Por Amor O Por Dinero

En la sala de espera del Instituto Oncológico Weston, la televisión colgada en una esquina emitía, como era costumbre, uno de esos programas de entretenimiento y farándula que los administradores del centro dejaban puestos con la esperanza de distraer, aunque fuera por unos minutos, a los pacientes de sus propios pesares. Las risas enlatadas, los comentarios exagerados de los presentadores, todo formaba parte de un intento desesperado por teñir de normalidad un lugar marcado por la lucha constante contra la enfermedad.

Anastacia Hayes, madre de Oliver, estaba sentada en uno de los sillones de vinilo color marfil, al lado de otra paciente con la que solía intercambiar algunas palabras durante sus visitas. La mujer, más joven que Anastacia por unos cinco años, compartía con ella algo más que una charla ocasional: compartía también el peso de una enfermedad que no perdona.

—¿Ese no es tu hijo? —preguntó de repente la mujer, señalando la pantalla.

Anastacia alzó la vista. En la televisión, aparecía la imagen de Oliver, sentado junto a Xavier Belmont en una conferencia de prensa. Los dos estaban tomados de la mano. La cámara enfocaba el rostro de su hijo mientras, con voz templada, declaraba estar en una relación con el aclamado CEO de Imperium Media Group.

El corazón de Anastacia dio un vuelco.

No por la noticia en sí —algo dentro de ella siempre había sabido, siempre había intuido—, sino por la forma en la que el mundo entero se estaba enterando. Por cómo la verdad, o parte de ella, le había sido arrebatada. No era la relación lo que dolía, era la revelación pública, la exposición, el sentirse una espectadora más de la vida de su hijo.

Su rostro, ya demacrado por el tratamiento, se endureció visiblemente. Una furia fría y contenida le recorrió la espalda. Apretó los puños con fuerza hasta que las uñas se le clavaron en las palmas. Se puso de pie de golpe, su bata rozando sus tobillos, y giró en busca de alguien. Lo vio a pocos metros, conversando con una enfermera: Alexander, su médico de cabecera… y buen amigo de su hijo.

—Alex —llamó, caminando hacia él con pasos tensos—, ¿podemos cambiar la sesión de hoy?

A pesar del tono aparentemente amable, su voz temblaba por dentro. Alexander la miró con atención. La conocía lo suficiente como para reconocer el temblor oculto bajo su control.

—¿Viste las noticias, verdad? —añadió sin esperar respuesta—. Ese maldito titular...

En la pantalla, las letras mayúsculas no dejaban lugar a dudas:

"Oliver Hayes, un desconocido, admite estar en una relación con Xavier Belmont, CEO de Imperium Media Group"

Alexander asintió con suavidad, intentando transmitir calma. Se acercó un paso y colocó una mano firme sobre el hombro de Anastacia, en un gesto de contención.

—Lo vi. Tranquila —le dijo en voz baja—. Estoy seguro de que Oliver tiene una buena explicación para esto.

Pero ni él mismo creía del todo en sus palabras. Su mente se debatía entre la incredulidad y la preocupación. ¿Cómo era posible que Oliver —un joven tranquilo, sin pasado mediático, con una vida tan ordinaria como la de cualquier otro— tuviera un vínculo con Xavier Belmont, un hombre cuyo nombre era sinónimo de poder, dinero e influencia?

¿Y desde cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué?

Nada encajaba.

—Ven, acompáñame al consultorio —añadió con gentileza, tomándola del brazo con cuidado.

Mientras caminaban juntos por el pasillo, los pasos de Anastacia resonaban apagados contra el suelo de linóleo. Sin embargo, antes de cruzar la puerta, Alexander lanzó una última mirada hacia la pantalla, donde la imagen de Oliver aún permanecía.

Ahí estaba su rostro, ese rostro familiar del que él se había enamorado. Pero en sus ojos había algo distinto. Algo que Alexander no lograba descifrar. Tal vez verdad, tal vez miedo… o quizás ambas cosas.

Y en el fondo, él también lo sabía: necesitaban una explicación. Una que viniera directamente de Oliver. Y que, con suerte, llegara antes de que todo se saliera de control.

...****************...

—¡Ese chico! —exclamó Anastacia, golpeando con fuerza ambas manos sobre el escritorio una vez que ambos estuvieron dentro de la oficina de Alexander—. ¡Claramente le dije que olvidara esos sentimientos! Y ahora… ahora me entero de que está saliendo con ese hombre. —Las palabras le salían entrecortadas, cargadas de rabia, decepción y un dolor que apenas lograba disimular—. Es mi hijo, ¿por qué no me lo dijo antes? ¿Por qué tengo que enterarme por esos medios amarillistas?

—Tranquila —intentó calmarla Alexander—, él ya es un adulto...

—¿Adulto? —lo interrumpió de inmediato, alzando la voz con indignación—. ¡Si fuera un adulto consciente, sabría que enredarse con ese hombre solo le traerá sufrimiento!

Alexander guardó silencio unos segundos, meditando cómo responder sin avivar el enojo que le ardía en los ojos. Finalmente, se atrevió:

—Debe haber una explicación. Oliver no suele ocultarte cosas. Confía en ti, siempre ha sido así. La relación que tienen como madre e hijo es algo admirable. Solo espera… puede que todo esto no sea lo que parece. Quizá sea un malentendido.

—¿Un malentendido? —bufó con amargura, la voz áspera—. ¡Lo acaba de confirmar públicamente, Alexander! ¡A nivel nacional! ¿Dónde está el malentendido en eso? No puedo quedarme de brazos cruzados… Voy a hacer que termine esa relación. ¡Le he hablado tan bien de ti! Tú eres el hombre indicado para él, eres estable, eres bueno. Ese tal Belmont solo juega con la gente. Es un mujeriego, un encantador de serpientes… ¿Qué ve mi hijo en él?

La rabia se desvaneció tan rápido como había aparecido. El cuerpo de Anastacia, agotado tanto por la enfermedad como por la emoción, se dejó caer pesadamente en el sofá del consultorio. Se cubrió el rostro con ambas manos, y las lágrimas comenzaron a rodar sin resistencia. No eran solo de enojo. Eran de impotencia, de miedo, de una tristeza profunda que nacía del amor.

—Él... —sollozó— él nunca ha salido con nadie. Nunca… Y yo no estoy en contra de que ame a un hombre. No es eso. Es solo que… —le temblaba la voz— que no sea ese hombre. Xavier Belmont no le traerá nada bueno. Nada bueno…

Repitió aquellas palabras como si fueran un conjuro, un deseo desesperado de proteger a su hijo, aún si él no lo comprendía. Mientras lloraba, Alexander se mantuvo en silencio, sintiendo una punzada en el pecho. Porque entendía, muy en el fondo, que su preocupación no nacía del odio… sino de un amor tan feroz como irracional.