Arthur O'Connor, un joven acostumbrado al lujo y a que todo se rinda ante su fortuna, a un exclusivo barrio en un pequeño pueblo. Con su mirada arrogante y su mundo perfectamente estructurado, está seguro de que el cambio no será un desafío para alguien como él. Sin embargo, todo su esquema se tambalea al bajar del carro y encontrarse con Margareth, una joven humilde, de risa fácil y una alegría que parece contagiarlo todo. Margareth, junto a su abuela, reparte mermeladas y tartas caseras por el vecindario, convirtiéndose en el alma del barrio con su espíritu caritativo y juguetón.
Para Arthur, ella es un desafío tan irresistible como desconcertante. Está convencido de que su dinero y su encanto serán suficientes para ganarse su atención. Sin embargo, Margareth, con su corazón puro y libre, no es alguien que pueda comprarse.
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Capitulo 20
Cuando acepté casarme con Arthur, jamás imaginé la magnitud de la familia que estaba a punto de conocer. Había escuchado algunas historias, pero nada me preparó para lo que me esperaba el día de nuestra boda.
La primera impresión llegó con sus padres. Liam O’Connor, un hombre imponente, de cabello rubio y ojos grises que parecían atravesar a cualquiera con solo una mirada. A pesar de su apariencia seria, su voz era cálida cuando me dio la bienvenida a la familia. Collet, su esposa, era una mujer amable, con cabello castaño y un rostro que irradiaba dulzura. Me tomó de las manos y me dijo:
—Eres más hermosa de lo que Arthur describió, querida. Estoy tan feliz de que estés aquí.
Luego, conocí al hermano mayor de Arthur, Anthony. Era el vivo reflejo de su padre, con una postura firme y la misma mirada penetrante. Aunque serio al principio, me dedicó una sonrisa que me hizo sentir más cómoda.
—Bienvenida a la familia, Margareth. Arthur tiene buen ojo —dijo con un tono que no supe si era broma o cumplido.
Después vino Violet, la segunda hija de los O’Connor. Era una copia exacta de su madre, desde el cabello castaño hasta la forma en que sonreía. Me abrazó como si nos conociéramos de toda la vida.
—Arthur nunca trae a nadie, así que esto es especial. Espero que nos llevemos bien.
Y entonces llegó Caroline, la más pequeña de los O’Connor, con apenas 13 años. Su cabello rubio y ojos brillantes la hacían parecer un ángel. Me miró con curiosidad antes de decir:
—¿Eres de verdad su esposa? Porque yo pensaba que Arthur nunca se casaría.
Solté una carcajada, sin saber cómo responder, pero me ganó con su inocencia.
Sin embargo, lo que más me sorprendió fue conocer a Trevor. No sabía que Arthur tenía un gemelo, y menos uno tan diferente a él. Trevor era carismático, siempre con una sonrisa y una actitud relajada que contrastaba con la seriedad de Arthur.
—Así que tú eres la famosa Margareth —dijo mientras me estrechaba la mano con entusiasmo—. No puedo creer que alguien haya logrado que Arthur sentara cabeza. Mis respetos.
Me quedé mirando de un lado a otro, entre Arthur y Trevor, intentando procesar que eran idénticos físicamente, pero completamente opuestos en personalidad. Mientras Arthur observaba la escena con su típica expresión estoica, Trevor no dejaba de bromear y hacerme reír.
—No te preocupes, querida . Si Arthur alguna vez te aburre, yo estaré aquí para animarte —dijo Trevor, guiñándome un ojo.
Arthur le lanzó una mirada que podría haber congelado el fuego, pero yo no pude evitar reír.
—Gracias, pero creo que con Arthur tengo suficiente emoción por ahora —respondí, intentando calmar la tensión.
- Creo que al fin tuviste una buena idea hermanito .- Trevor le dió un empujoncito a Arthur .- También me mudare a un pueblito quizás encuentre mi verdadero amor igual que tú .
A lo largo del día, fui conociendo más detalles sobre cada uno de ellos. La familia O’Connor era grande, cálida y llena de contrastes, pero en ese momento, mientras Arthur me miraba con esos ojos llenos de amor, supe que había encontrado mi lugar.
Narrado por Arthur
La boda fue sencilla, tal como lo había pedido Margareth. No deseaba una ceremonia ostentosa, ni una celebración llena de lujos. Solo quería estar rodeada de las personas que realmente la conocían, y que ella podía sentir cerca de su corazón. La iglesia no estaba adornada en exceso, solo algunas flores frescas, y el aire estaba impregnado de una calma profunda, como si el mundo alrededor hubiera hecho una pausa para permitirnos a los dos disfrutar de este momento tan significativo.
Margareth, en su vestido blanco, estaba radiante, pero su mirada era serena, tranquila. Parecía tan feliz como siempre, pero también un poco nostálgica. Y cuando llegó el momento de intercambiar los votos, sus ojos se iluminaron al decir "sí", y sentí cómo mi corazón latía con fuerza, como si pudiera escuchar el eco de su respuesta en todo mi ser. No necesitaba nada más para saber que ella era la persona con la que quería compartir mi vida.
Después de la ceremonia, mientras caminábamos juntos hacia nuestra nueva vida, ella me pidió algo. Me miró con esos ojos que reflejaban todas las emociones que había guardado durante tanto tiempo, y me pidió ir a despedirse de la casita donde había vivido. Aquella pequeña vivienda que había sido su refugio antes de que todo cambiara.
Cuando llegamos, y ella se detuvo frente a la puerta, algo en su interior pareció quebrarse, y no pude evitar ver cómo una lágrima rodó por su mejilla. Ella la dejó caer sin intentar detenerla, y, al ver su tristeza, supe que en ese momento estaba despidiéndose de un capítulo de su vida que nunca olvidaría.
—Siempre volveré, Arthur —dijo, con una voz suave, como si le estuviera hablando a la casa, a la vida que dejó atrás.
Me acerqué a ella, envolviéndola en mis brazos con la firme intención de consolarla. No necesitaba decir nada, porque sabía que las palabras no podían reparar lo que sentía en su alma. Solo la abracé, la sostuve con fuerza, y le dije, aunque de manera simple, lo que mi corazón le pedía:
—Ya todo estará bien, mi amor.
Ella me miró entonces, sonrió, esa sonrisa que solo ella podía regalar, llena de tristeza pero también de esperanza. Me sentí el hombre más afortunado del mundo al tenerla a mi lado.
Antes de irnos, Margareth recorrió la casa una vez más, como si guardara en su memoria todos los rincones, los pequeños detalles que marcaron su historia. Encontró una foto antigua de su abuela, junto con su madre y su padre, y, con cuidado, la metió en su bolso. Luego, con una sonrisa triste, recogió su conejo, ese pequeño peluche que había sido su compañero de tantas noches solitarias. La miré, sin palabras, pero comprendí que esas pequeñas cosas eran las que siempre estarían con ella, un vínculo con su pasado que nunca dejaría atrás.
Mientras nos alejábamos de la casita, Margareth en silencio, con el conejo en sus manos y la foto guardada cerca de su corazón, me di cuenta de lo mucho que había cambiado. Ya no era la misma joven que había llegado a este lugar, aquella que temía enfrentarse al mundo. Ahora, estaba conmigo, como mi esposa, y juntos íbamos a construir un futuro lleno de amor, de risas y de todo lo que jamás imaginó que tendría.
Y así, mientras caminábamos hacia el futuro, con el sol comenzando a ponerse a lo lejos, supe que a pesar de todo lo que habíamos dejado atrás, siempre estaríamos juntos, y ese sería el único lugar al que realmente quería volver.
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