En un mundo donde las historias de terror narran la posesión demoníaca, pocos han considerado los horrores que acechan en la noche. Esa noche oscura y silenciosa, capaz de infundir terror en cualquier ser viviente, es el escenario de un misterio profundo. Nadie se imagina que existen ojos capaces de percibir lo que el resto no puede: ojos que pertenecen a aquellos considerados completamente dementes. Sin embargo, lo que ignoraban es que estos "dementes" poseen una lucidez que muchos anhelarían.
Los demonios son reales. Las voces susurrantes, las sombras que se deslizan y los toques helados sobre la piel son manifestaciones auténticas de un inframundo oscuro y siniestro donde las almas deben expiar sus pecados. Estas criaturas acechan a la humanidad, desatando el caos. Pero no todo está perdido. Un grupo de seres, no todos humanos, se ha comprometido a cazar a estos demonios y a proteger las almas inocentes.
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CAPÍTULO DIECINUEVE: LA NOCHE DEL DEMONIO
Sebastián emergió de las paredes con una fluidez casi espectral. Sus brazos estaban cruzados, mientras observaba con una mezcla de desdén y curiosidad a la mujer tirada en el frío piso, bañado en la sangre de su padre. Una sonrisa burlona se dibujó en su rostro mientras comenzaba a rondarla, dando círculos a su alrededor con una gracia siniestra. Había habitado en esa mansión durante siglos, y por primera vez presenciaba a una de las mujeres de esa familia llorar con tal desesperación. De hecho, era la primera vez que veía a un miembro de la familia Lith derramar lágrimas de esa manera, un espectáculo impresionante y fascinante para el demonio.
Victoria
levantó la mirada hacia él, y sus ojos se encontraron sin el velo que solía separarlos. Por primera vez, el súcubo veía el rostro de la mujer. En ese instante, una pregunta surgió en su mente: ¿Por qué habían escondido su rostro del mundo? Mientras intentaba acercarse más a ella, una fuerza invisible e invencible lo detenía. Sebastián miró hacia el inicio del largo pasillo, presintiendo una amenaza inminente. Sin perder tiempo, tomó rápidamente el brazo de Victoria y la levantó del suelo con un movimiento brusco pero eficaz. La urgencia en sus acciones no dejaba lugar a dudas de que algo peligroso se avecinaba. Victoria intentaba liberarse del agarre del demonio, quien había estado presente en su vida desde que tenía uso de razón, pero su resistencia parecía inútil contra la fuerza que la impulsaba a seguir adelante.—¿Qué sucede contigo? ¡Suéltame!
—Solo cállate, mujer. Trato de mantenerte con vida.
—Tonterías. Suéltame ya mismo.
Sebastián abrió una puerta escondida detrás de un cuadro perturbador, que mostraba a un hombre desnudo con una cruz invertida emergiendo de su estómago. Al otro lado de la puerta, un pasillo estrecho y sinuoso descendía hacia las profundidades de la mansión. El aire era frío y húmedo, impregnado del olor a moho y decadencia. Sin dejar de sujetar a Victoria, Sebastián la arrastró a través del pasillo. Su agarre era firme pero no doloroso, una mezcla de dominio y protección.
Victoria, a pesar de sus esfuerzos por resistirse, sentía una fuerza desconocida que la empujaba a seguir adelante. Sus pensamientos eran un torbellino de confusión y miedo, mientras sus pasos resonaban en el suelo de piedra. De repente, Sebastián se detuvo frente a una puerta de hierro con un candado antiguo. Miró a Victoria con una sonrisa enigmática, una chispa de misterio brillando en sus ojos oscuros, y dijo con voz baja y grave:
—Aquí estarás a salvo. La mansión está llena de esos demonios.
Victoria miró la puerta con recelo, sintiendo que su destino estaba a punto de cambiar de manera irrevocable. La presencia de Sebastián, el olor a sangre y moho, y la sensación de peligro inminente se mezclaban en una sinfonía macabra que amenazaba con consumirla.
