Issabelle Mancini, heredera de una poderosa familia italiana, muere sola y traicionada por el hombre que amó. Pero el destino le da una segunda oportunidad: despierta en el pasado, justo después de su boda. Esta vez, no será la esposa sumisa y olvidada. Convertida en una estratega implacable, Issabelle se propone cambiar su historia, construir su propio imperio y vengar cada lágrima derramada. Sin embargo, mientras conquista el mundo que antes la aplastó, descubrirá que su mayor batalla no será contra su esposo… sino contra la mujer que una vez fue.
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CAPÍTULO 17. Su falta de dignidad.
Capítulo 17
Su falta de dignidad.
La brisa de la tarde apenas alcanzaba a secar el sudor frío que le recorría la nuca a Issabelle mientras el chofer detenía el coche frente al portón de la casa Milani. Esa casa. Ese mausoleo de mármol y secretos donde una vez creyó tener un lugar, y que ahora se erguía como un monumento burlón a todo lo que había perdido.
El portón se abrió con una lentitud casi teatral, como si incluso el hierro supiera que lo que aguardaba dentro no sería grato.
Issabelle descendió con el porte intacto, pero con un nudo de ansiedad en sus entrañas. Lo sentía. Había algo —o alguien— que la esperaba con los colmillos afilados del otro lado de esa puerta.
Greta, la fiel ama de llaves, se apresuró a recibirla en el umbral. Su rostro, normalmente sereno, estaba marcado por una preocupación evidente. Sin decir palabra, la rodeó con los brazos en un abrazo apretado, casi maternal.
—Signorina... Dio mio... Qué alivio verla —murmuró, como si temiera que fuera una aparición.
—Hola, Greta —respondió Issabelle con voz suave, devolviendo el gesto—. ¿Está todo bien?
La mirada evasiva de la mujer fue más clara que cualquier respuesta.
—El señor Enzo... está en el salón. Con ella.
Issabelle no necesitó más.
Ascendió los peldaños con paso firme, hasta llegar al lector digital. Colocó su huella, una vez. Nada. Dos veces. Silencio. A la tercera, ya sabía la respuesta.
—Cambió las contraseñas —admitió Greta con tristeza—. También el acceso a la cocina y a las habitaciones privadas.
Una carcajada amarga se deslizó por la garganta de Issabelle, pero la contuvo. El sabor de la humillación era un veneno lento.
—¿Puedes abrir tú?
Greta asintió. Con un giro de muñeca, su brazalete desbloqueó la puerta. Issabelle entró.
Cada rincón le resultaba extrañamente ajeno. Aquella casa que una vez decoró, amó y cuidó, ahora le devolvía un reflejo desfigurado de sí misma. La opulencia era la misma, pero el alma había sido saqueada.
Desde el salón, las voces llegaban como una provocación. Risas. Tonos suaves. La intimidad compartida sin pudor.
Issabelle no anunció su presencia. Empujó la puerta del salón con la misma autoridad con la que alguna vez dirigía cenas diplomáticas y recepciones aristocráticas. Pero sus dedos temblaban.
Y entonces los vio.
Eva, vestida con una pieza inconfundible de su colección privada: seda crema con bordados dorados, un diseño exclusivo que Issabelle había encargado en Milán. El vestido caía con arrogancia sobre sus piernas cruzadas mientras hojeaba un catálogo de viajes como si ya fuera dueña de todo.
Enzo, a su lado, con una copa de vino en la mano y una sonrisa satisfecha, ni siquiera fingía incomodidad.
Eva fue la primera en hablar, con una voz melosa y burlona.
—Oh, mira quién decidió volver. ¿Te perdiste?
Enzo ni se levantó. Solo alzó la mirada, como si la aparición de Issabelle fuera una interrupción menor.
—Issabelle —dijo con frialdad, sin disimular el fastidio—. Qué oportuna.
—¿Te sienta bien mi ropa, Eva? —preguntó Issabelle sin moverse del umbral, con la frente en alto y los labios curvados en una sonrisa cortante.
Eva bajó la vista hacia el vestido con fingida inocencia.
—Oh, pensé que lo habías dejado olvidado... Y me pareció una lástima. Lo elegante no debe guardarse bajo llave, ¿no crees?
