Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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La Armonía Aparente
El amanecer se colaba entre las cortinas de diseño minimalista, como un pintor travieso dibujando líneas doradas sobre el suelo de parquet. Julieta, cual ninfa desaliñada, se movía entre sombras y luz, su bata de seda turquesa más parecía un lienzo en movimiento que una prenda de vestir.
Sus manos —esas manos que convertían lo ordinario en extraordinario— danzaban sobre la encimera de mármol. Manchas de tinta color añil se entrelazaban con restos de pintura acrílica, mapas de creatividad que narraban historias sin palabras. Al compás de una melodía imaginaria, sus dedos tamborileaban contra la superficie fría, dejando una estela de ritmo y color.
Un sorbo de café —preparado con la precisión de un científico loco y la gracia de una bailarina— la hizo recordar.
La memoria la transportó semanas atrás, a su primera mañana en este templo del minimalismo que Marco llamaba hogar. Recordaba su llegada como una invasión conceptual: su maleta explotando de colores, papeles, y recuerdos desperdigados por todas partes. Un caos organizado que había violentado la perfección geométrica del apartamento de Marco.
"Un elefante en una cristalería", pensó, conteniendo una carcajada.
Porque así había sido su llegada. Ella, Julieta, con su universo personal tan amplio que parecía no caber entre paredes rectas y muebles blancos. Marco la observaba entonces con una mezcla de terror y fascinación, como quien contempla un fenómeno natural imposible de categorizar.
Las vacaciones en Buitrago del Lozoya habían sido su gran batalla y su mayor victoria personal. Conquistar a Doña Berta no era tarea para débiles. La matriarca de la familia, con su mirada de águila y su protocolo más rígido que una columna dórica, parecía inicialmente impenetrable.
Pero Julieta tenía un arma secreta: ser absolutamente ella misma.
Entre juegos con los niños —donde transformaba servilletas en barcos y cucharas en micrófonos—, y obras de teatro improvisadas que convertían la sala familiar en un escenario de Broadway, había desarmado a todos. Sus sobrinos la miraban con adoración, sus cuñadas con perplejidad, y Doña Berta... bueno, Doña Berta la observaba como quien ve un cometa atravesar un cielo perfectamente ordenado.
No había sido una conquista al uso. Más bien una rendición gradual, como un ejército que se rinde ante la evidencia de que la creatividad puede ser más poderosa que cualquier estrategia preconcebida.
Y ahí estaba ahora, en medio de este apartamento que ya no parecía tan solo de Marco, sino de ambos. Un espacio donde el caos y el orden habían firmado una tregua improbable, pero definitiva.
Su risa, suave pero expansiva, llenó la cocina. Un sonido que parecía decir: "Aquí estoy. Y nada volverá a ser igual".
—¿Café? —La voz de Marco la sacó de sus pensamientos.
Julieta giró, encontrándose con su marido ya vestido con un traje gris impecable. La miraba con una sonrisa que contenía tanto amor como diversión.
—Sirve dos —respondió ella—. Hoy tengo una mañana infernal en la oficina.
Don Francisco apareció aquella mañana en el departamento de diseño como un huracán vestido de traje gris, con una carpeta marrón que parecía estar a punto de explotar por la cantidad de papeles que contenía. Sus gafas gruesas resbalaban peligrosamente por su nariz mientras miraba a su equipo como un general inspeccionando tropas antes de una batalla campal.
—Señoritas y señores —su voz resonó cual trueno en la oficina—, la empresa está a punto de vivir su momento Schwarzenegger. ¡Vamos a hacer crecer este músculo empresarial!
Julieta intercambió una mirada cómplice con Sofía. El jefe había visto demasiadas películas de motivación empresarial la noche anterior.
Los grandes carteles de clientes nuevos cubrían las paredes como un mapa de conquista. Tecnomedia, SportClick, EcoDesign, Innovatech... cada nombre era un nuevo desafío, una nueva locura por conquistar. El departamento de diseño gráfico se había convertido en un campo de batalla creativo donde los lápices eran armas y los bocetos, estrategias de guerra.
Las mesas, antes ordenadas con la precisión de una sala de cirugía, ahora parecían campos de entrenamiento. Bocetos volaban de un lado a otro, tazas de café se acumulaban como torres de papel, y el sonido de los ratones de computadora era como el repiqueteo de tambores de guerra.
—Julieta —Don Francisco se detuvo junto a su escritorio—, necesito que multipliques tu creatividad por diez.
Ella levantó una ceja.
—¿Eso es matemáticamente posible, jefe? —preguntó con una sonrisa pícara.
Don Francisco bufó, pero no pudo contener una pequeña sonrisa. Sabía que Julieta era su as bajo la manga, su arma secreta en esta expansión empresarial.
