En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 17
Yo, Zoraida, la que arde sin consumirse”
El alba nació lenta aquella mañana. El aire olía a azahar y a promesa. La Alhambra aún dormía, y yo estaba despierta, con el peso sagrado de un recién nacido en mis brazos. Otro hijo… mi segundo sol.
Tenía la piel tibia, como pan recién horneado, y el llanto fuerte de los que vienen al mundo sin pedir permiso. Lo acerqué a mi pecho mientras recitaba en silencio los primeros versos del Corán. Alá es grande. El misericordioso. El dador de vida.
No derramé una sola lágrima. No por falta de emoción, sino porque mi alma ya no sabe llorar. He visto traiciones, he parido entre cuchillos, he amado con miedo, y he sobrevivido al odio de quienes creen que por venir de otro dios, de otra tierra, no merezco trono ni ternura.
Pero aquí estoy.
Mi hijo mayor, mi pequeño de la luna, me miró con asombro cuando le mostré al nuevo hermano. Le tomó la mano con torpeza, como quien toca un tesoro. “¿También será guerrero?”, me preguntó. Y yo le dije: “Será lo que Granada necesite… y lo que Alá decida”.
Los jardines del Generalife han sido mi refugio desde entonces. Cuando todos creen que duermo, yo camino entre las fuentes. Me sumerjo en los colores de los naranjos y murmuro plegarias que ya no son cristianas, pero que aún llevan ecos de mi madre. A veces me descubro mirando al cielo y preguntando si ella me ve. Si mi padre, desde su eternidad, entiende mis decisiones. ¿Me perdonan por haber amado al enemigo? ¿O fue Alá quien los envió a mí para que yo supiera el verdadero amor?
Y mientras Granada respira incierta, yo gobierno.
Sí. Gobier… no con cetro, sino con inteligencia. No desde el trono, sino desde las sombras del poder.
Muley lo sabe. A veces se sienta junto a mí en la sala de tapices, con las cartas de los reinos vecinos sobre la mesa. Él me pregunta. Yo respondo. No siempre estamos de acuerdo, pero me escucha. Me respeta. A veces, cuando duda, yo le doy certeza. Otras veces, cuando yo tiemblo, él me sujeta.
Pero esta alianza no es solo amor: es guerra.
Porque no todos celebran este nuevo hijo.
Aixa, esa mujer de veneno lento, estalló en su torre cuando supo que otro varón había nacido de mí. Gritó que era “otra serpiente en el nido”. Prometió que Boabdil, su hijo, no sería desplazado por “una esclava bautizada”. Y yo… yo no respondí. No con gritos. Con silencios. Con decisiones. Con vigilancia.
Una criada vino corriendo al anochecer: Aixa había enviado cartas a familias del norte. Les ofrecía promesas, puestos, tierras… todo a cambio de que proclamaran a Boabdil como emir, incluso antes de la muerte de Muley. Un golpe en plena cuna.
Pero olvidó algo: yo también tengo oídos.
Un espía disfrazado de vendedor de frutas fue interceptado en el mercado. Llevaba un pergamino enrollado bajo la faja. Cuando lo abrí, mis manos no temblaron. Ya no sé temblar. Decía: “Si Granada ha de caer, que caiga en manos puras, no extranjeras.”
Y firmaba: Aixa.
Aquella noche no dormí. Fui a la habitación de Muley, con el pergamino en las manos.
—Te lo advertí —le dije—. La corona no está en tu cabeza. Está en disputa.
—No podemos desangrar la Alhambra por peleas de mujeres —me respondió, cansado.
Y yo, con calma, con una sonrisa de hielo, contesté:
—No es una pelea de mujeres. Es una guerra de madres. Y yo no pienso perder.
Desde ese día, reforcé mis aposentos. No por miedo, sino por estrategia. A mis hijos no los toca nadie. Nadie. Ni por herencia, ni por celos, ni por sangre.
