Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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La Flor de Cera
Eirian
Las sedas eran suaves. Frías. Insoportablemente pulcras. Como yo.
Cada movimiento que hacía era medido, exacto, pensado para agradar. Cuando el emperador entraba a la habitación, me ponía de pie con la espalda recta, las manos cruzadas frente al vientre vacío, la cabeza inclinada apenas. Sonreía. Siempre sonreía.
Me había enseñado a hacerlo. No con palabras, sino con silencios.
Ya no recordaba cuánto tiempo había pasado desde el parto. Días. Semanas. Meses, tal vez. El palacio se mantenía siempre igual: los corredores perfumados, las cortinas danzando con el viento, los muros demasiado altos para escalar. La fiesta por el nacimiento del príncipe había terminado hace unos días, pero la celebración seguía viva en la voz del emperador, en los brindis interminables, en los aplausos que escuchaba desde la torre.
No se me permitía asistir.
Solo cuando él lo deseaba, bajaba.
Y esta vez, me deseó pronto.
—Mi flor —susurró Corven mientras me peinaban para recibirlo—. Hoy estás particularmente dócil. Te sienta bien.
—Gracias, mi señor —respondí sin alzar la mirada.
Me acarició la mejilla con la yema del dedo, suave, como si yo fuera de cristal. A veces era gentil. Otras veces no. Pero siempre era dueño. Dueño de mis palabras, de mis pensamientos, de mi cuerpo.
Esa noche, mientras las velas ardían en la cámara imperial, él me observó desde el umbral con la copa de vino en la mano. Me hizo sentar en su regazo y acarició mi rostro como si quisiera asegurarse de que cada parte de mí seguía intacta. Que yo era aún suyo.
—¿Sabes? —susurró en mi oído—. Cuando te traje de vuelta pensé que pasaría semanas deshaciendo tu espíritu. Pero mírate. Eres perfecto.
Mi sonrisa fue automática.
—Hago lo que puedo para complacerle.
—Oh, lo haces bien. Muy bien. Mejor de lo que imaginé. El palacio entero habla de ti. Dicen que eres una visión. Una flor sin espinas.
Su mano se deslizó por mi espalda, firme, posesiva. Me tensé un instante, pero no lo suficiente como para que se notara.
—¿Te duele aún?
No supe si hablaba del parto. O de otra cosa.
—No, majestad —mentí.
Rió, satisfecho. Me llevó a la cama como si llevara un trofeo. Me recostó entre almohadas bordadas con hilos de oro, y se acostó sobre mí con el peso de toda su historia, de toda su autoridad, de todo su poder.
Durante el acto, yo sonreía. Besaba cuando debía. Susurraba palabras vacías que había memorizado como oraciones de un culto sin alma. Ya no lloraba. El cuerpo aprende a no llorar cuando ya ha derramado demasiado.
—Estoy pensando en darte otro hijo —dijo mientras apoyaba su frente en la mía—. Esta vez, quizás una niña. Sería bella. Como tú.
—Lo que usted desee, mi emperador.
—Siempre tan obediente. ¿Dónde está el muchacho que me gritaba en el jardín? ¿El que amenazó con matarse antes de volver a mi lado?
—Se fue, majestad.
—¿Y qué quedó en su lugar?
Lo miré. Fijé mis ojos en los suyos como me había enseñado, sin huir, sin temblar.
—Una flor.
—Eso eres. Mi flor. La más bella de todas.
Nos quedamos en silencio, envueltos en la oscuridad. Él acariciaba mi cabello, satisfecho. Yo contaba las grietas del techo.
Los días siguientes transcurrieron igual. Me llevaban al jardín a ciertas horas, me sentaban bajo el sol como un adorno vivo. Las demás flores ya no me hablaban. Sus pétalos estaban cerrados. Algunas habían dejado de moverse. A veces, entre los rosales, creía ver rostros que había amado: Cyrian. Aurelis. Nerian.
Todos hermosos. Todos muertos en vida.
—¿Eres feliz? —preguntó Corven una tarde mientras compartíamos el baño de mármol—. No deberías desear otra vida. Aquí tienes todo.
—Tengo a usted. Eso me basta.
—Mírate. Qué bien aprendes.
Su satisfacción era evidente. Yo era su mayor obra. Su pieza final.
Por las noches venía a mí sin anunciarse. Se recostaba a mi lado, o sobre mí, y me hablaba del imperio, de su hijo, de las guerras que vendrían. Yo asentía, respondía cuando me lo pedía, reía en los momentos correctos. Me había convertido en un reflejo. En el eco de lo que él necesitaba.
Una noche, mientras dormía abrazado a mí, me permití cerrar los ojos. Por un instante, solo uno, pensé en el bebé. No lo había vuelto a ver. No conocía su voz. No sabía siquiera su nombre. Era mío… y no lo era. Como yo.
—¿Qué piensas? —susurró Corven, aún despierto.
