Haniel Estrada ha logrado obtener su título oficial de detective de la policía tras los eventos ocurridos en contra de su ahora muerto padre.🕵️♂️
Ahora como el tutor de su hermana adolescente y de la hija del detective Rodríguez, debe dividir su tiempo entre ser "Padre" y su pasión, pero toda felicidad tiene su fin.🙃
Su medio hermano Carlos ha jurado venganza en contra de Haniel y sus protegidas por la muerte de su padre y promete ser el próximo asesino serial y superar a su padre😬
¿Podrá Haniel proteger a sus seres queridos y evitar tantas muertes como las que ocurrieron antes?💀
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LA CRUDA REALIDAD DE LA SORPRESA
Siguieron caminando sin prisa por la avenida principal del campus; los edificios de ladrillo tradicional parecían absorber el calor de la tarde. Haniel mantenía la carpeta apretada contra el pecho, como si en ella ya llevara la dirección de la próxima pieza del rompecabezas. Erick andaba a su lado, más inquieto que de costumbre, con la mirada haciendo barridos por cada puerta y cada rostro que se cruzaba.
—La biblioteca, luego el director —dijo Haniel en voz baja—. Sin ruido. Quiero que esto parezca una consulta normal, no una redada.
Erick asintió, aunque su pie marcaba un ritmo que delataba su impaciencia. Los pasillos olían a tiza y a café lejano; estudiantes se agrupaban en grupos, discutían trabajos, reían. Todo ese mundo seguía moviéndose con su ritmo indiferente a la violencia que los había traído hasta allí.
Entraron en el edificio de la facultad de Ciencias Sociales con la calma calculada de quienes saben exactamente qué buscan. La secretaria los ubicó enseguida; al decirles que venían del condado y que querían hablar con el director por el caso de la chica, la puerta del despacho se abrió en cuestión de minutos.
El director, un hombre de mediana edad con gafas de montura fina y una corbata imperturbable, los recibió sentado tras su mesa. El despacho tenía estanterías repletas de libros, diplomas enmarcados y dos sillas frente al escritorio. Encendió una lámpara de escritorio y dejó que la luz volviera la sala más íntima.
—Señores —dijo con voz diplomática—. Me han comentado que vienen por el asunto de la estudiante. Lamento lo sucedido. ¿En qué puedo ayudarles?
Haniel dejó la carpeta sobre la mesa, abrió la tapa con decisión y extendió una de las fotos de la autopsia.
—Necesitamos hablar con quien llevaba el expediente de la chica —dijo sin rodeos—. Su historial de tutorías, notas de la orientadora, cualquier registro de que ella hablaba de sentirse amenazada o de un exnovio problemático.
El director se tensó un poco; sus dedos tamborilearon sobre la madera del escritorio. La protección de la confidencialidad era una línea que los campus solían defender con uñas y dientes, especialmente cuando se trataba de menores. Pero hubo algo en la mirada de Haniel, en la manera en que sostenía la foto, que no admitía evasivas.
—Hay protocolos —comenzó—. No puedo entregar expedientes privados sin una orden judicial.
Erick, incapaz de contenerse, intervino con impaciencia contenida.
—Entendemos los protocolos, señor. Pero aquí hay una mujer muerta y la versión oficial es un accidente. Si hay algo en esos registros que pueda señalar una amenaza —un patrón, un nombre—, ¿no cree que es justo para la familia y para la investigación que lo conozcamos? No estamos aquí para vulnerar a nadie; solo para encontrar la verdad.
El director los miró: la conversación lo obligaba a balancearse entre la letra fría de la ley y el peso humano de la solicitud. Respiró hondo y, finalmente, asintió.
—Déjenme consultar con la responsable de Orientación. Pueden esperar en la sala.
Cuando la orientadora —una mujer joven, de voz serena y mirada profesional— apareció, se notó menos reacia. Hablaron en un tono más íntimo. Ella explicó, a regañadientes, que existían limitaciones, pero también confesó que la joven había acudido en más de una ocasión a la consulta por problemas personales: ansiedad, miedo, y en unos apuntes de seguimiento había referencias a una relación que la hacía sentir perseguida.
