El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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19. Damien
Cada paso por el pasillo de la mansión era un recordatorio de lo que ya no era mío. El eco de las risas del banquete aún resonaba a mis espaldas, pero lo único que escuchaba era el silencio de Elian. Su mirada fría, sus manos quietas, su boca sellada cuando John presentó a Oliver como si fuera un trofeo.
Me está entregando.
La idea se clavó en mi pecho con más fuerza que cualquier golpe. Oliver, con su aroma a fresas cultivadas en invernadero—demasiado dulce, demasiado perfecto—había posado sus ojos en mí como si ya supiera que Elian le había dado permiso.
¿Cuándo decidió que yo no valía la pena?
Empujé la puerta de mi antigua habitación con más fuerza de la necesaria. El polvo flotaba en el aire, iluminado por la luna que se filtraba entre las cortinas. Y allí, en mi cama de adolescente, estaba mi padre Omega, Nathan, sosteniendo una foto de mi infancia entre sus dedos delgados.
—Sabía que vendrías aquí —dijo, sin alzar la vista.
Caí de rodillas junto a él, enterrando el rostro en su regazo como si aún tuviera cinco años y creyera que sus brazos podían protegerme del mundo. Su olor a lavanda y papel viejo me envolvió, pero ni siquiera eso calmó el fuego en mi pecho.
—Él me está entregando—murmuré contra su pantalón, las palabras manchadas de rabia y saliva—. Como si fuera un objeto que ya no quiere.
Nathan me acarició el pelo con esa calma que siempre lo caracterizó, pero esta vez, sus dedos temblaban.
—No es tan simple, Damien.
—¡Lo es! —levanté la cabeza, haciendo que el moretón en mi ojo latiera con fuerza—. Ni siquiera me miró cuando salí. Ni un gesto. Nada. Como si ya hubiera firmado mi sentencia.
Fuera, el motor de un carro arrancó. Elian, lo sabía, huyendo de nuevo. De mí. De esto. Lo había lastimando, el se estaba vengando.
Nathan me tomó la cara entre sus manos, obligándome a mirarlo.
—¡Él me odia, papá! —la voz se me quebró como cristal—. Prefirió quedarse callado mientras John me cambiaba por ese... Sustituto.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra.
Porque ambos sabíamos la verdad:
Elian no me había entregado a Oliver.
Me había entregado a mi padre John.
Y lo peor de todo era que ni siquiera había tenido el valor de decírmelo a la cara.
—¿Sabes qué es lo más curioso de los álbumes familiares? — Sus dedos se detuvieron en una foto donde John aparecía sonriente junto a nosotros en la playa. —Solo conservan las sonrisas, nunca los gritos que vinieron después.
Me arrodillé frente a él, ignorando el dolor punzante en mis costillas. El olor a lavanda de su colonia barata, la misma que usaba desde que tenía memoria, se mezclaba con el tufo a alcohol medicinal de mis vendajes.
—Tú lo perdonaste —Mis uñas se clavaron en mis muslos. —Después de cada golpe, cada humillación, cada Omega que trajo a esta casa. ¿Cómo?
Nathan cerró el álbum con un golpe seco que levantó más polvo. Sus ojos, opacos como monedas viejas, me escudriñaron.
—¿Crees que el perdón es un interruptor que se enciende y apaga? —Su risa sonó a cristales rotos. —Se parece más a una herida que nunca cicatriza del todo, pero aprendes a vivir con el dolor.
El reloj de péndulo en la pared marcaba los segundos con un tic-tac obsenamente alto. Cuarenta y siete... cuarenta y ocho... cuarenta y nueve...
—Yo no quiero aprender a vivir así. Elian merece algo mejor — Mi voz sonó ronca, como si llevara años sin usarla.
Nathan extendió su mano y me acarició la mejilla lastimada con una ternura que me partió el alma. Sus yemas estaban ásperas de tanto tejer suéteres que John nunca usó.
—Eres mi hijo, Damien. Por eso sé que cuando amas, lo haces con todo — Sus palabras caían como gotas de cera caliente sobre mi piel.
—Pero el amor no debería ser una celda que construyes con tus propias manos.Dejalo ir.
—No lo haré — Las palabras sabían a ceniza en mi boca.
—Él no pertenece a este tipo de vida — Nathaniel tomó mi mano entre las suyas, sus huesos frágiles como pájaros bajo la piel. —Los Omegas de mi época aprendimos a amar en silencio. Los de ahora... parece que solo saben marcharse.
El último rayo de sol iluminó la foto en la mesita de noche: Elian y yo en nuestra primera cita, con las sonrisas torpes de quienes no saben que el amor duele más cuando es real.
Nathan siguió mi mirada y suspiró.
Nathan ¿Cuándo se convirtió en uno de ellos? El pensamiento me quemó por dentro. ¿Cuándo pasó de protegerme a empujarme hacia la jaula?
—No cometas errores, hijo. Si vas a pelear, que sea por algo que valga la pena.
Las manos de mi padre, Nathan, aún temblaban sobre el álbum de fotos, sus dedos marcando la imagen donde John nos abrazaba como una familia perfecta que nunca existió.
—No lo dejaré ir —dije, levantándome del suelo con un gemido ahogado. Mis costillas ardían, pero el dolor era nada comparado con el fuego que ahora me consumía por dentro— Es mi Omega. Yo lo marqué. Tenemos un vínculo.
Nathan cerró los ojos, como si mis palabras le causaran dolor físico.
—Esa marca casi los mata a ambos —susurró— Elian es rebelde, Damien. No como yo. No como los Omegas que John y su círculo aprueban. Guarda resentimiento, incluso si no te odia. ¿De verdad quieres condenarlo a una vida de sufrimiento?
La pregunta flotó en el aire como una cuchilla.
Pero ya no importaba.
—No voy a darles el espectáculo que esperan —dije, ajustándome el traje ensangrentado— No a John. No a ti. No a nadie.
Nathaniel intentó levantarse, sus manos extendidas hacia mí en un gesto de súplica.
—Hijo, piénsalo bien. Oliver es de buena familia, un Omega perfecto.
El reloj de pared marcó la hora con un tañido funerario. Uno. Dos. Tres. Cada campanada resonó como un clavo en el ataúd de todo lo que creí que éramos. Todo estaba muerto.
—Ya lo hice.
Cada paso hacia la puerta fue una batalla. Las heridas gritaban, los moretones ardían, pero mis piernas no flaquearon. El pasillo estaba oscuro, silencioso, como si la mansión contuviera la respiración al verme pasar.
John estaría en el salón, disfrutando de su banquete, creyendo que había ganado.
Oliver estaría allí también, sonriendo con esa seguridad de quien cree que el mundo le pertenece.
Pero yo ya no era parte de su juego.
Empujé la puerta principal con tanta fuerza que golpeó contra la pared.