Los nuevos proyectos llegaban como olas: uno tras otro, sin respiro. Diseños para aplicaciones móviles que parecían sacados de un sueño cyberpunk, identidades corporativas que debían transmitir más personalidad que un monólogo de stand-up comedy, campañas publicitarias que necesitaban más ingenio que un capítulo de Sherlock Holmes.
Sofía, su compañera de trincheras creativas, no paraba de murmurar.
—Esto es una locura —decía mientras dibujaba—. Una locura absoluta.
Julieta respondía invariablemente: —Bienvenida a mi mundo.
Los días se convirtieron en una montaña rusa de creatividad. Café, risas, gritos de eureka, papeles volando, y la constante sensación de estar al borde de un descubrimiento genial... o de un colapso total.
Don Francisco circulaba como un tiburón entre los escritorios, lanzando comentarios que eran parte motivación, parte amenaza:
—¡Quiero ver magia, señores! ¡Magia corporativa!
Y en medio de aquel caos organizado, Julieta era la capitana de un barco que navegaba entre la creatividad y la locura, con la sonrisa de quien sabe que cada proyecto es una nueva aventura por conquistar.
La restructuración no era solo un cambio. Era una revolución en toda regla. Y ellos, los diseñadores, eran los revolucionarios.
El lápiz de grafito bailaba entre los dedos de Julieta, trazando círculos distraídos en el margen de un boceto cuando el murmullo llegó. No era un sonido molesto, sino ese tipo de conversación que vibra con vida propia y atrae la atención como un imán.
Juan había aparecido sin hacer ruido, con ese aire despreocupado que lo caracterizaba. Sus manos gesticulaban mientras hablaba, y Sofía lo miraba con una sonrisa que no era completamente profesional. Un brillo en sus ojos, un ligero inclinarse hacia él cuando reía, el modo en que sus hombros se acercaban casi sin darse cuenta.
Julieta arqueó una ceja. Los bocetos olvidados, dejó que su mirada vagara disimuladamente hacia la escena. La química era tan evidente como un elefante rosa bailando tap en medio de la oficina.
Un ataque de risa contenida la sacudió por dentro. "Cupido", pensó, definitivamente ha dejado la aljaba abierta hoy.
Y siguió observando, porque estas pequeñas obras de teatro improvisadas siempre son más entretenidas que cualquier cosa que pueda estar dibujando.
El sol comenzaba a diluirse entre los edificios de cristal, tiñendo Madrid de un dorado suave cuando Julieta ajustó la correa de su bolso. Desde la ventana de su oficina, divisó a Marco, ya estacionado en la calle con su BMW gris. Cada detalle de su marido era una sinfonía de elegancia: el traje gris oscuro planchado con precisión quirúrgica, los pasos seguros cuando salió del coche, esa forma de llevar el maletín como si fuera una extensión de sí mismo.
Bajó las escaleras con ese cosquilleo que aún la recorría después de meses de matrimonio. Marco la esperaba en el lobby, apoyado contra una columna de mármol como si fuera un modelo de revista. Sus ojos, color whisky añejo, la recorrieron de arriba abajo con esa mirada que aún la hacía sentir la chica de veintitantos.
—¿Lista para irnos? —preguntó él, acercándose con ese medio paso que era mitad galán de cine, mitad abogado experimentado.
El beso fue suave, casi un secreto compartido entre ellos. Un beso que decía más que mil palabras.
—Más que lista —respondió Julieta, dejando escapar una risa traviesa—. Tengo que contarte algo divertido de hoy.
Durante el trayecto, mientras Madrid se deshacía en tonos pastel a través de las ventanas del BMW, Julieta comenzó su relato. Contó cómo esa mañana, Juan —el compañero de trabajo de Marco— había llegado a la oficina para un proyecto publicitario. Lo que realmente capturó su atención fue la forma en que Juan conversaba con Sofía, su propia compañera de trabajo.
—Había algo entre ellos —explicó, sus manos dibujando ese "algo" en el aire—. Esa tensión, ese brillo en los ojos. Era como si Cupido hubiera estado merodeando por la oficina, lanzando flechas entre miradas y sonrisas.
Marco la escuchaba, con esa media sonrisa que decía "mi mujer, siempre con sus historias". Un dedo tamborileando suavemente en el volante, el otro brazo relajado, señalando que todo su mundo giraba alrededor de lo que ella estaba contando.
—Cupido definitivamente no ha perdido su puntería —comentó Marco, con un guiño.
La ciudad los envolvía como un abrazo cómplice. Las calles estrechas, los edificios antiguos, los semáforos que cambiaban de color, todo parecía ser un decorado especialmente diseñado para su particular historia de amor.
Un amor construido no sobre la perfección, sino sobre la capacidad de reírse juntos, de mirarse con la misma complicidad del primer día, de convertir lo cotidiano en una aventura continua.
Y así, entre risas y confidencias, Julieta y Marco seguían escribiendo su propia historia. Una historia que no necesitaba ser épica para ser extraordinaria.