Arim Dan Kim Gwon, un poderoso CEO viudo, vive encerrado en una rutina fría desde la muerte de su esposa. Solo su pequeña hija logra arrancarle sonrisas. Todo cambia cuando, durante una visita al Acuario Nacional, ocurre un accidente que casi le arrebata lo único que ama. En el agua, un desconocido salva primero a su hija… y luego a él mismo, incapaz de nadar. Ese hombre es Dixon Ho Woo Bin, un joven biólogo marino que oculta más de lo que muestra.
Un rescate bajo el agua, una mirada cargada de algo que ninguno quiere admitir, y una atracción que ambos intentan negar. Pero el destino insiste: los cruza una y otra vez, hasta que una noche de Halloween, tras máscaras y frente al mar, sus corazones vuelven a reconocerse sin saberlo.
Arim ignora que la mujer misteriosa que lo cautiva es la misma persona que lo rescató. Dixon, por su parte, no imagina que el hombre que lo estremece es aquel al que arrancó del agua.
Ahora deberán decidir si siguen ocultándose… o si se atreven a dejar que el amor, como los latidos bajo el agua, hable por ellos.
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De regreso a Tahití
Arim abrió los ojos antes de que el sol asomara. El reloj de su muñeca marcaba las 5:00 am exactas. El silencio de la casa era absoluto, interrumpido solo por el mar rompiendo suavemente contra la orilla.
A su lado, Dixon respiraba profundamente, parece un angelito indefenso, enredado entre las sábanas, con el pelo enmarañado cayéndole sobre la frente. Arim lo observó unos segundos, grabando la imagen en su memoria, antes de inclinarse y dejar un beso lento en su cabello.
Se levantó con cuidado, se duchó en el pequeño baño del ático y salió con una camisa ligera, todavía abotonándola. Dixon, medio dormido aún, se sentó en la cama con su pijama de ositos, los ojos hinchados de tanto llorar de placer.
—Ya te vas… —dijo con voz ronca, entre reproche y ternura.
Arim se detuvo en la puerta. No pudo evitar sonreír al verlo así, tan marcado, visiblemente adolorido, tan suyo en esa intimidad.
—Tengo que bajar a preparar las cosas de Sakura. El vuelo sale temprano —respondió, acercándose para acariciarle la mejilla.
Dixon sujetó su muñeca, sin soltarlo.
—¿Me vas a llamar? —preguntó Dixon, como si la respuesta definiera todo.
Arim inclinó la cabeza y lo besó despacio, prometiendo en cada roce lo que ya había dicho la noche anterior.
—Cada vez que pueda. Y cuando vengas a Tahití al acuario, o yo venga a Bora Bora… quiero que me lo digas si vienes. Estaré allí, aunque tenga que nadar hasta ti.
—Dame tu número.
—Espera un momento. Buscaré mi teléfono y así guardo el tuyo.
Dixon, busca su teléfono y le marca. Comparten información.
—No tienes que acompañarme. Descansa y cuida tu cuerpo.
Dixon rio bajito, avergonzado, se puso de pie y se abrazaron por un momento, luego se besaron suavemente, Dixon se quedó de pie en el marco de la puerta, mientras lo veía alejarse.
—Te veré pronto.
—Eso espero. Pero puedes venir a despedirnos al aeropuerto, cuando amanezca. Aunque debes ponerte algo que cubra mis marcas.
—Me duele que lo digas en voz alta. Tú eres el único culpable.
Arim asintió y luego bajó las escaleras con pasos seguros, pero en su pecho se mezclaba la calma con la ansiedad. Entró a la habitación donde Sakura dormía tranquila, abrazada a un peluche, con los labios entreabiertos en un sueño pacífico.
Se sentó en la orilla de la cama, acariciando con cuidado su cabello.
—Mi pequeña… —susurró—. Solo espero que cuando llegue el momento, puedas aceptar a Dixon. Él es… diferente. Es bueno, y quiero que lo conozcas de verdad.
El corazón de Arim se apretó. Entre el deber de padre y el deseo de hombre, estaba apostando todo a un equilibrio que no sabía si lograría.