Las mujeres del harén lo saben. Ya no murmuran. Me miran con respeto. Con temor. Algunas con amor, incluso. Me llaman umm al-amir, madre del príncipe. Y saben que mi palabra pesa como decreto.
Y yo, en mi corazón, sé que aún no termina.
Porque mi batalla no es solo por el poder. Es por la memoria de quienes me parieron. Por los ojos de mis hijos. Por cada mujer que fue callada. Por cada hombre que piensa que nacer cristiana es nacer menos.
Yo soy Zoraida.
Y este vientre mío que ha dado vida… también dará fuego si es necesario.
“Los muros que escuchan”
Granada amaneció con una neblina espesa que cubría los jardines como un manto de advertencia. Zoraida caminaba por los pasillos de mármol con paso firme, sus joyas tintineando suavemente sobre su vientre todavía frágil. Sus dos hijos dormían bajo la protección de las mejores nodrizas del palacio. El mayor, el pequeño de la luna, comenzaba ya a repetir frases en árabe y español, confundiendo el rezo con los cuentos. El más joven dormía aún como un cordero, ajeno a los cuchillos que bailaban en la corte.
Pero Zoraida no dormía.
Esa mañana, uno de sus escribas le trajo noticias alarmantes: había reuniones clandestinas en el ala norte del palacio, donde solían alojarse antiguos aliados de Aixa. Algunos visires empezaban a ausentarse de las reuniones con excusas triviales. Otros, simplemente callaban cuando ella entraba en la sala.
—Los muros hablan —dijo Zoraida en voz baja, mientras caminaba por la sala de las columnas—. Solo hay que saber escucharlos.
Al mediodía, Muley la convocó en privado. Su rostro estaba pálido, con sombras en los ojos.
—Hay rumores, Zoraida —dijo él, mientras la observaba tomar dátiles con delicadeza—. Dicen que tus hijos son un riesgo para la unidad del sultanato. Que tú… estás cegándome con tu belleza y tu lengua afilada.
Ella soltó una risa suave, cargada de ironía.
—¿Y tú? ¿Estás ciego, Muley?
—No —respondió, tomando su mano—. Estoy rodeado de sombras.
—Entonces alumbra con tu decisión. O esas sombras te tragarán entero.
Zoraida sabía que el siguiente paso no podía darse en voz baja. Así que convocó un consejo en la gran sala del trono. Se presentó vestida de verde esmeralda, con el velo recogido hasta el cuello y el cabello recogido con un broche de ónix. No hablaba como esposa, ni como madre. Hablaba como guardiana de Granada.
—He escuchado que hay quienes dudan de la lealtad de mi sangre. He escuchado que se conspira para dividir lo que aún no ha caído. Si alguien cree que mis hijos son una amenaza… que lo diga ahora. Si alguien cree que Aixa tiene más derecho que yo a velar por el trono, que lo proclame frente al emir.
Hubo silencio. Un silencio largo. Nadie se atrevió.
Aixa, sin embargo, no faltó a la cita. Entró tarde, vestida de negro, y ocupó un lugar al fondo. Sus ojos eran cuchillos. Su lengua, una trampa.
—Las serpientes no siempre silban —dijo ella, sin que nadie se lo pidiera—. A veces cantan con voz dulce.
Zoraida no se inmutó.
—Y a veces mueren con un golpe certero.
Tras la reunión, Muley ordenó una auditoría completa de los fondos del palacio. Se descubrieron gastos secretos, reuniones en horas indebidas, visitas no registradas de clérigos radicales. Varios aliados de Aixa fueron desterrados discretamente. La red comenzaba a caer.
Por la noche, Zoraida regresó al Generalife. Se sentó junto al estanque con sus dos hijos. Les cantó una antigua canción de su infancia cristiana, ahora entretejida con los versos del Corán. El mayor le preguntó si todo estaba bien.
Ella le besó la frente y le susurró:
—Todo está en manos de Alá… pero también en las mías.
