Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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El Secreto
El tacón de Julieta resonó contra el suelo de mármol pulido del vestíbulo del edificio número 84 de la calle Serrano. El portero la miró dos veces: primero con sorpresa, después con ese gesto de quien acaba de morder un limón. Sus zapatillas desgastadas, esas que tenían dibujados pequeños gatos ninja en los laterales, chirriaron dejando una marca en el suelo que el hombre se apresuró a limpiar con un paño.
—Ding— El ascensor se detuvo en el ático. Las puertas se abrieron revelando un pasillo que parecía sacado de una revista de decoración. ¿Es que aquí hasta el aire está ordenado?, pensó Julieta mientras buscaba la llave en su bolso desbordante de papeles, pinceles y chocolatinas a medio comer.
Al abrir la puerta del apartamento 5A, el reflejo del sol en las paredes gris perla casi la dejó ciega. Parpadeó varias veces, adaptándose a ese santuario de rectitud donde hasta las sombras parecían haber sido dibujadas con regla.
—¡Marco! ¡Ya llegué! —canturreó, dejando caer su bolso sobre un sofá de cuero italiano que probablemente costaba más que todos sus años de universidad juntos.
Un suspiro exasperado llegó desde el pasillo. Marco apareció, con su traje gris plomo tan perfectamente planchado que parecía recién salido de una tintorería espacial. Se detuvo en seco al ver el bolso sobre su preciado sofá.
—Buenos días, Julieta —dijo con voz tensa, mientras sus ojos no se apartaban del bolso que amenazaba con manchar la tapicería—. ¿Podrías...?
—¡Oh, perdón! —Julieta saltó hacia el sofá, haciendo que su melena pelirroja bailara como llamas—. Es que todavía no me acostumbro a vivir en el museo del orden.
Al recoger el bolso, un pincel rodó hasta caer bajo el sofá. Julieta se tiró al suelo de rodillas para alcanzarlo, mientras su camiseta de los Rolling Stones (heredada de un concierto al que nunca fue) se subía dejando ver un tatuaje de una libélula en su espalda baja.
Marco cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando los abrió, Julieta estaba de pie frente a él, sonriendo con esa expresión que mezclaba inocencia y picardía, mientras su cabello formaba un halo rebelde alrededor de su rostro.
—¿Sabes? —dijo ella, inclinando la cabeza—. Tus zapatos están tan brillantes que puedo verme en ellos. ¿Los usas de espejo por las mañanas?
Una sonrisa involuntaria se asomó en los labios de Marco, traicionando su fachada de seriedad. Julieta le guiñó un ojo, victoriosa. Si iba a vivir en ese templo del minimalismo, al menos se aseguraría de que hubiera risas entre tanto orden.
Marco la observaba con una mezcla de fascinación y terror, como un entomólogo contemplando un espécimen impredecible capaz de destruir su colección más preciada.
— Bien, Julieta —dijo con su voz de abogado, esa que usaba para intimidar testigos en los tribunales—. Necesitamos establecer algunas reglas para nuestra... situación.
Los ojos de Julieta se perdieron en el horizonte mientras su mente viajaba a esa noche en Malasaña, tan reciente y ya tan surreal. El aroma del tequila, el sabor a limón y sal, el sonido atronador de "Sweet Child O' Mine" retumbando en las paredes del bar... Todo daba vueltas en su cabeza como un tiovivo descontrolado.
"¡Otro shot!", recordó haber gritado, con la corona de plástico que le había robado a un extraño ladeada sobre su melena. Marco, con la corbata aflojada y las mejillas sonrojadas por el alcohol, la miraba como si fuera un alien que acababa de aterrizar en la Tierra.
"¿Sabes que eres el abogado más sexy que he conocido?", le había dicho ella, tambaleándose sobre sus tacones. "Y mira que he conocido abogados. Mi hermana me ha presentado a todos los de su bufete".
"Y tú eres la diseñadora más... ¿caótica?", había respondido él, intentando mantener la compostura mientras su mano se aferraba a la barra como si fuera un salvavidas.
Volviendo al presente, Julieta observó a Marco, ahora tan pulcro y serio, intentando establecer reglas de convivencia con la misma determinación con la que la noche anterior había declarado su amor eterno frente a un Elvis español en una capilla improvisada.
—¿Reglas? —respondió, conteniendo una carcajada mientras arqueaba una ceja—. Venga ya, señor letrado. ¿También vas a redactar una cláusula sobre quién lava los platos y quién saca la basura?
Marco se aflojó el nudo de la corbata, un gesto que Julieta ya había identificado como su señal de socorro.
—De hecho —murmuró él, sacando un papel doblado del bolsillo de su americana—, he preparado un borrador...
—¡No me lo puedo creer! —Julieta se lanzó sobre él, intentando alcanzar el papel, mientras Marco lo sostenía en alto aprovechando su altura—. ¡Has hecho una lista de verdad!
—¡Es un acuerdo de convivencia temporal! —protestó él, retrocediendo mientras ella saltaba como una niña intentando alcanzar un dulce—. ¡Julieta, por favor, compórtate!
—¿Comportarme? —ella se detuvo, poniendo sus manos en las caderas—. ¿Como anoche, cuando me subí a la barra del bar para cantar "Living on a Prayer"?
El rostro de Marco palideció.
—¿Hiciste qué?
—Oh, ¿no lo recuerdas? —Julieta sonrió con malicia—. Tengo el video en mi teléfono. Y adivina quién me acompañó en el estribillo...
Marco dejó caer los brazos, derrotado, mientras el papel con las reglas se deslizaba hasta el suelo. Su expresión de pánico absoluto era todo un poema.