—Cierto —asintió Issabelle, caminando hacia ellos como una reina destronada que aún conserva su corona—. Pero más lástima da ver cómo la elegancia puede volverse vulgar... tan rápido.
Eva rio. No una risa divertida, sino venenosa. El tipo de risa que se da cuando se sabe que se tiene la ventaja, al menos por el momento.
Enzo dejó su copa con un golpe seco sobre la mesa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin molestarse en ocultar su tono de superioridad.
—Vivo aquí. O al menos vivía... antes de que decidieras borrar mis huellas de acceso a la casa como si nunca hubiera existido.
—No hagas de esto un espectáculo, Issabelle. Ya causaste bastante vergüenza anoche. Alcohol, fiesta, hombres… ¿De verdad quieres repetir esa escena?
—¿Vergüenza? —repitió ella con una risa helada—. Cambiaste las cerraduras de mi casa, le diste mis vestidos a una intrusa y ahora planeas un viaje con ella mientras yo aún llevo tu maldito apellido. ¿Y hablas de vergüenza?
Eva se incorporó, dejando el catálogo abierto como si su contenido fuera irrelevante.
—Quizá lo que más duele es aceptar que ya no te necesitan —dijo, rodeando a Enzo por detrás para acariciarle los hombros—. Algunas mujeres no saben cuándo marcharse con algo de dignidad. Y otras, se dan cuenta del oro que tenían hasta que lo ven perdido.
—¿Y tú? ¿Siempre tan cómoda con las sobras, Eva? —replicó Issabelle, su voz un bisturí afilado—. ¿Ni siquiera puedes pedir que te compren tu ropa? ¿Te parece muy digno tener que escarbar en el armario de otra mujer?
—¡Ya basta! —bramó Enzo, avanzando hacia ella—. ¡No estás en posición de dar lecciones! Hace mucho que no eres más que un problema.
Issabelle lo miró, y por primera vez no vio al hombre que respetó por años, el que amó, sino al tirano mezquino en que se había convertido.
—Y tú... hace mucho que dejaste de ser un hombre, Enzo Milani. Al menos uno digno.
El silencio cayó como un relámpago. Eva abrió la boca, pero fue interrumpida por un sonido inesperado:
El timbre resonó con autoridad. Greta se adelantó desde el pasillo, claramente nerviosa, y abrió la puerta.
Y allí estaba.
La figura imponente de Beatrice Milani.
Impecable. Fría. Vestida con lino marfil, gafas oscuras y una maleta de cuero a sus pies. Detrás, su chofer descargaba otra.
—Buenas tardes —dijo con voz seca, sin mirar a Greta, y con una ceja levantada hacia Issabelle—. Qué conveniente encontrarte aquí.
—Señora Milani —balbuceó Issabelle, aún sorprendida.
—Issabelle —respondió Beatrice, sin rastro de calidez—. Estás más delgada. ¿Mal síntoma?
Enzo se safó del agarre de Eva y se acercó a Issabelle, tomando su mano para aparentar que la relación estaba bien, frente a su madre.
—¿Qué haces aquí, mamá?
—Lo evidente. Me quedo un tiempo. Esta casa necesita intervención urgente... Y autoridad.
Su mirada se clavó como cuchillos en Eva.
—Y tú... debes de ser la asistente de mi hijo. No te molestes en quedarte a cenar. Aquí no servimos lo que no se ha cocinado con respeto.
Eva palideció. Por primera vez, bajó la mirada.
—Nonna, no creo que este sea el mejor momento —intentó Enzo.
—Ah, ¿no? —Beatrice avanzó, cruzando el umbral como si se tratara de su palacio—. Me pareció perfecto. Justo cuando están por enterrar lo poco que queda del apellido Milani... Me parece que ya es hora de que tengan un bebé. Eso hará ver que su matrimonio se mantiene firme a pesar de los escándalos malintencionados.
Eva quedó paralizada y boquiabierta. Sabía que ese era el inicio del final de su relación. Issabelle, aún sin moverse, esbozó una sonrisa irónica.
—Bienvenida al teatro, señora Milani. Llegó justo a tiempo para el clímax.
—Querida —respondió Beatrice, dejándose caer en un sillón—, yo no asisto al teatro. Yo lo dirijo.