Desde las torres, los centinelas encendían antorchas. Granada resistía. Y Zoraida, como una leona vestida de seda, no permitiría que su nido fuera robado por nadie.
Ni por sombras.
Ni por sangre.
Ni por Aixa.
Año 1481. La Torre de Comares ya no era solo una de las estructuras más hermosas de la Alhambra; ahora era el epicentro de una batalla invisible, un duelo sin tregua entre dos mujeres que compartían el techo… pero no el alma.
Zoraida ya no respondía al nombre de Isabel. Su voz lo había declarado ante todo el palacio, frente a visires, nodrizas, concubinas y escribas:
—No hay más Dios que Alá. No hay más nombre que Zoraida. Quemé mi cruz. Rompí mis cuentas. De Isabel solo queda el recuerdo… y no lo extraño.
Ese día, lanzó al fuego su último símbolo cristiano: un delicado rosario de plata que alguna vez fue bendecido por un fraile en Jaén. Las llamas bailaron como si festejaran la decisión.
La noticia se propagó como un viento inquieto por el harén. Zoraida ya no era solo la favorita del emir. Ahora era creyente. Musulmana. Un pilar público del sultanato. Y eso, para Aixa, fue una daga clavada sin sangre… pero con profundidad.
Aixa, la esposa legítima, la madre del primogénito Boabdil, lo perdió todo menos el título. Ya no era consultada, ya no era mirada con devoción. Las concubinas la seguían solo por miedo, por lealtades viejas o por odio a Zoraida. El harén se dividió.
Las mujeres comenzaron a espiarse entre sí. Algunas escondían cuchillos bajo sus velos. Otras susurraban versos contra Zoraida durante la oración. Las más sabias fingían neutralidad, sabiendo que en cualquier momento el equilibrio se rompería.
Zoraida lo sabía. Y lo enfrentó con inteligencia.
Ordenó castigos ejemplares contra aquellas que la injuriaban en secreto. Una fue enviada a los baños y nunca regresó. Otra apareció con la lengua cortada, aunque nadie se atrevió a nombrarla. Al mismo tiempo, ofrecía dulces, ropas finas y acceso a las mejores perfumistas a quienes le juraban lealtad. El harén se convirtió en un tablero donde cada mujer era una ficha... o una amenaza.
En una ocasión, una de las favoritas de Aixa se atrevió a decir en voz alta:
—Esa cristiana convertida nos arrastrará al fuego.
Zoraida, serena, simplemente le ofreció una copa de leche con dátiles y dijo:
—El fuego purifica. Ya lo sabrás.
Las tensiones llegaron a su punto máximo en una tarde de primavera. En el salón de la torre, donde los ventanales daban al Albaicín y la luz jugaba con los mosaicos, Zoraida estaba bordando el nombre de su hijo en una túnica dorada.
Aixa irrumpió, sin anunciarse.
—¿Crees que una túnica bordada te hace reina? —espetó, con la voz envenenada.
Zoraida no levantó la mirada. Continuó bordando.
—La realeza no está en la tela. Está en el alma… y en la voluntad de Alá.
—¡Tú no eres nadie! —gritó Aixa—. Una cautiva. Una esclava. ¡Una cristiana renegada que juega a ser reina!
Zoraida alzó la vista con serenidad.
—Soy lo que Alá dispuso. Él me colocó aquí, no tú. ¿Te atreves a desafiar su voluntad?
Las palabras cayeron como piedras. Silencio. Solo el viento movía las cortinas. Los pasos de un niño rompieron la tensión: el hijo mayor de Zoraida entró corriendo y abrazó a su madre. Boabdil, desde la puerta, observó en silencio, con los puños cerrados. Ya comenzaba a entender.
Esa noche, Zoraida se encerró en sus aposentos. Encendió una lámpara de aceite, abrió un libro de suras, y rezó por fuerza. No por venganza.
