En Halicarnaso, una ciudad de muros antiguos y mares embravecidos, Artemisia I gobierna con fuerza, astucia y secretos que solo ella conoce. Hija del mar y la guerra, su legado no se hereda: se defiende con hierro, sombra y espejo.
Junto a sus aliadas, Selene e Irina, Artemisia enfrenta traiciones internas, enemigos que acechan desde las sombras y misterios que el mar guarda celosamente. Cada batalla, cada estrategia y cada decisión consolidan su poder y el de la ciudad, demostrando que el verdadero liderazgo combina fuerza, inteligencia y vigilancia.
“Artemisia: Hierro, Sombra y Espejo” es una epopeya de historia y fantasía que narra la lucha de una reina por proteger su legado, convertir a su ciudad en leyenda y demostrar que el destino se forja con valor y astucia.
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Capítulo 16: El Último Reflejo
Capítulo 16: El Último Reflejo
La tormenta se alzó sobre Halicarnaso como si el propio mar hubiese decidido llorar. El cielo estaba rasgado de relámpagos, y cada trueno parecía responder al pulso de un corazón cansado: el de Artemisia, Reina del Mar, Soberana del Hierro, la última portadora del juramento.
En los muros de la villa real, antorchas temblaban bajo el viento, proyectando sombras que parecían doblarse en reverencia. El pueblo aguardaba en silencio. Algunos rezaban, otros lloraban, y muchos permanecían inmóviles, con la certeza de que aquella noche no era como las demás: sería recordada por siglos, como la noche en que Artemisia dejó de ser solo mujer y reina para convertirse en algo más.
Dentro del palacio, el aire olía a sal y hierro. Artemisia se hallaba de pie, vestida con un manto negro ribeteado en plata. Sobre la mesa de mármol reposaban los tres símbolos que habían guiado su destino:
La espada de hierro, testigo de cada batalla.
El manto oscuro, que había cubierto conspiraciones y secretos.
El espejo de oricalco, que brillaba con un resplandor que no era reflejo de ninguna lámpara.
Irina Jenos, su última compañera leal, se arrodilló ante ella. Su armadura estaba gastada, sus manos ensangrentadas tras semanas defendiendo las costas de invasores. Levantó la máscara ceremonial, aquella que debía custodiar el rostro de la reina en los siglos venideros.
—Mi reina… —dijo con voz quebrada—. El pueblo pregunta: ¿es verdad que se marchará?
Artemisia la miró con ojos enrojecidos pero firmes. Su semblante ya no era el de una gobernante mortal; había en su expresión algo distante, como si solo la mitad de su ser estuviera aún en este mundo.
—No me marcho —respondió lentamente, acariciando el filo de la espada—. El mar me llama. No soy yo quien decide.
Irina apretó los labios, pero no protestó. Sabía que esa noche no había nada que pudiera cambiar.
En la sala, el silencio fue interrumpido por Lyra, la guerrera que Artemisia había amado contra toda profecía. Había luchado a su lado, había compartido noches de pasión y dudas. Ahora la miraba como si contemplara un fantasma.
—¿Y qué será de nosotras? —preguntó, dando un paso adelante, con los ojos cargados de furia y súplica—. ¡Has derrotado a los Serpente, has sellado tu linaje, has vencido a los dioses mismos! ¿Por qué entregarás tu vida al mar?
Artemisia sostuvo su mirada. El espejo de oricalco, en ese instante, vibró con un destello. Mostró el reflejo de ambas: la reina y la guerrera, de la mano, envejeciendo juntas en un futuro que nunca sería.
Artemisia tocó el cristal con la yema de los dedos y sonrió con tristeza.
—Porque el juramento no es mío, Lyra. Nunca lo fue. El hierro resiste, la sombra protege, el espejo vence. Yo solo fui el canal.
Lyra cayó de rodillas, comprendiendo lo inevitable.
El ritual comenzó a medianoche. Las sacerdotisas del mar encendieron antorchas alrededor del muelle. Los marineros, nobles y esclavos, todos se reunieron como iguales, testigos de la despedida de la Reina del Mar.
Artemisia caminó lentamente hacia la costa, descalza, dejando huellas sobre la arena húmeda. Cada paso parecía hundirla un poco más en la eternidad. Irina la seguía, cargando la máscara y el manto.
El pueblo guardaba silencio, como si temiera que un solo murmullo pudiera quebrar el destino.
Al llegar al borde del mar, Artemisia levantó la espada y la clavó en la arena. Luego extendió el manto hacia Irina.
—Tú lo custodiarás. Desde hoy, no como vasalla, sino como guardiana. Que el hierro nunca se doble, que la sombra nunca se disipe.
Irina tomó el manto con lágrimas en los ojos.
—Lo juro, mi reina.
Artemisia se volvió entonces hacia el espejo de oricalco. Lo levantó entre sus manos, y en él vio todas sus vidas: niña entre piratas, joven reclamando un trono, reina navegando entre dioses y enemigos, amante desafiando profecías. Pero también vio más allá: un eco infinito de mujeres que la seguirían, herederas de su voluntad.
Con un gesto solemne, entregó el espejo a las aguas. El mar lo engulló, y en la superficie brilló un instante con mil reflejos antes de desaparecer.
El pueblo contuvo la respiración.
En ese momento, el cielo se abrió en un relámpago. El viento sopló con fuerza, levantando olas que parecían gigantes alzándose para recibir a la reina. Artemisia extendió los brazos, dejando que la espuma cubriera sus pies.
Lyra corrió hacia ella, pero una ola la detuvo, como si el propio mar impusiera una frontera.
—¡No me dejes! —gritó entre sollozos.
Artemisia giró la cabeza una última vez. Su mirada era fuego y ternura, despedida y promesa.
—Mi sombra reinará mil años. Y cuando el espejo se rompa, volveré.
Entonces dio un paso al frente. Las olas la envolvieron, primero hasta la cintura, luego hasta el pecho. Su silueta se fundió con el agua.
Algunos juraron verla caminar sobre la superficie. Otros, que una figura de hierro y otra de sombra la tomaban de las manos. Y hubo quienes aseguraron que el mar entero susurró su nombre.
Cuando la tormenta se calmó, Artemisia ya no estaba.
Solo quedó la espada clavada en la arena, bañada por la espuma del mar.
Durante días, el pueblo guardó silencio. Nadie se atrevió a hablar de su muerte. Algunos decían que Artemisia vivía, convertida en diosa del mar, guiando las tormentas. Otros sostenían que había descendido al reino de las profundidades, donde aguardaba el cumplimiento de la profecía.
Irina guardó la máscara y el manto en las bóvedas de la villa real. Cada noche, rezaba ante ellos, jurando que el juramento nunca se rompería.
Lyra, en cambio, se retiró a los acantilados, donde esperaba cada día ver emerger a su amada de las aguas. Nadie supo jamás qué ocurrió con ella.
El pueblo, con el tiempo, dejó de hablar de Artemisia como reina. Empezaron a nombrarla de otro modo:
La Dama del Mar.
La Que No Muere.
El Último Reflejo.
Y así, Artemisia dejó de pertenecer al mundo de los vivos para convertirse en eco eterno.
Un eco que resonaría durante siglos, hasta que el hierro se oxidara, la sombra se extinguiera y el espejo volviera a romperse.