—No puedo entregarle el expediente íntegro —dijo la orientadora—. Pero puedo revisar las notas y, en caso de que haya algo relevante para una investigación criminal, redactar un resumen y proporcionar datos de contacto que conduzcan a pistas.
Haniel asintió. No quería pelear sobre formalismos. Quería lo que importaba: información accionable.
La orientadora se retiró unos minutos y volvió con una carpeta pequeña y sellada. La abrió con cuidado y les mostró extractos anotados a mano, párrafos subrayados, fechas y una mención que resonó en el aire como un latido.
—Aquí —dijo, señalando—. A finales del semestre pasado la chica mantuvo varias sesiones donde habló de un exnovio que la controlaba y la acosaba. Lo describió como alguien “celoso, controlador, que no aceptaba el cierre” y comentó que él trabajaba en el condado y que había tenido amenazas veladas por mensajes y llamadas. Puso nombre y apellido en una sesión confidencial, pero aquí lo dejo en el acta con las iniciales: M. R.
Erick tragó en seco. —¿M. R.?
—Así lo anoté para protegerla —respondió la orientadora—. Ella decía que le daba miedo. Que él la buscaba en la calle, que la seguía. También mencionó episodios en los que la había obligado a borrar conversaciones y a no acudir a clases si él no lo permitía.
Haniel inclinó la cabeza, evaluando. Las iniciales le provocaron algo parecido a una corriente eléctrica en la nuca. Rodríguez. El nombre le llegó con resonancias antiguas, decisiones pasadas, sombras que se tejían entre generaciones.
—¿Tiene dirección? —preguntó finalmente.
La orientadora dudó, luego abrió otro folder y señaló una hoja donde aparecía un domicilio, antaño consignado como “dirección relacionada” en anotaciones de seguimiento: una casa en el lado oeste del condado, en un vecindario modesto. Junto a la dirección había una observación: “No estudia ya en la universidad; empleo en taller mecánico. Contactos esporádicos. Riesgo de confrontación.”
—Eso es todo lo que puedo decir sin orden judicial —explicó—. Si hay una investigación en curso y ustedes la solicitan formalmente, podemos facilitar las copias necesarias.
Haniel asintió con la cabeza, recogió la hoja y la deslizó dentro de la carpeta. No necesitaba más formalidades: la pista estaba clara.
—Nos basta por ahora. Gracias. —Se puso de pie—. Si encuentran algo más, por favor contáctennos.
La orientadora asintió, con los ojos húmedos. Sabía que había entregado un hilo muy delicado; también sabía que lo oculto pocas veces quedaba encerrado para siempre.
Al salir del despacho, la luz del pasillo les golpeó con fuerza. Erick caminó a su lado, la adrenalina ya a punto. No perdió tiempo.
—Un taller mecánico —dijo—. Un tipo que trabaja solo. Clasificación: riesgoso. Perfecto.
—Riesgoso o simplemente… obvio —repuso Haniel—. Si ella lo nombró y temía por su seguridad, es porque algo real había ocurrido. No es casualidad que lo encontremos ahora.
Se dirigieron al coche con la dirección marcada. En el viaje hacia el sector oeste el paisaje cambió: menos jardines cuidados, más fachadas gastadas y calles con parques infantiles donde se acumulaban hojas. El aire parecía cobrar un tono más áspero, como si el condado dejara caer su máscara conforme se aproximaban al origen de la pista.
Cuando llegaron a la cuadra, Erick le pasó la hoja a Haniel. La casa indicada era modesta: un frente de ladrillo, un portón metálico que crujía si se empujaba, y un coche con la pintura desconchada estacionado en la entrada. Nadie a la vista.
—Bien —dijo Haniel, controlando la calma—. Bajemos con discreción.
Se acercaron por la acera lateral, ojos abiertos, manos listas. La puerta principal estaba entreabierta. Un perro ladró brevemente en la distancia; luego el silencio.
Erick inspeccionó la ventana delantera y, con cuidado, asomó la cabeza. El interior era breve: herramientas colgadas, una mesa de trabajo, piezas de metal por doquier. En una esquina, una chaqueta con manchas de grasa colgada en una silla.
—Vive aquí —murmuró Erick—. No es un escondite; es una casa de pueblo con un taller pegado.
