Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 20
El Emperador no regresó al salón tras el baile. No podía. El tacto suave de la mujer aún vibraba en sus dedos, y su perfume —ese aroma tenue a jazmín, tan sencillo y ajeno al lujo desbordante de la corte— aún lo seguía como un fantasma silencioso.
Eliana.
Caminó por uno de los corredores privados del palacio, los que solo él podía usar sin escolta. Había enviado a su sombra imperial a interceptar un posible asunto de Estado, pero en verdad solo quería estar solo. Pensar. Comprender.
Porque no era solo el vestido —aunque elegante en su sencillez— ni su forma de hablar, ni siquiera la manera en que sus ojos, pese a estar cargados de dolor, aún brillaban con vida. No. Era algo más.
Era la paz.
En un mundo donde todos querían algo de él —lealtad, poder, dinero, alianzas— Eliana no había querido nada. Ni sonrisas falsas, ni reverencias fingidas. Solo había estado allí. Honesta. Cauta. Humana.
Y él… se había sentido hombre, no emperador.
Se detuvo junto a una de las altas ventanas de mármol, desde donde se divisaba el jardín central. La noche se había apoderado del cielo con su capa de terciopelo estrellado. Abajo, una ligera brisa agitaba las ramas del rosal imperial. Recordó el roce de sus dedos en la cintura de Eliana. Su timidez. Su dignidad.
—Una mujer como ella no pertenece a esa familia —murmuró, cruzando los brazos detrás de la espalda.
La había observado durante el banquete. No solo a ella. A todos. El Archiduque de Richmond tenía los ojos de un perro viejo y malicioso, siempre atentos, siempre oliendo oportunidades para morder. Su esposa era una criatura hueca, con el veneno de la corte latiéndole en las venas. Y Ágata… una joven sin corazón. Hermosa, sí, pero vacía.
Pero Eliana no. Eliana era fuego suave. El tipo de fuego que no se ve, pero abriga.
—¿Por qué sigue ahí…? —se preguntó—. ¿Qué la retiene?
Pensó en su hija.
Avery.
Una joven altiva, y de mirada filosa. No era tonta. Esa niña observaba más de lo que mostraba. Y si algo entendía de intrigas era que las hijas valientes suelen provenir de madres que sobrevivieron a lo imposible.
«Esa familia será su perdición.»
El pensamiento lo golpeó con fuerza. Como una certeza incómoda.
Volvió a caminar. Esta vez más despacio. Si lo que había sentido era auténtico —y lo era, lo sabía— no podía permitir que algo le sucediera a ella. Pero no podía moverse con torpeza. La corte era un tablero de cristal y cada paso debía ser calculado.
El Archiduque ya sospechaba. Lo había notado en la manera en que miraba a Eliana. Como un perro que teme perder su hueso.
—Tarde o temprano… irá tras ella —dijo en voz baja—. Como ya lo ha hecho antes.
Porque lo intuía. El cuerpo de Eliana se tenso al hablar de su matrimonio forzoso.
Y el modo en que Avery lo observaba... como si contuviera una furia que aún no encontraba su momento para estallar.
Se detuvo frente al retrato de su madre, la anterior Emperatriz. Una mujer que también había vivido una vida de apariencias, de deberes, de silencios. Ella había sido fuerte. Y había muerto en silencio.
—No repetiré los errores del pasado —murmuró—. No con ella.
Volvió a su escritorio y tomó un pequeño pergamino. Con tinta negra y trazo elegante escribió una orden sencilla.
“Vigilancia sobre el Archiduque de Richmond. Registrar cada movimiento, cada encuentro, cada visita nocturna. Informes diarios. Discreción total."
Firmó con el sello imperial.
Lo selló. Lo dejó junto al candelabro, esperando que el siguiente amanecer lo llevara a su sombra imperial.
El Emperador se reclinó en su silla.
No sabía qué haría aún.
No sabía si Eliana alguna vez volvería a mirarlo como hombre y no como monarca.
Pero sabía esto: si el Archiduque le hacía daño… no viviría para contarlo.