—No puedo quedarme aquí, Sebastián. Debo... irme. Por un descuido puse al mundo en un peligro inminente —respiró con dificultad, su voz temblando con cada palabra—. Mi padre está muerto, todos lo están, y yo... yo sigo aquí sin saber qué debo hacer. Sé que debo salir y arreglar lo que hice, pero... no soy lo suficientemente fuerte para esto. Yo... aunque intente parecer lo contrario, tengo mucho miedo. Miedo de fracasar, miedo de que todo lo que haga no sirva de nada. Miedo de... ser yo. Papá me enseñó a ser fuerte, pero ¿qué tiene de bueno ser fuerte en esta situación cuando ya no queda nada por lo que luchar?
Victoria miró a Sebastián con ojos llenos de angustia, buscando en su expresión alguna señal de compasión o entendimiento. El demonio, sin embargo, mantuvo su mirada enigmática y su postura imponente. La tristeza y la desesperación en sus palabras eran palpables, y el peso de la responsabilidad que sentía sobre sus hombros parecía abrumarla.
—Victoria —dijo Sebastián, su voz resonando con una gravedad inusual—, la fortaleza no siempre se mide por la ausencia de miedo, sino por la capacidad de seguir adelante a pesar de él. Tu padre sabía eso, y por eso te preparó para enfrentar situaciones como esta. No estás sola en esto, aunque lo parezca. La verdadera fuerza viene de aceptar tus miedos y usarlos como motivación para seguir luchando. Hasta demonios como yo sienten miedo, pero, ¿Alguna vez has visto que ese miedo toma el control de mí? No, yo sigo siendo el mismo con miedo o sin él. Así debes ser tú. No permitas que el miedo te diga que no puedes porque tú sí puedes. Sé que puedes hacerlo, Tori.
Victoria cerró los ojos por un momento, intentando absorber las palabras del demonio. La realidad de su situación la golpeaba con fuerza, y el dolor de la pérdida y la incertidumbre se mezclaban en su interior. Sentía el peso de sus propias expectativas y las de su familia, y la presión de ser la última Lith la asfixiaba.
—No entiendo por qué confías en mí, Sebastián —susurró, abriendo los ojos nuevamente—. Siempre has sido una presencia aterradora en mi vida, y ahora me hablas como si realmente te importara. ¿Por qué?
Sebastián soltó una risa baja, una mezcla de amargura y resignación.
—Porque, Victoria, a pesar de lo que puedas pensar de mí, no soy el villano de esta historia. Mi propósito siempre ha sido proteger esta mansión y a los que la habitan, aunque mis métodos no siempre sean comprensibles para los humanos. Tú eres la última Lith nacida en la mansión, y si el mundo está en peligro por un descuido tuyo, es mi deber ayudarte a corregirlo. No porque me importe particularmente el destino del mundo, sino porque esta mansión y tu legado son parte de lo que me ata a este plano.
—No... no lo pensé así... —dijo Victoria, susurrando mientras miraba a Sebastián con ojos llenos de lágrimas—. Siempre te he visto como una amenaza, como alguien que debía temer y evitar. Nunca imaginé que pudieras tener otro propósito, que realmente pudieras querer ayudarme.
Sebastián la observó en silencio, su expresión permaneciendo serena pero con un destello de comprensión en sus ojos oscuros.
—Victoria, no siempre todo es lo que parece —respondió con una voz que, por primera vez, sonaba casi suave—. Las apariencias pueden ser engañosas, y a veces los que parecen nuestros enemigos pueden ser nuestros aliados más inesperados.
Victoria asintió lentamente, tratando de procesar todo lo que estaba pasando. Su corazón latía con fuerza, y sentía un nudo en la garganta que hacía difícil respirar. La magnitud de su situación la abrumaba, y la idea de que Sebastián pudiera ser un aliado en lugar de un adversario era casi inconcebible.
—Pero... ¿por qué ahora? —preguntó, su voz quebrándose ligeramente—. ¿Por qué decides ayudarme ahora, cuando todo parece perdido?
Sebastián dio un paso hacia ella, su mirada fija en la de Victoria.
