🌆 Cuando el orden choca con el caos, todo puede pasar.
Lucía, 23 años, llega a la ciudad buscando independencia y estabilidad. Su vida es una agenda perfectamente organizada… hasta que se muda a un piso compartido con tres compañeros que pondrán su paciencia —y sus planes— a prueba.
Diego, 25, su opuesto absoluto: creativo, relajado, sin un rumbo claro, pero con un encanto desordenado que desconcierta a Lucía más de lo que quisiera admitir.
Carla, la amiga que la convenció de mudarse, intenta mediar entre ellos… aunque muchas veces termina enredándolo todo aún más.
Y Javi, gamer y streamer a tiempo completo, aporta risas, caos y discusiones nocturnas por el WiFi.
Entre rutinas rotas, guitarras desafinadas, sarcasmo y atracciones inesperadas, esta convivencia se convierte en algo mucho más que un simple reparto de gastos.
✨ Una historia fresca, divertida y cercana sobre lo difícil —y emocionante— que puede ser compartir techo, espacio… y un pedacito de vida.
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Capítulo 21 – Escape nocturno
—Si seguimos tentando a la suerte aquí dentro, tarde o temprano nos van a pillar —dijo Lucía, nerviosa, mientras guardaba los apuntes en la mochila. Fingía concentración, pero sus manos temblaban apenas.
Diego, apoyado en el marco de la puerta, sonrió con esa calma descarada que siempre la sacaba de quicio.
—Entonces salgamos. Esta noche.
Lucía frunció el ceño, bajando la voz como si alguien pudiera escucharlos tras las paredes.
—¿Salir? ¿Adónde?
—Donde sea. —Él se encogió de hombros, con el brillo cómplice en los ojos—. A un sitio donde no tengamos que fingir que no pasa nada.
Ella dudó, apretando los labios. La lógica le gritaba que era una locura, que era arriesgado, que había demasiadas posibilidades de que alguien los descubriera. Pero su corazón latía demasiado rápido, demasiado fuerte. Y esa chispa en su pecho ya no la podía apagar.
Una hora después, Carla y Javi estaban tirados en el sofá, peleando por las palomitas y comentando la serie a gritos. Lucía fingió un bostezo y se levantó.
—Voy a la biblioteca 24 horas, tengo que repasar para el examen.
—¿A estas horas? —preguntó Carla, arqueando una ceja.
—Sí. —Lucía sostuvo la mirada con seriedad—. Si no, mañana no rindo nada.
Diego aprovechó el momento para anunciar, mientras se ponía unas zapatillas deportivas:
—Yo voy a correr un rato. Necesito despejarme.
Nadie sospechó.
Cinco minutos más tarde, se encontraron en la esquina de la calle. La noche era fresca, con un viento suave que levantaba las hojas secas del suelo. Al verse, estallaron en una risa contenida, como dos adolescentes escapándose de casa.
—Esto es una locura —murmuró Lucía, con la bufanda cubriéndole la cara.
—Sí. —Diego entrelazó sus dedos con los de ella, sin dudar—. Y me encanta.
Caminaron por calles casi vacías, hablando en susurros aunque nadie pudiera escucharlos. Llegaron a un bar escondido en un callejón, con luces tenues, paredes llenas de carteles antiguos y un escenario donde una banda tocaba jazz en vivo. El ambiente olía a madera, a vino barato y a libertad.
Allí, por primera vez en semanas, pudieron besarse sin miedo a que Carla o Javi abrieran una puerta en el peor momento.
El beso fue distinto: sin prisas, sin frenos. Lucía se aferró a su cuello con una intensidad que la sorprendió a sí misma.
—No sabes cuánto necesitaba esto —susurró contra su boca.
—Créeme, lo sé. —Diego deslizó una mano por su espalda, atrayéndola más cerca.
Bebieron poco, pero hablaron mucho. Entre risas y confesiones, se permitieron mostrarse vulnerables. Diego le contó que a veces sentía que no encajaba en ningún lado, que improvisaba su vida sin brújula. Lucía le habló de sus miedos al fracaso, de la presión de no equivocarse nunca. Por un momento, no eran solo dos cómplices escondiéndose: eran ellos, sin máscaras.
Pero incluso en ese refugio, el peligro acechaba. De pronto, Lucía se tensó y bajó la mirada hacia una mesa cercana.
—¡Mierda! Creo que es Marta, de mi clase…
Diego giró apenas la cabeza y sonrió con descaro.
—Pues entonces, plan de emergencia: fingimos que somos dos desconocidos que acaban de conocerse.
—¿Qué? ¡Estás loco! —susurró Lucía, con el pulso disparado.
Pero Diego ya le tendía la mano, poniéndose de pie con una reverencia ridícula.
—Encantado. Soy… eh… Julián. Ingeniero espacial en prácticas.
Lucía no pudo evitar reírse. Se tapó la cara con las manos y luego, contagiada, siguió el juego.
—Mucho gusto, Julián. Yo soy… Mariana, arqueóloga submarina.
Durante varios minutos interpretaron a esos personajes absurdos, inventando anécdotas disparatadas, hasta que Marta se levantó y se fue sin haberlos reconocido.
Lucía se dejó caer de nuevo en la silla, riendo y suspirando a la vez.
—Eres insufrible.
Diego se inclinó hacia ella, con la sonrisa peligrosa.
—Y tú eres adicta a esta locura, aunque no lo quieras admitir.
Lucía no respondió con palabras. Se limitó a besarlo otra vez, con una urgencia que dejaba claro que tenía razón.
En medio del bullicio del bar, Lucía se dio cuenta de algo: el riesgo no se había ido. Estaba ahí, latiendo en cada risa, en cada caricia, en cada mirada furtiva. Y de algún modo, eso lo hacía aún más irresistible.
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