Pero esa mañana, al mirar a su hija dormir, decidió que valía la pena intentarlo.
El cielo estaba apenas aclarando cuando la camioneta de Dixon se detuvo en la pista privada. El rugido de las hélices ya resonaba en el aire: uno de los aviones de Arim los esperaba, imponente, con la tripulación lista para abordar.
Sakura, con su mochilita colgada al hombro, sostenía la mano de su padre con total normalidad. Pero sus ojos se movían con curiosidad cuando notaba que la otra mano de Arim permanecía entrelazada con la de Dixon. Ninguno de los dos parecía querer soltarla.
Dixon tragaba saliva a cada paso. No era la primera vez que despedía a un cliente en el aeropuerto, pero jamás se había sentido así: como si dejara ir un pedazo de sí mismo.
Cuando llegaron frente a la escalerilla del avión, Arim se giró hacia él. Los ojos de ambos brillaban con una mezcla de dulzura y nostalgia.
—Te llamaré —dijo Arim, bajando la voz—. Y cuando vayas de Bora Bora a Tahití, al acuario… no me dejes fuera, te lo advierto. Avísame. Quiero estar contigo, podemos cenar algo ir a algún museo.
Dixon sonrió con timidez, asintiendo.
—Lo haré.
Hubo un silencio cargado de todo lo que no podían decir allí, delante de la niña y la tripulación. Entonces Arim lo abrazó fuerte, con un calor que parecía eterno, como si quisiera grabar en su memoria la forma de ese cuerpo contra el suyo. Dixon se aferró igual, respirando el olor de su camisa, temiendo que fuera la última vez.
—Adiós Dixon.
—Adiós, pequeña.
Se abrazan.
Sakura jaló suavemente la manga de su padre.
—Papá, vamos… volveremos pronto—dijo con voz adormilada.
Arim le sonrió, la cargó en brazos y empezó a subir los escalones. Antes de entrar al avión, volvió la mirada hacia Dixon.
—No te olvides, delfín —dijo con media sonrisa—. Yo sí volveré.
Dixon se quedó allí, inmóvil, viendo cómo la puerta se cerraba y el avión empezaba a moverse por la pista. Una brisa levantó su pijama ligero bajo la chaqueta, y él se abrazó a sí mismo. No sabía cuánto tardaría en volver a verlo, pero algo dentro de él ya no podía negarlo: lo estaba esperando.
El avión privado se elevaba con calma, rompiendo la oscuridad de la mañana. Abajo, Bora Bora quedaba atrás, iluminada por una vista maravillosa de corales y delfines que parecían maravillas atrapadas en la tierra. Desde la ventanilla, Sakura apretaba la nariz contra el cristal, fascinada como siempre, mientras Arim la observaba en silencio.
La niña tenía esa manera especial de contemplar el mundo, como si cada cosa guardara un secreto. Y aunque él estaba cansado, con el cuerpo tenso por la despedida y el corazón latiéndole demasiado rápido tras ese último abrazo con Dixon, no podía dejar de sonreírle.
—¿Te gusta cómo se ve todo desde aquí arriba? —preguntó, acomodándole un mechón de pelo detrás de la oreja.
Sakura asintió, sin despegar los ojos de la ventana.
—Es como si voláramos dentro de un sueño.
Arim rió bajito.
—Un sueño caro —bromeó, intentando relajar el ambiente, aunque en el fondo sentía ese vacío extraño que solo Dixon había logrado encender.
El recuerdo de su mano entrelazada con la de él en la pista lo perseguía y encima ese abrazo. No había querido soltarlo, y la niña lo había notado. Lo sabía, porque lo miraba con esa picardía silenciosa que a veces lo dejaba sin palabras.
Durante unos minutos, reinó el silencio. Solo se escuchaba el ronroneo de los motores y la respiración tranquila de la niña. Arim se recostó en el asiento, cerrando los ojos un momento. Estaba entre el cansancio y la necesidad de pensar. Pero entonces escuchó su voz, suave, con un tono distinto al habitual.
—Papá…
—¿Sí, pequeña? —respondió, abriendo los ojos de inmediato.