—Por favor, dime que no lo subiste a Instagram...
—Tranquilo, abogado —le guiñó un ojo—. Ese video es mi seguro contra tus reglas de convivencia.
Su teléfono vibró. Marina, la hermana mayor de Julieta, una psicóloga meticulosa que siempre intentaba mantener a su hermana pequeña dentro de ciertos límites.
— Todo perfecto, Mari —mintió Julieta con una naturalidad pasmosa—. Nada nuevo que contar.
Marco se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos con la precisión de un militar inspeccionando un terreno minado. Sus ojos, del color del whisky añejo que guardaba en un mueble bar intocable, seguían cada movimiento de Julieta como un halcón observando a un ratón travieso.
Julieta, ajena a su escrutinio, comenzó a sacar cajas como si estuviera desenterrando un tesoro. La primera caja crujió al abrirse, liberando un aroma a pintura y papel viejo que hizo fruncir la nariz a Marco.
— ¡Mira! —exclamó ella, sosteniendo en alto un libro de diseño gráfico tan maltratado que parecía haber sobrevivido a un apocalipsis—. Mi biblia del diseño.
Las páginas estaban llenas de notas garabateadas en los márgenes, post-its de colores chillones sobresaliendo como lenguas burlescas, algunas páginas dobladas con tal violencia que parecían haberse rendido ante la creatividad de Julieta.
— ¿Eso es un libro o un campo de batalla? —murmuró Marco.
Ignorándolo, Julieta continuó su excavación arqueológica. Un set de acuarelas apareció, con los pinceles manchados de colores que jamás habían sido parte de una paleta oficial, y tubos de pintura aplastados como si hubieran sido víctimas de un ataque de pánico creativo.
— Mis herramientas de trabajo —declaró, guiñándole un ojo.
Un ruido metálico llamó la atención de Marco. Julieta extrajo una lámpara que hizo que su mandíbula se tensara. Era un dinosaurio de cerámica, de un verde chillón que parecía haber sido diseñado por un niño de cinco años con un ataque de adrenalina. El cable estaba enrollado de manera caótica, como una serpiente que hubiera bebido demasiado café.
— ¿Eso es una lámpara o un experimento de arte moderno? —preguntó Marco, arqueando una ceja.
— Es mi amigo Rex —respondió Julieta, colocando al dinosaurio sobre una mesa de cristal con tanto cariño como si fuera un bebé.
Un pequeño ruido de cristal al chocar fue suficiente para que Marco contuviera la respiración. Rex no parecía respetar las zonas de no contacto que Marco había establecido meticulosamente en su sala.
Figuritas de cerámica aparecieron a continuación. Ninguna parecía haber salido de una tienda de decoración. Todas tenían ese aire de haber sido rescatadas de un mercadillo, con historias invisibles grabadas en sus irregulares superficies.
— Son mis recuerdos —explicó Julieta, colocando una figurita de un gato tuerto con una sonrisa que parecía más una mueca—. Cada uno cuenta una historia.
Marco observaba, hipnotizado y aterrorizado, cómo su mundo de líneas rectas y superficies pulidas era invadido por el universo caótico de Julieta.
— Esto —murmuró para sí mismo—, va a ser una guerra.
Y en el fondo de su garganta, muy en el fondo, algo parecido a una risa intentaba escapar.
— ¿Necesitas ayuda? —preguntó Marco, más por compromiso que por genuino interés.
— Tranquilo, abogado —respondió ella—. Soy una profesional del caos organizado.
Lo que Marco no comprendía era que para Julieta, "organizado" era un concepto tan flexible como un alambre de equilibrista. Sus espacios siempre parecían un desorden absoluto para los demás, pero para ella, cada objeto tenía un lugar y una historia.
El sol se deslizaba perezosamente por la ventana, tiñendo las paredes de un naranja quemado cuando Marco cruzó el umbral de su sanctasanctórum. Sus cejas, perfectamente arqueadas, comenzaron a bailar un vals de perplejidad.
Libros de cocina se amontonaban sobre la mesa de centro como torres inclinadas de Pisa culinario. Una manta de colores chillones —algo que jamás hubiera pasado la inspección del Marco de hace un mes— yacía dramáticamente desparramada, desafiando todas las leyes de la geometría y el orden. Plantas que nunca antes habían osado existir ahora respiraban orgullosas en macetas de cerámica desparejadas, sus hojas bailoteando con la complicidad del atardecer.
El blanco impoluto de las paredes había sucumbido ante una invasión de postales, dibujos y fotografías que parecían haber explotado cual piñata de recuerdos. Un par de zapatos de tacón descansaban despreocupadamente junto a sus mocasines impecablemente alineados, como si fueran dos especies de animales que hubieran decidido hacer las paces después de una larga guerra territorial.
Marco se quedó paralizado, su mano aún en el pomo de la puerta. Los músculos de su mandíbula comenzaron a bailar un tango de contención nerviosa. Era como si un tornado de creatividad hubiera pasado por su departamento, dejando a su paso no destrucción, sino una explosión de vida.
—Bienvenida a casa —murmuró, su voz un susurro que sonaba más a rendición que a saludo.
Julieta, sentada en medio de aquel caos cromático, le dedicó una sonrisa que prometía aventuras, desorden y una felicidad que Marco jamás había contemplado en sus años de perfecto y esterilizado orden.
Y Marco lo supo en ese momento: acababa de perder el control... y tal vez, solo tal vez, eso no era tan terrible como siempre había creído.
La sonrisa de Julieta le susurró al oído: "Querido, esto es solo el principio".
El caos, señoras y señores, acababa de mudarse.