Sabía que su batalla no era solo contra Aixa, sino contra los cimientos mismos de Granada. Su nombre era un escándalo, su fe una sospecha, sus hijos una amenaza al linaje "puro". Pero ella no cedería.
—Estoy aquí —susurró al aire, mientras su bebé dormía—. No por amor. No por sangre. Estoy aquí porque el destino me hizo llama. Y si quieren apagarme… tendrán que arder conmigo.
Y así, la guerra de los velos continuó.
Silenciosa. Feroz. Inquebrantable.
Las primeras lluvias del otoño de 1481 golpeaban con fuerza los tejados de la Alhambra. Granada parecía contener la respiración. Los rumores crecían como hongos tras la humedad: traiciones, alianzas secretas, y el inminente alzamiento de Boabdil.
Zoraida caminaba lentamente por el Patio de los Arrayanes. A pesar de la bruma, llevaba la frente en alto, con su velo oscuro flotando tras ella como sombra real. A su lado iba su hijo mayor, el pequeño de la luna, que ya montaba ponis y aprendía versos del Corán de memoria. Aún en sus cuatro años, había una dignidad en su porte que muchos temían… y otros empezaban a venerar.
Pero esa mañana, algo diferente se respiraba en los corredores.
Un soldado leal se le acercó con el rostro tenso.
—Sultana… se ha descubierto una carta. Venía del norte. De Loja.
Zoraida detuvo su andar. Su pulso no cambió.
—¿De quién?
—Del círculo de Aixa. Iba dirigida a un noble de Castilla. En ella se menciona el “reino futuro de Boabdil”... y se ofrece abrir las puertas del Albaicín a cambio de protección.
Zoraida cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió, estaban afilados como dagas.
—Llevad la carta a Muley. Y que se dupliquen las guardias esta noche. Nadie entra. Nadie sale.
Esa misma noche, la Sultana se presentó en el salón de los tapices, donde Muley la esperaba con cara de piedra. El emir leyó la carta en silencio. Cuando la terminó, golpeó la mesa con fuerza.
—¡Ella vendería Granada por la sombra de un trono!
Zoraida, más tranquila que nunca, colocó su mano sobre la suya.
—No grites, amor mío. Que no escuchen tu furia. Escucha la mía.
Y le susurró un plan.
A la mañana siguiente, se convocó una audiencia general en el patio central. Los visires, los generales y los altos funcionarios del palacio estaban presentes. Aixa, avisada a último momento, apareció envuelta en un velo carmesí, altiva, sin saber que iba a ser juzgada, aunque aún no públicamente.
Zoraida entró después, con paso firme, escoltada por su hijo mayor, que llevaba un pequeño bastón de madera tallada con versos del Corán.
—He convocado esta reunión —anunció ella, sin siquiera esperar a Muley— porque se ha encontrado veneno en el pozo de las cocinas del harén, y un escrito de traición en las manos de un mensajero nocturno.
Todos guardaron silencio.
—No acuso aún. Pero les advierto: la Alhambra ya no será un lugar para intrigas. Y quien atente contra la estabilidad del sultanato, será castigado no por mí, sino por la voluntad de Alá.
Aixa apretó los labios. Su mirada era puro fuego. Pero no habló. Sabía que una palabra mal dicha podía sellar su destino.
Esa noche, Zoraida se encerró en su sala privada. Escribió varias cartas con su sello personal, dirigidas a aliados en Marruecos y Argel. Granada necesitaba redes más allá de sus muros, y ella era la única que podía construirlas.
Mientras tanto, su hijo menor dormía tranquilo, envuelto en una túnica blanca. Su nodriza lo cuidaba con devoción, y Zoraida, desde la ventana, murmuraba:
—Si he de caer… que sea de pie. Pero mis hijos verán lo que es el coraje de una mujer que nunca fue elegida, pero se convirtió en columna.
Y al fondo, entre las sombras del patio, unos ojos observaban.
Ojos que no eran leales… ni dormidos.