—Porque ahora es cuando más necesitas ayuda, cuando todo parece perdido es cuando se revelan los verdaderos aliados. He observado a tu familia durante siglos, y aunque mis motivos puedan parecer oscuros, siempre ha habido un propósito mayor detrás de mis acciones. Tu padre lo entendió, y ahora es tu turno de comprenderlo.
Las palabras de Sebastián resonaban en su mente, y aunque todavía tenía muchas preguntas y dudas, una chispa de esperanza comenzó a encenderse en su interior.
—Está bien... —dijo finalmente, respirando hondo—. Acepto tu ayuda, Sebastián. No sé qué me espera, pero sé que no puedo hacerlo sola. Gracias... por estar aquí.
Sebastián asintió, su expresión mostrando una leve sonrisa de satisfacción. Se hizo a un lado, revelando detrás de la puerta una habitación. En su interior, un gran armario viejo y desgastado ocupaba un rincón, mientras un mueble al costado albergaba una colección de libros antiguos y polvorientos. Este era el lugar donde Sebastián pasaba la mayor parte de su tiempo; se podría decir que era su habitación.
Victoria entró, seguida de Sebastián, quien aseguró la puerta detrás de ellos. Su mirada recorrió la habitación. No le sorprendió ver cuadros un tanto excéntricos colgados cerca de una ventana que no ofrecía vista alguna al exterior, ya que una pared se interponía al otro lado. La habitación tenía un aire de antigüedad y misterio, como si estuviera congelada en el tiempo. De hecho, era la más antigua de toda la mansión Lith, el lugar donde la mansión comenzó a surgir.
Sebastián se colocó detrás de Victoria. En sus manos, tenía un velo que había hecho aparecer de la nada. El rostro de Victoria se veía hermoso a la luz tenue de la habitación, pero Sebastián sabía que ella no se sentía cómoda dejando su rostro al descubierto. Sus tradiciones eran importantes, aunque en ese momento estaba pasando por un momento donde no sabía cómo sentirse al respeto. Sebastian se acercó cuidadosamente a ella, levantando sus manos con delicadeza para colocarle el velo. Victoria, sin voltearse, quedó sorprendida al sentir la tela rozar su piel. Llevó sus manos al velo, tocándolo con una mezcla de alivio y nostalgia. Sebastián se inclinó hacia adelante, susurrando suavemente en su oído:
—Déjame cubrir tu belleza, Victoria. No para ocultarla, sino para protegerla. Para que solo yo pueda verla, para que tu identidad siga intacta—Su aliento cálido envolvió su piel, enviando escalofríos por su columna vertebral. Victoria se estremeció, su corazón latiendo con fuerza, mientras Sebastian terminaba de poner aquel velo.
—Gracias, Sebastián —susurró, su voz quebrada por la emoción—. Nunca pensé que… encontraría consuelo en alguien como tú… pensé que tu no eras tan… amable.
—A veces las apariencias engañan.
—Lo siento.
— No importa, Lith. Creo que deberías descansar un rato.
Al otro extremo, se encontraban los hermanos Lith junto a Thaddeus. Aunque no estaba preparado para estar en ese lugar, sabía que no podía dejar que el miedo lo dominara. Porque sí, tenía mucho miedo de estar allí, de enfrentar a esas entidades que siempre habían sido relatadas en las historias como malvadas y con las cuales ya había tenido interacción; especialmente cuando secuestraron a su familia, no hacía mucho tiempo.
Esas experiencias, tan repentinas e intensas, estaban provocando cambios profundos no solo en su percepción de la realidad, sino también en su estado mental. No era fácil que la vida cambiara de un día para otro. Que un día estuviera en la escuela junto a sus amigos, en un lugar donde todo parecía ser normal, y al siguiente, se encontrara en medio de la noche, caminando hacia un peligro desconocido, intentando solucionar un problema que no había causado. Ese tipo de choque es demasiado fuerte, algo que no muchos soportarían.
Thaddeus respiró profundamente, tratando de calmar el torbellino de emociones que lo embargaba. Sabía que no podía permitir que el miedo lo paralizara. Tenía que ser fuerte. La oscuridad parecía cerrarse a su alrededor, pero él se negaba a dejar que la consumiera. Recordó las historias que había escuchado, las advertencias sobre las entidades que habitaban en este lugar, pero también recordó la determinación que lo había llevado hasta allí. No podía dar marcha atrás ahora.
