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Lo sé, señor.
—No, Barnett. No tienes idea.
Yo lo perseguí durante diez años. Y ni siquiera he visto su verdadero rostro.
El sonido de un rayo iluminó la habitación por un segundo. Doyle continuó:
—Esta ciudad está a punto de estallar. El fin de la Prohibición no acabó con la mafia… solo la dejó sin cadenas. Fanin perdió a dos hombres en su propio círculo. Degeneras está moviendo fichas fuera del tablero, en las sombras. Y yo… —se cruzó de brazos— estoy demasiado cansado como para perder otra carrera.
El director tomó la transcripción otra vez, sintiendo algo en esas líneas, un mensaje oculto entre palabras comunes.
—Escucha esto —leyó en voz alta—: “Si Degeneras mueve primero… nosotros responderemos.”
Se volvió hacia su agente:
—Barnett, quiero encontrar la grabación original. Quiero cada segundo. Cada ruido de fondo. Cada eco. Porque allí —señaló la hoja— hay algo más. Algo que no estamos viendo. Algo grande.
Barnett se levantó con rapidez.
—Salgo ahora mismo, señor.
Cuando quedó nuevamente solo, Doyle cerró los ojos un instante. A veces le parecía escuchar pasos cuando no había nadie. Sombras moviéndose cuando la luz estaba fija. El tipo de cosas que no se admiten en voz alta si deseas conservar tu cordura.
Abrió el cajón inferior de su escritorio. Dentro había un dossier antiguo, amarillento, con un nombre escrito a mano:
FANIN, ANTONIO. El padre de Marcelo.
Doyle lo acarició con los dedos.
—Tu hijo no es como tú —susurró—. Es peor.
A las afueras, la lluvia había empezado a mezclarse con una neblina espesa y pesada, que cubría las calles como un manto blanco sucio. Y allí, en la sombra de un callejón, un hombre envuelto en un abrigo oscuro apagó un aparato metálico del tamaño de un libro. Un transmisor casero.
—Interesante conversación… —dijo con voz ronca.
Guardó el dispositivo en su bolsillo y se perdió en la oscuridad. Era la primera pieza que caía en un tablero mucho más grande. Un tablero donde cada jugador creía tener ventaja. Y ninguno sabía que otro ya estaba escuchando.
Y que pronto… muy pronto… Los Ángeles aprendería que hay guerras que no empiezan con un disparo.
Empiezan con un susurro.
me encanta el misterio /Applaud//Applaud/