Sakura se giró hacia él. Sus ojitos reflejaban la luz tenue de la cabina, y en ellos había algo que lo inquietó: una mezcla de fragilidad y decisión.
—Ya no tengo visiones. Ni veo a mamá ni a los fantasmas.
Arim parpadeó, sin comprender al instante.
—¿Cómo que no?
Ella bajó la mirada hacia sus manos, jugueteando con el borde de la manta que la cubría.
—Antes… siempre veía cosas. A mamá… a veces hablaba conmigo. Era como si ella no quisiera irse. Pero ahora… ya no está. Ni en mis sueños, ni cuando cierro los ojos.
El silencio lo golpeó.
Arim se quedó quieto, como si alguien le hubiera arrebatado el aire.
—¿Desde cuándo? —preguntó con cuidado, su voz temblando un poco.
—Desde que te vi con Dixon. —La niña lo dijo tan simple, tan honesta, que le dolió más.
Él frunció el ceño.
—¿Qué tiene que ver Dixon con esto?
Sakura levantó la cabeza, y sus palabras salieron con una claridad que no parecía de niña.
—Creo que mamá ya no necesita quedarse aquí, papá. Como si se hubiera ido de verdad, porque tú ya no estás solo ni yo tampoco. Creo que a ella le agrada Dixon.
Arim tragó saliva. El pecho le dolía, como si una piedra lo aplastara desde dentro.
—Pequeña… —murmuró, tomándola en brazos—. Eso no significa que olvidemos a mamá. Ella siempre será parte de ti, de nosotros.
Sakura apoyó la cabeza en su hombro, con la calma de quien acepta una verdad difícil.
—Lo sé. Pero ya no la veo. Y eso está bien.
Arim cerró los ojos fuerte, apretando a su hija contra su pecho. Había esperado tanto tiempo por un signo de que las visiones se detendrían, que ella pudiera descansar de eso… pero ahora que lo escuchaba, lo único que sentía era vacío. Como si la hubiera perdido de nuevo.
Y sin embargo… dentro de ese dolor había otra cosa: alivio.
Por primera vez en años, pensó que podían seguir adelante sin fantasmas. Que tal vez ese capítulo doloroso estaba cerrando, aunque no del todo.
—Tu mamá estaría orgullosa de ti —le dijo con un nudo en la garganta—. Lo que tienes es un corazón fuerte, Sakura.
Ella no respondió. Solo se acurrucó más, y el cansancio la fue venciendo poco a poco.
Arim la observó quedarse dormida, con las pestañas largas descansando sobre las mejillas, respirando tranquila. Su niña. Su razón de seguir.
Pero cuando ya no pudo sostener las emociones, se dejó caer contra el respaldo y cubrió su rostro con una mano. El recuerdo de Dixon lo invadió de nuevo. La forma en que lo miraba, como si de verdad lo entendiera. La calidez de su piel, el beso robado, la ternura en medio del deseo.
No debía pensar en él así, no tan pronto, no con el dolor aún fresco… pero no podía evitarlo. Dixon era un torbellino que había llegado a su vida sin pedir permiso, y ya no sabía cómo sacarlo de su mente.
La mañana avanzaba. Afuera, el sol bañaba las nubes con un resplandor dorado. Dentro de la cabina, solo se escuchaba el murmullo constante del avión.
Arim no podía dormir.
Se levantó con cuidado, dejando a Sakura en el asiento reclinable, y caminó hacia el pequeño bar. Sirvió un vaso de agua, pero en lugar de beberlo de inmediato, se quedó observando el reflejo tembloroso del líquido.
Pensó en sus padres en su amigo. En todo lo que había arrastrado hasta aquí. Había sobrevivido a negocios turbios, a pérdidas, a noches interminables de soledad. Había criado a Sakura solo, con la sombra de su esposa flotando entre ellos.
Y ahora… Dixon.
Se permitió una sonrisa, aunque amarga. ¿Qué tenía ese delfín testarudo que lo hacía sentir vivo de nuevo?
—Eres un maldito peligro, Dixon —murmuró en voz baja, como si hablara consigo mismo.
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