—Tenemos que seguir adelante —murmuró Thaddeus para sí mismo.
Al llegar al lugar, percibieron un altar y una choza de madera con antorchas encendidas, aunque no había nadie a la vista. El silencio era inquietante, y la atmósfera estaba cargada de una tensión palpable. Draxar decidió acercarse a la torre, que parecía un edificio de los que había visto en la ciudad, aunque más antiguo y siniestro. Sus hermanos optaron por explorar la casa, que, a primera vista, parecía vacía. Thaddeus, en cambio, se quedó mirando todo, su mente abrumada por la incertidumbre y el miedo.
Mientras contemplaba el paisaje desolado que se extendía frente a él, Thaddeus dejó que su mirada se perdiera en las sombras que danzaban al compás de las antorchas encendidas. Las llamas chisporroteaban en el aire frío de la noche, proyectando figuras distorsionadas que parecían jugar con su mente. Su respiración se hizo más pesada mientras los recuerdos de su familia comenzaban a invadir su mente, una serie de imágenes y sensaciones que lo golpearon como una tormenta implacable.
Eran recuerdos nítidos, dolorosos, imposibles de olvidar. Todo lo que había vivido con ellos, cada palabra, cada gesto, lo que alguna vez fue amor se había transformado en algo oscuro y venenoso. Ese odio profundo que ahora cargaba como una carga insostenible no había nacido solo; ellos lo habían sembrado, regado con su indiferencia, con sus gritos, con su crueldad. Thaddeus cerró los ojos por un momento, intentando bloquear la oleada de emociones, pero era inútil. El odio hervía en su pecho, mezclándose con el dolor y el remordimiento.
—Thaddeus… Thaddeus, ¿estás ahí? —La voz que lo llamó era tenue, un susurro apenas audible, pero inconfundible. Era una voz que conocía demasiado bien, una voz que pertenecía al pasado, a alguien que ya no debería estar allí.
Un escalofrío helado recorrió su espalda al oírla. Su cuerpo se tensó automáticamente, como si su mente no pudiera decidir si huir o enfrentar lo inevitable. No podía ser real, no podía ser ella. La angustia lo inundó mientras su corazón latía con fuerza. La voz volvió a escucharse, más insistente, más desesperada.
—Thaddeus, por favor, ayúdame… No quiero morir... Por favor, Thaddeus, ayuda a tu hermana. ¡No me dejes morir!
Las palabras perforaron sus pensamientos como cuchillos. Sin poder evitarlo, giró bruscamente en dirección a la voz, con los ojos muy abiertos, buscando lo que sabía no podía estar allí. Y entonces la vio. Allí, bajo las sombras de los árboles retorcido, se encontraba su hermana. La imagen le resultaba aterradora, como si hubiera salido directamente de una pesadilla. Thaddeus sintió que el suelo bajo sus pies desaparecía. El horror lo invadió mientras revivía, con espantosa claridad, lo que había sucedido aquella noche.
Todo volvió a su mente con una intensidad brutal. Recordó cómo, en un arranque de ira incontrolable, se había abalanzado sobre su padre. Le había cortado el cuello con una precisión que aún no entendía de dónde había sacado. El sonido de su cuerpo cayendo al suelo todavía resonaba en sus oídos, un eco que nunca lo abandonaría. Después había sido el turno de su madre. Thaddeus la había atacado con una furia ciega, apuñalándola repetidas veces, una y otra vez, hasta que su cuerpo quedó irreconocible, cubierto de cortes que desdibujaron su rostro y su figura.
Y luego, su hermana... Había sido la última. Había sentido su resistencia, su desesperación, pero su mente estaba consumida por una oscuridad que no dejaba lugar para la piedad. Recordó cómo sus manos temblorosas la habían sujetado y, con una frialdad que lo horrorizaba, le había cortado la cabeza. Había sido rápido, brutal. Había terminado con su vida y con cualquier rastro de humanidad que le quedara.