Haniel sacó su teléfono y tecleó rápido. Mandó la ubicación a la central y dejó una nota mental para solicitar una orden si hacía falta. Pero primero, prefirió intentar comprobar por las vías abiertas: tocar, hablar, observar.
Golpearon la puerta con firmeza. No obtuvo respuesta. Haniel empujó el pomo; la puerta cedió un poco, y un olor denso a aceite y café viejo les golpeó la cara. Entraron con cautela.
El silencio del interior les respondió con un zumbido metálico. En la mesa, entre facturas y latas de tuercas, había un cuaderno abierto con anotaciones que, al acercarse, parecían ser más personales: frases cortas sobre discusiones, nombres intercalados con números de teléfono, y una palabra repetida: “control”.
—Esto podría ser exactamente lo que necesitamos —dijo Haniel—. Fotografía todo. No toques nada más.
Erick obedeció, la cámara del móvil capturando cada página. En una de las hojas había una dirección antigua de la chica, tachada, como si él la hubiera visitado. Otra anotación, con tinta fina, decía: “Ella me dejó. No la dejo ir.” La caligrafía era firme, sin duda de alguien acostumbrado a mano rápida, no a la delicadeza de un poeta.
Haniel sintió un malestar frío en el estómago. No era solo el rastro de la rabia; era la certeza de que estaban ante alguien con capacidad de perseguir y destruir.
—Llamo a la central —dijo—. Que manden a un par de patrullas y a Protección Civil. Si este hombre es el que acoso a la chica, lo queremos localizado. Pero con orden, procedimiento y precaución. No lo provoquemos sin saber.
Erick asintió, con el ceño fruncido. Afuera, el condado seguía con su fachada de pueblo limpio. Dentro de la casa, entre papeles y herramientas, la historia de la víctima tomaba forma: alguien que fue marcado por sus propios temores y que dejó pistas, sin saber que esas pistas serían ahora la cuerda que los llevaría hasta quien la había convertido en blanco.
Mientras esperaban por la confirmación de apoyo en la central, Haniel guardó el cuaderno fotográfico en su carpeta. La pieza encontrada en la universidad —las notas de la orientadora— y la evidencia en el taller del exnovio empezaban a encajar. No era una línea recta todavía, pero la dirección quedaba clara.
—Si esto es lo que parece —murmuró Erick, con voz baja—, no será fácil. Este tipo no es un novato.
—Nadie en este tablero lo es —replicó Haniel—. Pero tenemos algo que ellos no: no estamos jugando con la idea de la muerte; buscamos la verdad. Y eso, a la larga, pesa más que cualquier intento de manipulación.
La radio del móvil de Haniel vibró: la central confirmaba el envío de una patrulla y aconsejaba esperar la orden formal. Fueron minutos de tensión medible hasta que vieron luces lejanas que se acercaban por la calle. Haniel respiró y miró a Erick.
—Listos —dijo—. Y si esto se complica, establecemos perímetro y no dejamos que nadie salga.
Se quedaron en la casa del hombre, vigilando la puerta entreabierta, sabiendo que cada segundo los acercaba más a una posible confrontación. Afuera, el condado seguía su falsa calma; adentro, las piezas se movían con decisión hacia un punto de colisión.
La noche estaba pesada, como si las nubes hubieran descendido para aplastar la ciudad con su silencio. Sofía llegó a la casa con el corazón enredado de dudas, el eco de las palabras cifradas aún revoloteando en su mente como moscas insistentes. Apenas puso la mano en la perilla de la puerta, un escalofrío recorrió su espalda.
Entró. El aire olía a encierro y a algo metálico, como hierro oxidado. Las luces tenues apenas iluminaban la sala. Y allí estaba Jessica.
De pie, en medio del cuarto, con los hombros rígidos y los ojos vidriosos. En sus manos, una pistola semiautomática brillaba bajo la luz del foco.
—Jes… —susurró Sofía, casi sin voz.
Jessica la miró como si la odiara y la necesitara al mismo tiempo. Su respiración era irregular, los labios le temblaban.
—Me mentiste, Sofía —dijo con un hilo de voz que pronto se quebró en un grito—. ¡Me ocultaste la verdad! Haniel mató a mi papá. ¡Tú lo sabías!
