Mucho antes de que los hombres escribieran historia, cuando los orcos aún no habían nacido y los dioses caminaban entre las estrellas, los Altos Elfos libraron una guerra que cambiaría el destino del mundo. Con su magia ancestral y su sabiduría sin límites, enfrentaron a los Señores Demoníacos, entidades que ni la muerte podía detener. La victoria fue suya... o eso creyeron. Sellaron el mal en el Abismo y partieron hacia lo desconocido, dejando atrás ruinas, artefactos prohibidos y un silencio que duró mil años. Ahora, en una era que olvidó los mitos, las sombras vuelven a moverse. Porque el mal nunca muere. Solo espera...
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La rueda incesante del destino
La batalla había terminado, pero no trajo alivio. Aún jadeantes, heridos, cubiertos de sangre y tierra, Samael y Vorn apenas podían mantenerse en pie. Y entonces, sin previo aviso, el mundo se oscureció.
Una presencia colosal, aplastante, emergió del vacío. El aire se volvió denso como plomo; cada respiración era un suplicio. La tierra crujía y se corrompía con cada uno de sus pasos. El hedor a magia oscura lo impregnaba todo, tan penetrante que hasta el alma parecía retorcerse. No era simplemente un enemigo... era el amo de todos los enemigos. La sombra que había torturado a Hazrral. La entidad que dio y quitó la vida a Judas como si fuera un peón descartable. El verdadero titiritero del tablero que los Señores del Abismo creían controlar.
—¿Qué… qué es esto? —murmuró Samael, su voz quebrada—. ¿Por qué no puedo moverme?
—Yo tampoco —susurró Vorn, con los ojos abiertos de par en par—. Mi cuerpo no me responde…
El ser oscuro avanzó, y con un tono grave y ancestral, habló:
—¿Saben quién soy? Soy la rueda incesante del destino. El principio y el fin. El lugar donde muere el sol… y nacen las sombras. Yo los he visto a todos: reyes, dioses, bestias y héroes. Vi nacer este mundo... y ahora lo reclamaré.
De su espalda emergió un arma antigua, luminosa y a la vez terrible: una lanza. Pero no cualquier lanza. Era la lanza de Yahveh, el arma sagrada buscada por generaciones de paladines.
—¿Sabes qué es esto, paladín? —dijo con burla en su voz mientras señalaba a Samael con el filo divino—. Tu pueblo la anheló durante siglos, soñando con su poder. Pero fue mía. Después de matar a tus señores, tus sagrados arcángeles... y de humillar a tu maestro, tomé esta lanza y los hundí en el barro. Ahora me sirven como lo que siempre fueron: peones.
Samael quiso gritar, insultarlo, alzarse con orgullo. Pero no logró más que un murmullo.
—¡Cállate, granjero! —bramó la sombra con desprecio. Y al instante, cadenas llameantes emergieron del suelo y lo arrodillaron con violencia. Provenían del mismo infierno.
Vorn intentó hablar, al menos maldecir, pero ni siquiera logró exhalar. El mismo destino lo alcanzó: postrado, en silencio, humillado.
—Ahora escuchen —prosiguió el Amo Oscuro—. Tomaré lo que me pertenece: mi libro, mi anillo y mi espada del Abismo. Y con la Danza de Yahveh conquistaré este mundo. Pero antes, debo deshacerme de ustedes… la piedra en mis zapatos.
Elevó la lanza, dispuesto a ejecutar la sentencia. Pero en el instante final, una ráfaga de energía lo detuvo. No era solo luz, ni solo oscuridad. Era algo más profundo: una oscuridad fusionada con un brillo celestial, envolviendo a los héroes como una última defensa sagrada.
El Amo Oscuro dio un paso atrás. Por primera vez… parecía sorprendido.
—Imposible… Esta magia no es suya. ¡Son simples mortales! —gruñó. Un leve humo se alzó de su brazo, quemado—. ¡Me han herido…! ¡No me herían así desde…!
Su mirada se perdió en el abismo de los recuerdos.
—La Guerra de los Eternos… —susurró.
Durante un momento, el silencio reinó. Luego, la voz del Amo Oscuro se tornó grave y peligrosa:
—Parece que hoy tuvieron suerte. Pero cuando mi vasallo orco los capture y recupere todo mi poder… les mostraré el verdadero infierno. ¡Juro que verán este mundo arder!
Y en un suspiro, desapareció.
Las cadenas se rompieron. Ambos jóvenes cayeron de rodillas, jadeando.
—Es… imposible… —dijeron al unísono, todavía atónitos.
Y entonces, de entre las sombras, surgió una figura familiar: Hefesto, el herrero legendario.
—No hay tiempo —gruñó con gravedad—. Este lugar ya no es seguro. Y no creo que tengan la misma suerte la próxima vez. Tomen estos víveres, y váyanse.
Samael se incorporó lentamente y, aún tembloroso, murmuró:
—Gracias, Hefesto… pero sin montura… ¿cómo huiremos?
Vorn lo miró, aún con el rostro marcado por la batalla, y con una media sonrisa dijo:
—Entonces empecemos a caminar. Necesito contactar con mi maestro. Tal vez… aún tengamos una oportunidad.
Y así, los jóvenes héroes, apenas adolescentes, agotados pero no vencidos, pusieron un pie delante del otro. El destino no les dio tregua. Pero ellos no retrocederían.
Porque la rueda incesante del destino… aún no había terminado de girar.
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