Valentino nunca imaginó que entregarle su corazón a Joel sería el inicio de una historia de silencios, ausencias y heridas disfrazadas de afecto.
Lo dio todo: tiempo, cariño, fidelidad. A cambio, recibió migajas, miradas esquivas y un lugar invisible en la vida de quien más quería.
Entre amigas que no eran amigas, trampas, secretos mal guardados y un amor no correspondido, Valentino descubre que a veces el dolor no viene solo de lo que nos hacen, sino de lo que nos negamos a soltar.
Esta es su historia. No contada, sino vivida.
Una novela que te romperá el alma… para luego ayudarte a reconstruirla.
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Capítulo 18
El silencio entre nosotros se había vuelto un enemigo invisible. A veces, sentía que me consumía más que las palabras que nunca se dijeron. Esa tarde, mientras caminaba por los pasillos del colegio, vi a Joel y Rosalina juntos otra vez. Estaban riendo de algo, ella apoyando su cabeza en su hombro como si nada más en el mundo importara. Y yo, una sombra en la distancia como siempre , sintiendo cómo el aire se volvía más pesado con cada paso.
Traté de apartar la vista, de ignorar el nudo en mi garganta, pero era imposible. No era solo celos, era la sensación de ser reemplazado, de ser invisible. De que todo lo que alguna vez construimos se desmoronaba en suspiros y miradas que nunca fueron para mí.
Decidí seguir caminando sin rumbo fijo, buscando un respiro lejos de ellos. Terminé en una de las bancas del patio trasero, donde casi nadie iba. Me recargué contra la pared y saqué mi celular, intentando distraerme con cualquier cosa. Pero la realidad era más fuerte que cualquier pantalla.
Entonces, Fernanda apareció. Su presencia era inconfundible: segura, decidida, como si nada pudiera quebrarla. Se sentó a mi lado sin decir nada al principio. Sabía que no necesitaba palabras para notar que algo andaba mal.
—¿Otra vez ellos? —preguntó finalmente.
Suspiré y asentí.
—Siempre son ellos —respondí con voz apagada.
Fernanda se quedó en silencio por un momento, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras. Finalmente, dijo:
—Tienes que dejar de hacerte esto.
Me reí sin ganas.
—¿Cómo se deja de sentir algo? Si tienes la respuesta, dímela.
Ella no respondió enseguida. En cambio, tomó mi mano y la apretó ligeramente. Era un gesto simple, pero en ese momento se sintió como un ancla en medio de la tormenta.
—No te estoy diciendo que dejes de sentir. Solo… date cuenta de que mereces más.
Quise responderle que lo sabía, que era consciente de lo injusto que era todo, pero las palabras se atoraron en mi garganta. Porque, en el fondo, todavía tenía esperanza. Esperanza de que algún día Joel se diera cuenta de lo mucho que significaba para mí, de que yo también merecía su atención, su cariño. Que no tenía que seguir compartiéndolo con alguien más.
Pero el tiempo no esperaría por mí.
Días después, la situación con Joel llegó a otro nivel. Estábamos en la biblioteca, preparando un trabajo en grupo. O al menos, eso intentábamos. Él estaba distraído con su teléfono, enviando mensajes a Rosalina. Yo intentaba enfocarme en lo que estábamos haciendo, pero cada vez que él sonreía al mirar la pantalla, una punzada de frustración me atravesaba el pecho.
Finalmente, no pude más.
—Si prefieres estar con ella, puedes irte —solté, sin mirarlo.
Joel levantó la vista, sorprendido.
—¿Qué? No es eso, solo estoy…
—Siempre es eso —interrumpí, esta vez alzando la voz. Mi corazón latía con fuerza, pero no me importaba. Estaba cansado de ser el segundo plano, de ser la opción solo cuando algo fallaba con ella.
Él me miró por un momento, como si estuviera procesando mis palabras. Luego, suspiró y dejó el teléfono a un lado.
—No quiero pelear contigo, Valentino.
—No estamos peleando —respondí, intentando mantener la calma—. Solo quiero entender por qué siempre soy el que tiene que esperar.
Hubo un silencio incómodo. Joel bajó la mirada, como si buscara una respuesta en los libros abiertos frente a nosotros. Finalmente, dijo:
—No sé. No sé qué decirte.
Su indiferencia fue la gota que colmó el vaso. Me levanté sin decir nada más y salí de la biblioteca. Sentía la piel ardiendo de rabia, de tristeza, de impotencia. Pero, sobre todo, de decepción. Porque, en el fondo, había esperado una respuesta diferente.
Esa noche, mientras escuchaba música en mi habitación, volví a pensar en todo lo que había pasado. ¿Cuántas veces más iba a ponerme en la misma situación? ¿Cuántas veces más iba a seguir esperando por algo que nunca llegaría?
Fernanda tenía razón. Merecía más.
Pero saberlo y aceptarlo eran dos cosas muy distintas.