Ahora, allí estaba ella, como un espectro, como una aparición salida de sus peores pesadillas. La sangre, la misma sangre que había derramado con sus propias manos, cubría su cuerpo mientras lo miraba, suplicante. Pero Thaddeus sabía que ya no podía hacer nada. Era tarde para el perdón, era tarde para el arrepentimiento. El daño estaba hecho, y el fantasma de su hermana lo perseguiría por el resto de su vida.
—¿Por qué nos hiciste esto?
La voz de su hermana, débil pero clara, atravesó el aire como un golpe directo a su conciencia. Thaddeus la escuchó, pero al principio no supo si provenía de sus propios recuerdos o si en verdad ese espectro ensangrentado frente a él acababa de hablar. La imagen de su hermana, tan pálida y rota, lo mantenía paralizado, incapaz de reaccionar de manera lógica. No podía apartar los ojos de ella, de esa figura que le recordaba lo irreversible de sus acciones.
—¿Por qué lo hiciste, Thaddeus? —La pregunta resonó en el vacío, más fuerte esta vez, como si se lo exigiera —. Mírate, soy tu pequeña hermana.
El peso de esas palabras lo aplastó, como si con ellas llegara la realidad del monstruo en el que se había convertido. El sudor frío cubría su frente mientras su mente intentaba encontrar una respuesta, alguna justificación que hiciera menos terrible lo que había hecho. Pero no la había, no podía haberla. El aire alrededor de él parecía más denso, como si incluso el entorno lo estuviera juzgando.
Su mirada descendió hasta las manos, esas mismas manos que habían empuñado el cuchillo, que habían destruido todo lo que alguna vez fue su familia. Todavía podía sentir el calor de la sangre cubriéndolas, aunque ahora solo quedaba el rastro invisible de sus actos. Apretó los puños con fuerza, pero eso no aliviaba el peso en su pecho, el dolor que crecía con cada segundo.
—No lo sé —murmuró finalmente, con una voz que apenas podía reconocer como suya. Era cierto, no lo sabía. No sabía en qué momento había perdido el control, en qué momento la oscuridad había tomado el mando de su vida. Solo sabía que, cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde. El odio, la rabia, el resentimiento... todo se había acumulado en su interior, construyendo un muro entre él y cualquier posibilidad de redención.
Pero esa respuesta no era suficiente. No lo sería para ella, ni para él.
—Todo el dolor... —continuó Thaddeus, tragando con dificultad—. Todo el odio... Me consumió. Ya no era yo. No sé en qué me convertí, pero... —se interrumpió, incapaz de seguir, mientras su voz se quebraba.
Su hermana lo miraba con esos ojos llenos de acusaciones silenciosas, ojos que parecían atravesarlo y ver más allá de sus palabras. Él sabía que nada de lo que dijera cambiaría lo que había hecho. Las heridas que había causado eran permanentes, tanto en el cuerpo de su familia como en su propia alma. Sin embargo, la necesidad de explicarse seguía ahí, como si encontrar una razón pudiera aliviar, aunque fuera un poco, la culpa que lo carcomía por dentro.
—Thaddeus... —volvió a decir la voz, esta vez más suave, más cercana—. ¿Por qué nos hiciste esto?
El eco de esa pregunta se hizo insoportable. Cada palabra se sentía como un cuchillo más profundo que cualquier arma que hubiera empuñado aquella noche. Su mente era un caos de imágenes y emociones, de remordimiento y confusión. Por más que intentara encontrar una respuesta, sabía que ninguna explicación sería suficiente para justificar la masacre que había cometido.
—Lo hice porque los odio —dijo, casi en un susurro, pero con una firmeza que no dejaba lugar a dudas—. Sobre todo a ti. Te dieron lo que yo nunca tuve.
Thaddeus sintió cómo las palabras salían de su boca con una frialdad que lo sorprendió incluso a él mismo. Eran gélidas, afiladas como el filo del cuchillo que había empuñado aquella noche. Habían estado en su mente durante tanto tiempo, alimentándose del rencor, pero nunca las había pronunciado en voz alta. Ahora, sin embargo, las dejaba escapar como un veneno, como si al hacerlo pudiera aliviar un poco el peso de su culpa.
