Alexandre Monteiro es un empresario brillante e influyente en el mundo de la tecnología, conocido tanto por su mente afilada como por mantener el corazón blindado contra cualquier tipo de afecto. Pero todo cambia con la llegada de Clara Amorim, la nueva directora de creación, quien despierta en él emociones que jamás creyó ser capaz de sentir.
Lo que comenzó como una sola noche de entrega se transforma en algo imposible de contener. Cada encuentro entre ellos parece un reencuentro, como si sus cuerpos y almas se pertenecieran desde mucho antes de conocerse. Sin oficializar nunca nada más allá del deseo, se pierden el uno en el otro, noche tras noche, hasta que el destino decide entrelazar sus caminos de forma definitiva.
Clara queda embarazada.
Pero Alexandre es estéril.
Consumido por la desconfianza, él cree que ella pudo haber planeado el llamado “golpe del embarazo”. Pero pronto se da cuenta de que sus acusaciones no solo hirieron a Clara, sino también todo lo verdadero que existía entre ellos.
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Capítulo 21
...Alexandre Monteiro...
Estacioné frente al edificio de Clara y, en cuanto vi al portero anunciar su llegada por el retrovisor, mi corazón se disparó a un ritmo que ya no recordaba ser capaz. Bajé del coche de un salto y caminé hasta ella, que empujaba la maleta despacio.
—Yo la cojo. —dije, agarrando el equipaje antes de que protestara—. Puedes dejarlo conmigo.
Ella sonrió levemente, encogiendo los hombros en un gesto que denunciaba cansancio. Coloqué la maleta en el maletero con cuidado, como si fuera algo frágil, porque todo lo que envolvía a Clara parecía precioso.
—¿Cómo te sientes? —pregunté, observándola abrir la puerta del copiloto.
—Bien. —respondió bajo, acomodándose en el asiento.
—¿Ya has comido algo? —me puse el cinturón y cerré la puerta despacio, intentando no parecer tan afligido.
—Aún no... —admitió, ajustando el bolso en su regazo.
—Entonces vamos a solucionar eso antes de embarcar. —dije encendiendo el coche—. Compré algunas cosas que te gustan. Pensé que podrías necesitarlo.
Ella me miró con sorpresa cuando abrí la pequeña bolsa térmica que había preparado y saqué un saquito con panecillos de queso aún calientes y una cajita de zumo natural.
—Alexandre... —murmuró, tocando el plástico con los dedos—. No necesitabas...
—Lo sé. —dije bajito, mirando aquellos ojos castaños—. Pero quería.
Ella respiró hondo, como si no supiera muy bien qué hacer con ese cuidado. Seguimos en silencio hasta el hangar particular donde el jet privado estaba siendo preparado.
Cuando bajamos, el viento frío despeinó su cabello suelto e inmediatamente me quité mi chaqueta, envolviendo sus hombros antes de que reclamara.
—Vas a resfriarte así. —comenté—. Está haciendo mucho viento aquí.
—Vas a pasar frío.
—Aguanto. —sonreí a medias.
Los guardaespaldas vinieron a recoger las maletas, y el piloto se acercó para avisar que estaban abasteciendo y que en pocos minutos podríamos embarcar.
—No tienes que preocuparte por nada. —dije, bajando la voz solo para que ella oyera—. Ya pedí almohadas, mantas, agua... cualquier cosa que necesites. Si no estás cómoda, paramos donde sea necesario.
Ella me miró con esa actitud contenida, como si estuviera intentando mantener alguna distancia emocional que yo me empeñaba en querer disminuir.
—Gracias... —dijo, simple, pero había algo sincero en su tono que me hizo tener certeza de que, al menos, estaba haciendo lo correcto.
—¿Quieres sentarte allí mientras terminan? —señalé una pequeña sala de espera acristalada, más alejada del viento—. Voy a hablar con el piloto y vuelvo.
—Puede ser.
—Y, Clara... —volví a mirarla antes de que se alejara—. Sé que crees que solo estoy aquí por el bebé... pero no es solo eso. Eres tú. Siempre has sido tú.
Ella no respondió. Apenas desvió la mirada, caminando despacio hasta la sala con la chaqueta en los hombros. Aun así, no iba a desistir.
Todavía tenía un largo viaje de 19 horas para intentar reconquistar a la única mujer que realmente importaba. Y, claro, a nuestro hijo. Él siempre.
Porque no quería solo que Clara me perdonara. Quería tener la oportunidad de construir aquello que nunca tuve de verdad: una familia feliz. Una familia que no necesitara de excusas baratas, ni de remiendos después de las peleas.
Respiré hondo antes de ir a hablar con el piloto. Vi a Luíza bajando del coche negro que la trajo, entregando las maletas a dos guardaespaldas mientras ponía cara de quien prefería estar en cualquier otro lugar.
Parece que mi hermanita había conseguido llegar a algún tipo de acuerdo con Cibele, aunque ambas no se soportaran bien.