Sofía sintió que el piso se hundía bajo sus pies. Dio un paso adelante, con las palmas abiertas, intentando acercarse.
—No es como piensas, Jessica… Yo… yo tampoco entendía todo. Pero lo que haces ahora no te va a dar respuestas. Solo te va a quitar más de lo que ya perdiste.
La niña apretó más fuerte la pistola. Sus brazos pequeños temblaban, pero no la soltaba.
El silencio fue roto por un timbrazo abrupto. El teléfono fijo en la sala vibraba como si la misma casa despertara. Sofía, con cautela, tomó el auricular.
La voz que salió al otro lado la heló hasta los huesos. Grave, burlona, venenosa.
—Excelente, Sofía —dijo Carlos, sin necesidad de nombrarse—. Lo lograste. Encontraste a la persona que quiere vengarse de tu hermano. Has ganado el juego.
Sofía cerró los ojos un segundo, conteniendo el temblor que le recorría el cuerpo.
—¿Qué quieres de nosotras? —preguntó con un tono que no logró ocultar su miedo.
Carlos rió suavemente, un sonido seco que se clavó en la sala.
—Ahora todo depende de tu hermana… Si vives o no será decisión de ella. Ese será el precio de ocultar la verdad.
La línea se cortó de golpe, dejando un pitido interminable que quemaba los oídos. Sofía bajó el auricular con lentitud.
Jessica la seguía apuntando, con lágrimas que caían sin descanso, con un mar de dudas reflejado en su rostro infantil.
Sofía sintió cómo cada segundo se alargaba, el tiempo detenido entre el temblor de los dedos de Jessica y la pistola que la tenía en la mira.
Perfecto —voy con la escena como la pediste. La dejo intensa, sensorial y con el corte dramático: sin instrucciones técnicas sobre el artefacto, todo narrado para mantener la tensión y el impacto emocional.
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La casa del exnovio estaba en silencio, apenas rota por el zumbido lejano de la ventilación y el chirrido ocasional de una reja. Haniel y Erick aguardaban en el umbral, las linternas apagadas por prudencia; la noche parecía haberse tragado hasta el sonido de sus propios latidos. Afuera, a lo lejos, se veía la luz azul de una patrulla acercándose con parsimonia: la orden ya venía en camino.
—Minutos —murmuró Erick, apretando la carpeta donde había guardado las fotos—. No quiero que entre nadie más hasta que tengamos la orden.
Haniel asintió, la mandíbula apretada. Había algo en la casa que le olía a falso: demasiada facilidad, como si alguien quisiera que fueran hasta allí. Se apoyó en el marco de la puerta y miró la fachada, repitiéndose mentalmente cada una de las piezas que habían encontrado hasta entonces.
Un crujido seco les llegó desde el interior. Una voz, baja y clara, cortó el aire:
—Entren.
Erick no dudó. Con la confianza del que cree que todo está controlado, cruzó el umbral y avanzó por el pasillo con la pistola en mano. Haniel, que había ido a cerrarle la comunicación en la radio, se quedó con el móvil en la mano cuando sonó. El identificador marcaba un número desconocido; por un segundo pensó en ignorarlo, pero algo en el tono de la llamada anterior y la urgencia que sentía le obligaron a contestar.
—¿Erick? —dijo al oído, y su voz sonó apacible, demasiado apacible.
—Contesta, ten cuidado —le dijo Haniel por el radio, en un susurro. Pero el canal estaba estático; Erick había avanzado demasiado dentro de la casa.
La llamada conectó. Al otro lado la voz era la misma que había urgido movidas, que había dejado pistas con la precisión de un cirujano:
—Han pasado cinco años, Haniel —dijo Carlos, como si saludara a un viejo conocido—. Te recuerdo? Ahora la partida llegó a su jaque mate.