—Yo también era su hijo, pero solo decían que era un enfermo mental. Nadie creyó en mí, nadie estuvo para mí…se lo merecían por lo que hicieron.
Su mirada se endureció mientras observaba la figura ensangrentada de su hermana, esa imagen fantasmal que no dejaba de atormentarlo. Todo el resentimiento que había acumulado a lo largo de los años explotó en esas palabras, cada una de ellas impregnada de amargura. Recordaba cómo la habían tratado, cómo siempre había sido la favorita de sus padres, mientras él era relegado a un rincón oscuro de la familia, olvidado, despreciado. Ellos le habían dado a su hermana todo lo que él había deseado: amor, atención, afecto. Y ahora, ese odio que había crecido en su interior lo consumía por completo.
—Siempre quise cumplir 10 años —la voz de su hermana tembló, cargada de dolor y tristeza—, pero ya no lo haré por tu culpa.
Esa declaración, tan simple y tan devastadora, resonó en el aire como una sentencia final. Thaddeus sintió un nudo formarse en su garganta, pero en lugar de suavizarse, su corazón se endureció aún más. La culpa que durante tanto tiempo había intentado ignorar lo envolvió por completo, pero no lo hizo retroceder. En su mente, todo seguía justificándose con el mismo veneno que había envenenado su alma. Miro nuevamente hacia ella, quien recupero su forma origina, como estaba antes de ser asesinada.
Y entonces lo dijo, con una crueldad que incluso él no creía capaz de pronunciar:
—Puedes cumplir 10 años... de muerta.
Las palabras salieron de sus labios con un tono tan frío, tan calculado y malévolo, que parecían no pertenecerle. Eran palabras llenas de odio puro, de una oscuridad que ya no podía controlar. La expresión de su hermana cambió; el dolor en su rostro se profundizó aún más, como si las palabras hubieran sido el golpe final, el que sellaba su destino más allá de la muerte. Thaddeus lo supo en el instante en que las pronunció, pero no pudo retractarse, ni siquiera cuando su propia alma se retorció ante la maldad que acababa de mostrar.
Los padres de Thaddeus aparecieron junto a su hermana, sus figuras espectrales envueltas en las mismas sombras danzantes que antes lo habían atrapado. Sus rostros, pálidos y fríos, lo miraban con una mezcla de desaprobación y desdén. Verlos allí, frente a él, no hizo más que avivar el fuego de su odio. El rencor que llevaba años acumulando se agitó en su interior, más furioso que nunca, como un volcán a punto de estallar.
—¿Sabes qué es lo peor de todo? —comenzó su madre, con una voz que goteaba veneno—. No es lo que hiciste, no es el daño que causaste... Es que lo disfrutaste. Disfrutaste ver cómo todo se desmoronaba, ¿verdad?
Su mirada se clavó en Thaddeus como una daga, fría y calculadora, tratando de penetrar las barreras de su alma. Pero él no se inmutó. Ese odio que ardía en su interior lo hacía inmune a sus palabras, lo hacía más fuerte.
—¿Y qué si lo hice? —respondió Thaddeus con una sonrisa torcida, cruel—. Cada segundo, cada grito, fue una victoria. Verlos sufrir, ver cómo todo lo que creían que los hacía fuertes se desmoronaba... no tiene precio. Al fin obtuve lo que me debían.
Su voz era baja, casi un susurro, pero cada palabra cortaba como un cuchillo afilado. Disfrutaba ver cómo el dolor y la decepción se reflejaban en sus rostros, disfrutaba ser el causante de su miseria.
—Eres patético —escupió su madre, sin perder la compostura—. Pensabas que al destruirnos te elevarías, ¿verdad? Pensabas que eso te haría algo más que el despojo miserable que siempre has sido. Pero sigues siendo nada. Solo un cobarde que arruina vidas porque no sabe cómo vivir la suya.
Thaddeus sintió cómo esas palabras intentaban atravesarlo, pero se negaba a dejar que le afectaran. Ese desprecio, esa acusación de debilidad, ya no podían tocarlo. Él había roto esos lazos hacía tiempo.