Cibele necesitaba quedarse en Brasil porque Alice estaba en medio del año escolar, y Murilo, padrino y casi niñero oficial de la niña, estaba en el campeonato europeo. Cuando Murilo viajaba, todo se volvía un caos.
—Pensé que Cibele vendría —comenté, ajustando el cuello de la camisa antes de saludar al piloto—. Pero por lo visto ustedes entraron en un consenso civilizado.
Luíza soltó una risa corta, burlona, mientras revisaba algo en el iPad.
—No entramos en consenso ninguno, Alexandre. —levantó la mirada y arqueó una ceja fina—. Ella solo no quería dejar a la mocosa de nuestra querida sobrina sola con una niñera extraña.
—¿Y tú no te ofreciste para cuidarla? —pregunté, divirtiéndome al imaginarla cuidando a Alice.
—Solo si es para que la niña y yo enloquezcamos juntas. —Ella dejó el iPad encima de una de las cajas—. Alice no iba a aguantarme y, con toda sinceridad, yo no iba a aguantar a esa niñita haciéndome preguntas sobre la vida.
—Solo tiene seis años, Luíza.
—Justamente por eso. —reviró los ojos, impaciente—. Son los peores. No tienen filtro ninguno.
El piloto carraspeó detrás de mí, llamando mi atención.
—Señor Monteiro, el avión estará listo en diez minutos. Si quieren embarcar, ya pueden acomodarse.
—Gracias —respondí, estrechando su mano—. ¿Todo bien con la ruta?
—Sí. Haremos una parada técnica en Lisboa para reabastecer y revisar los sistemas. Después seguiremos directo a Dubái. Si la señora Amorim necesita de cualquier acomodación especial, por favor, solo avisarnos.
—Perfecto. —Asentí.
Clara estaba sentada, abrazada a la chaqueta que yo le había dejado, mirando el móvil sonriendo.
Era la mujer que había prometido no lastimar nunca. Y la mujer que había acabado dañando más que a cualquier otro en la vida.
Y ahora, en pocas horas, los dos estaríamos presos en un avión por casi un día entero.
Tal vez, pensé, era exactamente eso lo que necesitaba: tiempo y proximidad. Una forma de probar que no era tarde demás para intentar ser mejor.
—Voy a llamarla para embarcar —dije bajo.
—Ve allá —Luíza respondió, ajustando el bolso en el hombro.
Respiré hondo y caminé hasta la sala de cristal, sintiendo mi corazón latir tan rápido que dolía en el pecho.
—Clara —llamé, la voz saliendo más suave de lo que esperaba—. El avión ya está listo. ¿Quieres que lleve tu bolso?
Ella levantó la mirada despacio, y por un segundo vi en sus ojos todo aquello que no sabía si algún día aún tendría de vuelta.
—¿Ya has pensado en nombres? —preguntó de repente, mirándome con aquella sinceridad que siempre me desmontaba.
—¿Nombres…? ¿Para nuestro hijo? —Sentí mi corazón acelerar de un modo casi adolescente. Era la primera vez que conversábamos sobre eso sin ninguna pelea, sin acusaciones, solo… porque ella quiso.
—Sí —respondió, apoyando los codos en los brazos del sillón—. Tipo… independientemente de si es niño o niña, ¿ya has pensado en nombres?
—Me gustan Henry y Helena —confesé, intentando mantener la voz firme.
Ella arqueó una ceja y dejó escapar una sonrisita suave.
—Un apego curioso a la letra H. —movió la cabeza levemente, divertida.
—Me parece bonito… suena fuerte y delicado al mismo tiempo —me encogí de hombros, sintiendo mis manos sudar—. Pero tú decides, Clara. Si quieres otros nombres, yo… —respiré hondo— yo solo quiero que elijas algo que ames.
—Me gustan los dos —dijo, la voz baja, casi dulce—. Son nombres bonitos… delicados de verdad. Nunca me había parado a pensar en eso, y… mi madre y Sarah ya han preguntado cómo se va a llamar.
Mientras caminábamos hasta el jet privado, me di cuenta de cómo aquel asunto, tan simple, me había conmovido. Era como si, por primera vez, estuviéramos permitiendo que aquel bebé fuera solo eso: nuestro hijo. Y no una herida abierta entre nosotros.
Subí las escaleras detrás de ella, sujetando firme su mano. En cuanto entramos, ella saludó a la tripulación con educación, después se acomodó en uno de los sillones anchos, ajustando el vestido en su regazo. Me senté enfrente, y durante algunos segundos quedamos solo mirándonos, como si aún estuviéramos digiriendo aquella conversación.
—Entonces… —pregunté con cautela, solo para oír su voz de nuevo— ¿no hay ningún nombre que hayas pensado?
Ella negó con un balanceo calmo de la cabeza.
—Henry y Helena me parecen bien buenos —dijo, y esta vez con una sonrisa verdadera.