Haniel sintió un frío que no fue del viento. Miró la puerta entreabierta, vio la sombra de Erick desvanecerse entre la penumbra. La voz continuó, con un tono que simulaba admiración:
—Has hecho tu trabajo y ellas han obedecido de la mejor manera. Pero ahora depende de tu hermana. ¿Vas entendiendo la magnitud del tablero? —hubo una pausa que hizo temblar al teléfono—. Estaba en la casa aquella noche instalando cámaras, micrófonos… ustedes nunca notaron nada. Podría ponerte el video en vivo, pero sería demasiado sencillo. Mejor escucha: hay un sonido que quiero que oigas. —
Haniel pegó el móvil a la oreja con fuerza. En silencio, la voz de Carlos comenzó a reproducir, como a través de un altavoz, un hilo de audio: pasos, una respiración angustiada, un sollozo. Luego, una palabra que rompía el hilo: click. Haniel escuchó con la nuca erizada; en la línea le llegó otro fragmento, más claro, la voz temblorosa de una niña:
—No me dejes, Sofía… —se oyó, corta, y el pulmón de Haniel pareció caer con ella.
—Jessica está a punto de apretar el gatillo —dijo Carlos, sin prisa—. Si ella lo hace, y si tu hermana cae, entenderás que el precio de ocultar verdades es esto. Y no te equivoques: tú también estás en peligro si te acercas demasiado.
Haniel no pudo contener un gruñido. —¿Qué has hecho con Erick? —farfulló.
—¿Erick? —la voz se inclinó hacia la burla—. Está en el centro de mi atención. Será un espectáculo. Disfruta la función, inspector.
En el interior de la casa, Erick había avanzado hasta una habitación lateral. Le pareció ver a alguien de pie, de perfil, junto a la ventana: la figura era ancha en el pecho por el chaleco que llevaba, los dedos aferrados a lo que parecían una caja de control. El intruso no había levantado el arma; en su lugar, sonreía con calma, como quien espera que el reloj marque la hora.
—¿Quién está ahí? —preguntó Erick con valentía. Nadie respondió. En el silencio, una voz próxima y fría pronunció:
—Has caído en la trampa, estúpido.
Erick dio un paso atrás, el asombro pintando su cara. Intentó disparar, pero la sorpresa le arrebató el tiempo. El hombre se inclinó apenas, y con un movimiento mínimo dejó una mano sobre un pequeño panel adherido a su chaleco. No hubo explicación; el gesto fue suficiente.
Desde la línea telefónica Haniel escuchó un chasquido mecánico, seco y definitivo. Antes de que su cerebro pudiera procesarlo, un rugido borró todo lo demás: la casa estalló en una lengua de fuego y metal. Vidrios, madera y polvo volaron en un arco brutal; la onda de presión azotó la calle como una palma gigante. Haniel fue lanzado hacia atrás, el móvil le saltó de la mano, la voz de Carlos cortándose en un hilo de estática.
El mundo estalló en ruido y luz. El impacto lo derribó sobre la acera; los oídos le dolieron, y por un segundo el mundo se volvió lento y brillante. Se incorporó a trompicones, la ropa llena de hollín, las manos temblorosas intentando localizar a Erick entre la nube de polvo. No había más voz por radio, sólo sirenas ahogadas a lo lejos y un calor que lamió su cara.
En medio del humo, algo más penetró su conciencia: un único disparo, claro y seco, distinto al estruendo. En su mente, las piezas encajaron con brutal rapidez, como si alguien hubiera puesto el tablero frente a él y empujado la última ficha. La voz de Carlos, todavía fresca en sus oídos, le había dicho que Jessica estaba a punto de disparar. La detonación lo separó del lugar, pero el tiro que escuchó le pareció venir de la casa donde Sofía había quedado sola —la casa que él no pudo alcanzar ni en ese segundo—.
Con el corazón desbocado, con los pulmones llenos de ceniza, Haniel creyó lo inevitable: Jessica apretó el gatillo. Sofía… Sofía había caído.
Un grito ahogado le escapó y lo arrastró a correr, cojeando, al auto. No había tiempo para procesar. Detrás de él, la estructura de la casa seguía vomitando fuego y sombras. La escena se le volvía a borros: la magnitud de la trampa —la de Carlos—, la pérdida de Erick, el disparo que resonaba como sentencia.
Cuando arrancó el vehículo y se lanzó por la calle, las luces de emergencias ya pintaban de rojo y azul el aire. Haniel apretó la mandíbula, con la certeza helada de quien sabe que todo lo que creía haber controlado se desmorona en manos de alguien que siempre estuvo un paso por delante.
CONTINUARÁ.......