—En nada, majestad.
—Bien. Las flores no deben pensar.
Me besó el hombro. Su aliento caliente sobre mi piel.
—Solo deben ser hermosas. Y tú… tú lo eres.
Me apreté contra su pecho, como él deseaba. Como yo había aprendido. En silencio. Sin espinas. Sin raíces.
Solo pétalos. Pétalos que ya no caen.
Una flor más. En su jardín eterno.
El palacio dormía, pero las sombras no. Ellas bailaban detrás de las cortinas, en los mármoles fríos, en las grietas del alma que ya no intento cerrar. El vino corría. Las risas aún retumbaban desde los salones como ecos lejanos de un mundo al que ya no pertenezco. Una celebración eterna, porque el heredero había nacido. Porque la flor había florecido. Porque la jaula, por fin, estaba cerrada y decorada.
Yo, la flor.
Yo, el adorno que sonríe mientras muere.
Corven entró a la habitación sin anunciarse. Nunca lo hacía. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia llenaba el aire como la tormenta antes del trueno. Me encontraba sentado al borde de la cama, como cada noche, con las manos plegadas sobre las piernas, la cabeza ligeramente baja. Inmóvil. Silencioso. Exactamente como le gustaba.
—Sigues despierto —murmuró, desabrochándose la capa manchada de vino y oro—. Bien.
No respondí. Aprendí que el silencio a veces agradaba más que las palabras.
—¿Sabes qué me dijeron esta noche? —preguntó, caminando detrás de mí—. Que eres hermoso. Que luzco más feliz contigo al lado. Que incluso parezco humano.
Una risa oscura. Cálida. Cruel.
Sus dedos tocaron mi nuca, y luego bajaron por mi espalda, despacio. Como si trazara sobre mí una firma invisible.
—Les respondí que no tienen idea. Que tú no solo me haces feliz. Me haces eterno.
Apreté los dientes, pero no me moví.
—Y pensar —susurró cerca de mi oído— que un día intentaste huir. Que pensaste que podrías vivir sin mí. Qué tierno.
Sus manos rodearon mi cintura. Me giró hacia él con la suavidad de quien acomoda una estatua.
—Mírame.
Alcé la vista.
—Te quiero así —dijo, acariciando mi mejilla—. Callado. Sumiso. Hermoso. Como una flor de cera que jamás se marchita.
Su boca me buscó. Y yo la dejé encontrarme.
El acto que siguió fue una coreografía aprendida. Una danza sin alma, ejecutada con precisión. Su cuerpo contra el mío, sus manos guiándome, su voz murmurando palabras que ya no dolían porque habían perdido el filo. Yo me movía como él me enseñó. Respondía como debía. Gemía cuando lo esperaba. Y sonreía.
Siempre sonreía.
No por placer. No por deseo. Sino porque sabía que eso lo excitaba. Lo hacía sentir amado. Y si él se sentía amado… tal vez no volvería a encerrarme en el jardín.
Cuando terminó, se tendió a mi lado, el pecho aún agitado.
—Eres perfecto —susurró, peinando con lentitud mis cabellos húmedos—. Nadie ha sido tan perfecto como tú. Ni Aurelis. Ni Cyrian. Nadie.
Me quedé en silencio. Aún sentía su peso en mi cuerpo. Aún sentía la presión de sus dedos donde había apretado demasiado.
No dolía.
O quizás sí. Pero he aprendido a nombrar el dolor de otras maneras: devoción. Entrega. Amor.
—He estado pensando —dijo de pronto—. Podríamos tener otro.
Mi estómago se encogió.
—¿Te asusta la idea?
—No, mi señor —respondí en voz baja.
—Bien. Me agrada verte así. Manso. Puro. Por fin mío, en cuerpo y alma.
Lo sentí acomodarse mejor. Luego, sus labios rozaron mi frente.
—Quizás en primavera. El jardín florece más cuando tú estás en flor.
Cerré los ojos.
Primavera.
Otra vez.
Otro hijo.
Otro ciclo.
Y yo… yo seguiría ahí, en ese lecho que no era cama, sino altar. Sacrificio. Sepultura.
Pero ya no me resistía. Ya no tenía voz. Ya no tenía nombre, excepto el que él me había dado.
“Flor del Imperio.”
“Consorte de cristal.”
Quizás ya no era Eirian.
Quizás nunca lo fui.
Suspiró con satisfacción, envolviéndome con su brazo.
—Duérmete. Mañana habrá una nueva fiesta. Todos querrán verte sonreír. Y tú lo harás, ¿verdad?
—Sí, mi señor.
—Dilo completo.
—Sonreiré para usted, mi señor. Como siempre.
Su risa fue suave. Casi tierna.
Y entonces supe que lo había logrado.
Yo ya no era amenaza.
Ya no era llama.
Solo un ramo silenciado que adorna su mesa.
Una flor… que jamás volvería a marcharse.