Historia original de horror cósmico, suspenso y acción.
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El Hombre Sin Ojos. Pt14.
Coloco la hermosa Beretta en la funda bajo mis costillas. La Glock 19 me arde desde el otro lado. La siento celosa. Pero no tengo culpa. Tengo dedos suficientes para ambas. Tres kilos de presión. Eso es lo que necesito para acariciar sus gatillos y apagar la vida de algún imbécil. La navaja, la acomodo dentro del la bota derecha, Tom siempre dice que es mejor llevar una de repuesto en la bota.
Miro a Walli y le digo:
—Listo, amigo. Ya me largo. Me llevo lo demás. Si no vuelvo, quédate con mi auto… a cambio de tus armas.
Walli se ríe. Siempre le digo lo mismo cuando salgo dispuesto a aplastarle la cara a los gusanos que se arrastran por los callejones y edificios abandonados de Cuatro Leguas.
Salgo de la armería con el bolso negro en una mano y en la otra la maleta con los juguetes electrónicos de Héctor. Al pasar frente a la ventanilla, los polis me clavan la mirada, pero no se atreven a mirarme a los ojos. Me gusta. Me gusta que me teman.
Estiro la mano entre estos inútiles con placa y Walli me entrega mi tarjeta de armas. De su caja abierta tomo una dona y la llevo a la boca. Antes de que alguno de estos idiotas intente hacer lo mismo, Walli guarda la caja debajo del escritorio. No necesita decir nada. Ese simple gesto basta para dejarlo claro: Walli es de los míos. Y si alguien llega a tocar a este flacucho con cara de Lovecraft, seré yo quien lo busque. No un imbécil al que puedan comprar. Yo.
Walli lo sabe. Sabe que le conviene estar de mi lado. Por su forma de trabajar —tan meticulosa, tan recta— ya tiene enemigos. Algunos lo acosan desde la oscuridad, otros desde escritorios más altos, sin que él lo note del todo. Pero camina tranquilo. Sabe que, si le pasa algo, si desaparece o si su cuerpo aparece en algún callejón con la lengua fuera, seré yo, con Héctor, quien salga a volar cabezas hasta que no quede nadie en pie.
Cruzo la puerta que conecta con la bóveda, subo las escaleras cargando los kilos de metal, pólvora y cables, con la dona aún entre los dientes. Es de chocolate. La favorita de Héctor.
Llego a mi escritorio. Dejo los bolsos en el suelo. Masco la dona con calma. Le paso el resto a Héctor, que la hunde sin ceremonia en su café. Le da una mordida como si no hubiese comido en días. Sus ojos brillan un poco. Está agotado, fundido frente a la luz azul de la pantalla.
Me siento a su lado, apoyado en el borde del escritorio, y tomo mi café, que sigue tibio sobre la torre de casos sin cerrar. Él ocupa mi silla, esa silla incómoda que no cambiamos desde hace años, como si no existiera otra. No despega los ojos del monitor. Lee como si las letras pudieran hablarle, como si entre cada número y cada línea de código hubiera una voz que lo guiara.
Héctor tiene una mente brillante. O al menos eso se decía cuando éramos niños. Nos conocemos desde que teníamos ocho años, desde que su madre llegó a Cuatro Leguas con él bajo el brazo, escapando de un padre alcohólico y abusivo. Se instalaron en la casa de al lado, a la derecha de la mía, buscando refugio en una de las ciudades más podridas de esta nación. En uno de los barrios más jodidos.
Nuestras madres se hicieron inseparables. Nos juntaban todo el tiempo, pero nosotros no coincidíamos. Él era de libros y silencio. Yo, de golpes mal aprendidos frente a un saco de boxeo viejo que saqué de la basura y que mi madre parchó con ropa que ya no nos quedaba ni a mí ni a Sara.
Pobre Sara… vistió como niño hasta los diez. No porque quisiera. Porque yo aún no podía traer plata a casa. Hasta que empecé a trabajar en encargos que ningún policía de mi rango debería haber aceptado jamás. Pero carajo, ¿cómo voy a negar que esos trabajos me curtieron? Fueron ellos los que me hicieron. Los que me enseñaron a moverme entre las ratas. Los que ahora me ayudan a acabar con estos animales que se esconden entre los muros podridos de Cuatro Leguas.
Con Héctor nos volvimos amigos desde los trece, cuando le salvé de un grupo de idiotas que lo querían moler por andarse besando con la novia de diecisiete años de uno de los idiotas del barrio que se creían el gran gánster del distrito sur.
Cuando lo vi, estaba en el suelo con cinco animales más altos, de unos dieciocho o veinte años, pateándolo sin piedad. Así es Cuatro Leguas y su distrito sur. Recuerdo correr a toda velocidad con el palo que cargaba en las manos como si fuera un bate o una espada. Le di en la cabeza a uno y a otro en las bolas. Retrocedieron. Los otros tres me miraron de manera letal. Solo sentí un puñetazo en la cara que me hizo volar directo al suelo. Mi labio se partió y mi mejilla, por dentro, se abrió. Boté tanta sangre por la boca que mis mismas pequeñas manos quedaron completamente mojadas de sangre.
No recuerdo mucho más, solo que en el momento que reaccioné estaba sobre uno de ellos. Su cara era papilla de carne. Mis nudillos estaban completamente abiertos por los golpes que di sin saber cuándo. A mi lado estaba el niño alto y pálido, de cara encantadora y ojos verdes, ahora con los labios y la cara toda hinchada, jadeando sobre uno de los infelices con los puños apretados llenos de sangre. Los otros dos no se movían, y uno se sujetaba la mandíbula con una mano y, con la otra, las pelotas, de rodillas en el suelo. De su mano escurría la sangre que le salía de la boca.
Lo mire a los ojos y en ese momento recuerdo sentir algo en el estómago y en el pecho. Un sentimiento que no sé cómo expresar, pero sé que todos los hombres del mundo saben de qué hablo: ese sentimiento de saber que encontraste al hermano de otra madre que te acompañará para siempre.