—No ganaste nada, solo te condenaste —intervino su padre, su voz grave y llena de desaprobación—. Disfrutaste destruir lo que yo tenía, pero lo que no entiendes es que al final, te quedarás vacío. Porque el odio es todo lo que te queda.
Esa frase resonó en su mente, pero Thaddeus no permitió que penetrara en su corazón. El odio había sido su único refugio, su única fuente de poder, y no lo abandonaría ahora. Nunca.
—Prefiero el vacío a ser como tú —dijo Thaddeus, con una sonrisa amarga—. Siempre fingiendo ser fuerte, siempre con esa máscara de superioridad. Pero sé lo que eres en realidad. Sé que te consumen los mismos demonios. Solo que yo no me escondo de ellos.
Las sombras parecían moverse con más rapidez, como si respondieran a la oscuridad en su corazón. Sus palabras estaban cargadas de resentimiento, de esa certeza de que su familia había sido la causa de todo su sufrimiento. Ahora, ellos pagaban el precio.
—Te equivocas —contestó su madre, su voz firme, aunque teñida de tristeza—. Yo no soy como tú. Tú eres un monstruo, alguien que nunca supo lo que era amar, que solo sabe destruir. Yo puedo vivir con lo que queda. Tú solo podrás morir con lo que hiciste.
El silencio cayó de repente, pesado y cargado de tensión. Las palabras de su madre colgaban en el aire, pero Thaddeus no respondió. Sus ojos, oscuros como el abismo que lo consumía, los observaron con una mezcla de odio y desprecio. Sabía que su destino estaba sellado, pero si iba a caer, lo haría llevándolos consigo.
—¿Con quién hablas, Thaddeus? —La voz de Eldrin lo sacó bruscamente de aquel abismo de odio en el que estaba sumergido. Se giró con rapidez, encontrándose con la mirada confusa de su compañero, quien lo observaba con el ceño fruncido.
Eldrin estaba de pie a pocos metros de él, con una expresión que mezclaba perplejidad y algo de preocupación. No veía nada de lo que Thaddeus acababa de experimentar. No había ni sombras danzantes, ni las figuras espectrales de sus padres o su hermana. Solo el vacío del bosque oscuro, iluminado tenuemente por las antorchas que crepitaban. Thaddeus parpadeó varias veces, tratando de recuperar el sentido de la realidad. Su respiración estaba entrecortada, y su cuerpo temblaba levemente. Las voces, las imágenes, todo había desaparecido tan rápido como había llegado, como si solo hubiera existido en su mente.
—¿No los ves? —murmuró Thaddeus, su voz apenas un susurro, incrédulo de que Eldrin no percibiera la presencia que lo había envuelto. Aún sentía el odio pulsando en sus venas, tan real como lo habían sido los fantasmas de su familia.
Eldrin lo miró más de cerca, con una mezcla de preocupación y desconcierto.
—No veo a nadie, Thaddeus. Solo estamos tú y yo aquí. —Su voz era suave, tratando de calmarlo, pero la tensión en el aire era palpable—. ¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que ves?
Thaddeus bajó la mirada por un momento, intentando recomponerse. Sabía que aquello no había sido solo una alucinación; las palabras, los rostros, todo había sido demasiado vívido. Pero ¿cómo explicarle a Eldrin lo que acababa de presenciar? ¿Cómo podía poner en palabras ese odio ancestral que lo carcomía por dentro y que se había materializado frente a él?
—Eran ellos —murmuró finalmente, con la voz ronca—. Estaban aquí, frente a mí... Mis padres... mi hermana.
Eldrin dio un paso más cerca, con cautela, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera desestabilizar aún más a su amigo.
—Thaddeus, ellos están muertos. No pueden estar aquí. Esto... —dudó por un momento antes de continuar—, esto debe ser tu mente jugándote una mala pasada. El dolor que llevas dentro... está haciendo que veas cosas que no están ahí.
Pero Thaddeus sacudió la cabeza con fuerza, rechazando la idea.
