Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 15: Acepto el duelo.
POV Conde Freddy Arlington
La cena estaba preparada. Los candelabros de bronce colgaban desde el alto techo del comedor principal como testigos mudos, y su luz parpadeante caía sobre la larga mesa de roble, haciendo brillar la vajilla de porcelana inglesa, los cubiertos de plata brillante y las copas de cristal, como si la comida fuera digna de un monarca. Sin embargo, no era un banquete. Era una trampa. Una farsa disfrazada de cortesía.
Estaba de pie al final de la mesa, siguiendo las normas de la hospitalidad. No sentía ni orgullo ni seriedad. Solo una punzada familiar en el pecho, como si el aire se volviera pesado y el castillo se cerrara lentamente a mi alrededor.
A mi derecha, Evangelina Oxford, vestida con un delicado vestido celeste de encaje, peinada a la perfección y con labios suavemente maquillados. Su cara mostraba la fragilidad de una joven dañada por el escándalo. A mi izquierda, Lucrecia Oxford, luciendo más esmeraldas que dignidad, y enfrente de mí, el ministro Napoleón Oxford, cuya actitud orgullosa y postura inflada me recordaban a un pavo real antes de atacar.
—Una cena magnífica, conde —dijo el ministro, levantando su copa de vino sin mirarme—. Muy adecuada para. . . la ocasión.
—No estamos celebrando nada —respondí con firmeza, sin disimular mi incomodidad.
Lucrecia se inclinó hacia adelante con una sonrisa que era tan afilada como su collar de perlas.
—Creímos que era el instante perfecto para una declaración oficial… ¿verdad, Evangelina?
La joven bajó la mirada, pretendiendo modestia. Sabía lo que tramaban. No era una cena: era una trampa social bien planeada.
—Señores Oxford —interrumpí antes de que alguno iniciara un discurso—, lamento informarles que están cometiendo un error. No habrá anuncio de ningún tipo esta noche. No hay compromiso entre su hija y yo.
El silencio cayó como un peso. Hasta los sirvientes que iban y venían se detuvieron, sintiendo la tensión en el aire.
Evangelina levantó la vista, con lágrimas brillando en sus ojos. Era una actriz excepcional, debo admitir.
—Conde… yo… sé que no era lo que usted quería… pero mi situación… mi nombre… mi reputación…
—La reputación —dije, eligiendo cuidadosamente mis palabras— no se restablece a través de un matrimonio forzado. Le ofrecí un refugio, no un compromiso. Su estancia en mi casa fue un acto de humanidad, no de obligación.
El ministro se levantó abruptamente. Su copa tembló al contactarse con la mesa. Su voz se alzó, dura como una roca.
—¡Ha deshonrado a mi hija! ¡Y ahora quiere abandonarla como si fuera una sirvienta! ¡Esto no se quedará así!
—Puedo garantizar ante cualquier juez que nunca he tocado a su hija —respondí con serenidad, aunque sentía la ira dentro de mí—. Pero no voy a permitir que usen mi hogar para limpiar su buena fama. Tanto ella como usted no tienen derecho a pedirme algo así.
Evangelina comenzó a llorar. Su madre, siempre atenta, la abrazó con un brazo, susurrándole palabras que no ofrecían consuelo. El teatro estaba lleno.
—¡Exijo que compense esta ofensa con un matrimonio! —gritó Napoleón—. Y si no lo hace, entonces… lo hará con su espada. ¡Le desafío a un duelo, conde Arlington! Mañana al amanecer, en el claro del bosque.
Evangelina se puso pálida.
—¡Padre, no! —suplicó entre lágrimas— ¡Por favor, no lo hagas!
Y por un momento, la duda me invadió. ¿Era sincera? ¿Estaba también atrapada en las manipulaciones de su padre, como una marioneta más?
Pero ya era demasiado tarde para que los sentimientos me afectaran.
Me levanté. Con lentitud. Firme.
—Acepto.
El sonido de un vaso rompiéndose resonó en la sala. Lucrecia dejó caer su copa de cristal. Evangelina se cubrió el rostro.
—No puede hacer esto… —susurró ella—. No puede jugarse la vida por una discusión.
—No es una discusión —respondí—. Mi libertad está en juego. Y la defenderé como he hecho con muchas cosas en mi vida.
Oxford me miró con furia.
—Nos encontraremos al amanecer. Lleve un testigo, como establece la ley.
—Así será.
El ministro tomó el brazo de su esposa y juntos salieron del comedor. Evangelina se quedó sentada, temblando. Me acerqué a ella con precaución.
—Lamento que haya terminado así —dije, con la voz más suave que pude—. No era mi intención.
—Entonces… ¿por qué? —preguntó, sin levantar la vista—. ¿Por qué prefiere arriesgar su vida en lugar de casarse conmigo?
—Porque el matrimonio no es un castigo. Ni un refugio para la culpa. Y un hombre que se respeta no ofrece su apellido sin amor. No sería justo… ni para usted, ni para mí, ni para Penélope.
Ella se quedó en silencio. Tras un momento, dijo en voz baja:
—Me iré esta noche. Volveré con mis padres. No quiero causarle más problemas.
—¿Estás segura?
—Sí. Esto ha ido demasiado lejos. Ya no tiene sentido.
La vi alejarse. No sabía si sentir alivio… o culpa. Pero había algo indiscutible: me sentía más ligero. Como si, por primera vez en años, hubiera tomado una decisión por mi propia voluntad.
Subí lentamente a la habitación del ala norte. Nadie había vivido allí en años. Salvo los recuerdos.
La habitación de Paola seguía igual. El retrato de su rostro, tranquilo, decoraba la pared junto a la ventana. El suave aroma de jazmín seguía en el ambiente, como si su alma se negara a irse por completo.
Me senté frente a ella.
—¿Qué harías, Paola? —inquirí en un tono bajo—. ¿Me considerarías un tonto por desafiar a un ministro? ¿O pensarías que finalmente he hecho lo correcto?
El retrato no dio respuesta. Pero el silencio. . . eso sí que habló. Me comunicó más que cualquier voz presente.
Esa noche no pude dormir.
Mi hija descansaba en la habitación al lado, disfrutando de sueños agradables e inocentes. Mientras tanto, en algún rincón del castillo, una joven mujer estaba llorando. . . o tal vez solo lo fingía, ya no estaba segura.
Solo tenía claridad sobre una cosa: al amanecer, lucharía por algo más que mi honor. Lucharía por mi libertad.
Yo, que experimenté el terror de la guerra. Que quité balas de cuerpos llenos de sangre. Que aprendí a rescatar vidas con manos que previamente usaron el hierro. Yo, que elegí el cuchillo en lugar de la espada. . . ahora regresaba a la lucha por obligación.
Porque hay enfrentamientos que no se dan en los terrenos de batalla. Se luchan en las mesas, en los sentimientos, en las elecciones que definen el futuro de quienes amamos.
Y no dejaría que alguien más escribiera el mío.