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La Casa Donde Aprendí A Odiarme

La Casa Donde Aprendí A Odiarme

Status: Terminada
Genre:Completas / Amor de la infancia / Autosuperación / Apoyo mutuo
Popularitas:1.2k
Nilai: 5
nombre de autor: VickyG

"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.

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Capítulo 19: Donde la casa ya no duele igual

La ciudad estaba igual, pero Aika no. Había algo en su mirada que ya no pertenecía del todo a aquel lugar. Volver fue como despertar de un sueño cálido y aterrizar de golpe en la rutina gris que siempre la había asfixiado. Caminó por las calles con su mochila colgando, el hilo rojo aún en su muñeca, y cada paso hacia su casa era como retroceder a un pasado que ya no le encajaba.

Abrió la puerta y, como siempre, no hubo voces que le dieran la bienvenida.

La sala estaba vacía, silenciosa, con el televisor apagado y las cortinas a medio correr. Todo igual. Todo como lo dejó. Excepto por un detalle: la ausencia.

Su madre seguía en el hospital, cuidando de su hermano, que ahora enfrentaba una enfermedad delicada. Aika no sabía los detalles. Nadie se había molestado en llamarla durante el viaje para explicarle. Lo había descubierto en un mensaje escueto de su tía.

“Tu hermano está delicado. Tu madre está en el hospital día y noche.”

Ni un “¿cómo estás?”

Ni un “te extraño”.

Nada.

Aika dejó su maleta en la entrada y recorrió la casa como si fuera una extraña. Abrió la puerta de su habitación y se encontró con su cama hecha, los libros llenos de polvo y el aire detenido. Se sentó en la orilla, hundiendo los hombros. Por un instante, le dolió. No tener una madre que se alegrara de verla. No tener un abrazo esperándola. No tener siquiera una cena caliente.

Pero entonces, su celular vibró.

Hikaru: “¿Estás bien? Llegué hace rato. Pensando en ti.”

Y solo eso fue suficiente para que las lágrimas no pesaran tanto.

Aika: “La casa está vacía. Pero no me siento sola.”

Lo pensó dos veces antes de enviar el mensaje. Pero lo hizo. Porque era verdad.

Esa noche, preparó algo sencillo para cenar. Comió sola, pero sin sentir ese nudo en el pecho que antes la acompañaba. Encendió una vela en la cocina, puso algo de música suave y dejó que la nostalgia conviviera con la paz.

La rutina del colegio volvió con rapidez. Exámenes, clases, profesores que ni preguntaron cómo fue el viaje. Pero Aika ya no era la misma que caminaba cabizbaja entre pasillos. Su postura era más firme, su voz más segura, y aunque las heridas seguían, ya no sangraban igual.

Hikaru se convirtió en su ancla. No eran una pareja oficial ante todos, pero bastaba una mirada entre ellos para saberlo. Se buscaban en los recreos, compartían los almuerzos bajo el árbol del patio, y a veces, sin necesidad de palabras, se quedaban simplemente en silencio, uno junto al otro, respirando el mismo aire.

Luna, por su parte, mantenía la distancia. No decía nada. No intentaba recuperar su amistad. Pero su presencia era una constante incómoda. Siempre cerca, siempre observando, siempre con esos ojos cargados de una rabia contenida.

Aika lo notaba, pero eligió no reaccionar. Sabía que cualquier intento de hablar con Luna ahora sería como hablarle a un muro de orgullo.

Una tarde, Hikaru la esperaba afuera del colegio. La acompañó en silencio hasta su casa. Antes de despedirse, se detuvieron frente al portón.

—¿Vas a entrar sola? —preguntó él.

—Sí. Pero ya no me pesa.

Hikaru sonrió. Le apartó un rizo rebelde de la frente y se inclinó a rozar su mejilla con los labios.

—Te veo mañana.

—¿Te dije ya que me haces sentir segura?

—Sí. Y me gusta oírlo.

Ella le dio un apretón suave en la mano antes de entrar.

Esa noche, Aika subió a su cuarto y se quedó mirando la vieja foto de su abuela paterna en la repisa. La misma mujer que alguna vez la abrazó cuando nadie más lo hacía. La que le decía que era fuerte, que tenía luz. Se acostó con esa imagen en la mente, y por primera vez en mucho tiempo, se durmió con el corazón tranquilo.

Había descubierto que la casa seguía igual.

Pero ella ya no.

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