—No. No fue solo mi mente. Estaban aquí, Eldrin, y me hablaban. Me dijeron... —su voz se quebró un poco antes de que el odio lo invadiera de nuevo—. Me acusaron de ser un monstruo. Pero no entienden. No entienden que todo lo que hice, lo hice porque ellos lo merecían.
El rostro de Eldrin palideció al escuchar esas palabras.
—¿De qué hablas? ¿Qué hiciste?
—Yo..
Pero en ese momento, el eco de la explosión todavía retumbaba en sus oídos mientras Thaddeus se incorporaba con dificultad, su cuerpo adolorido por el impacto. Alrededor de él, el caos reinaba. La torre, que hasta hace unos momentos se erguía imponente, ahora era solo escombros en llamas. Pero lo peor no eran los restos de piedra y madera ardiendo. No, lo peor era lo que había emergido de las profundidades: demonios, bestias de pesadilla con ojos brillantes y cuerpos retorcidos, rodeados de una neblina oscura que parecía corromper todo a su paso.
Sus ojos buscaron a Eldrin entre el caos, y cuando sus miradas se cruzaron, no hizo falta decir nada. Ambos sabían que el tiempo de hablar había acabado. Ahora, era el momento de actuar.
Eldrin señaló un pasaje entre las ruinas, un estrecho corredor de piedra que parecía conducir a las catacumbas bajo el lugar..
—¡Por aquí! —gritó, y sin dudarlo, Thaddeus lo siguió.
Detrás de ellos, Draxar y Thalion llegaron corriendo, habiendo visto la misma amenaza que ellos. Los demonios se movían con rapidez, consumiendo lo que quedaba del lugar con su presencia oscura. No había tiempo que perder. El grupo se adentró en el oscuro pasaje. El aire en las catacumbas era denso y húmedo, y sus respiraciones aceleradas resonaban en las paredes de piedra como un eco interminable.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Thaddeus, su voz quebrada por el miedo. Su mirada oscilaba nerviosamente entre las sombras, esperando que en cualquier momento algo saltara sobre ellos.
—Tenemos que buscar la manera de arreglar la caja y encerrar a esos demonios, pero necesitamos a Victoria —respondió Thalion, su mente trabajando frenéticamente, buscando un plan mientras trataba de mantener la calma. Sentía la presión creciente sobre sus hombros, pero sabía que entrar en pánico no les serviría de nada—. Primero, necesitamos estar a salvo.
Siguieron avanzando por el pasaje, cada sombra en las paredes parecía moverse, acechándolos desde las profundidades. El ruido de sus pasos y las gotas de agua que caían desde el techo eran los únicos sonidos que llenaban el lugar, pero la sensación de ser observados era inconfundible. Finalmente, llegaron a una cámara amplia, oculta tras una pesada puerta de hierro que crujió al abrirse. La sala estaba desierta, pero parecía segura. Al menos, por ahora.
—Bien, este lugar nos dará algo de tiempo —dijo Draxar, examinando la sala con una mezcla de alivio y preocupación—. Pero no podemos quedarnos aquí para siempre. Esos demonios no tardarán en encontrarnos.
—Tenemos que idear un plan —intervino Thaddeus, tomando el mando de la situación—. No podemos permitir que esos demonios nos derroten. No después de todo lo que hemos pasado.
Sus ojos recorrieron a sus compañeros: Eldrin, su rostro mostraba los primeros signos de agotamiento; Draxar, el más fuerte del grupo, aunque incluso él parecía algo inquieto por la situación; y Thalion, cuyo temblor en la voz era un claro indicio de que el miedo lo estaba afectando más de lo que quería admitir.
—Pero… Victoria —dijo Thaddeus, su frustración comenzando a asomar—. ¿Dónde mierda está esa chica?
El silencio fue su única respuesta. El peso de la ausencia de Victoria se sentía aún más ahora. Ella era crucial para detener a los demonios, la única que sabía cómo manipular la caja que podría sellarlos nuevamente. Sin ella, estaban perdidos.
—Tiene que estar por aquí en algún lugar —dijo Eldrin, con una mirada determinada—. No se iría sin nosotros.
Thaddeus suspiró, apretando los puños.
—No tenemos tiempo. Si no la encontramos pronto, esos demonios acabarán con todo.