MI NIÑA. UNA GUERRERA. RENACIENDO. "Una Historia Que Duele… Pero También Salva"

POV Roqui

Le prometimos a María Teresa, nuestra amiga y hermana del alma, ayudarla a saber qué pasa con su hija.

Conozco a Marla como la palma de mi mano… y cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no hay poder humano que se lo saque de la cabeza.

Está que arde de la furia ante la notificación del juez, donde le exige a María Teresa salir de su casa, ya que su hija la reclama como parte de la herencia de su padre.

Eso me desconcierta a mí también. Quiero tenerla enfrente y darle unas buenas nalgadas, a ver si recapacita.

Marla, con su astucia y espíritu de periodista investigativa, llama a uno de sus amigos y le pide información sobre nuestra sobrina.

No pasa mucho tiempo cuando el detective comienza a enviarnos fotos de ella.

En cada una de las imágenes, tomadas por cámaras de tránsito o en supermercados, Charrill aparece vestida de una forma completamente ajena a sí misma.

Siempre con buzos de cuello alto hasta la barbilla, mangas largas, vestidos que le cubren hasta los tobillos, pantalones sueltos… ropa holgada que parece más un escudo que una elección.

Nada de lo que solía usar. Nada que refleje siquiera una pizca de la seguridad que antes irradiaba con tanta naturalidad.

Algo no cuadra: estamos en verano. ¿Por qué usa esa ropa? Además, ella, como diseñadora, sabe lo que está a la vanguardia.

Marla toma la foto entre sus dedos, la observa, y no sé en qué momento entra en estado de pánico.

Su cuerpo comienza a temblar involuntariamente. Sus ojos se empapan de lágrimas que salen sin control.

Yo me aterro. Hacía tantos años que no veía en ella ese estado.

—Marla, amiga, ¿dime qué pasó? —susurro, tomando su mano con suavidad.

Ella aprieta la foto de Charrill con más fuerza. Trato de tomarla, pero sus dedos, rígidos y temblorosos, no la sueltan.

Me santiguo, porque ese estado de ella me da más pánico a mí que a cualquiera. María Teresa y Gerónimo siempre han sido quienes logran sacarla de ese lugar oscuro.

Yo… yo no soy hábil con el dolor. Me siento torpe, como si caminara a ciegas, descalzo entre piedras a punto de caerme.

—Diosito, no seas malito con este macho femenino… ayúdame a sacarla de allí —suplico, alzando la vista al techo, como si esperara que el cielo me enviara un ángel con la fuerza para enfrentarse a sus demonios.

Observo la foto con detenimiento y, al instante, me encuentro con algo que no puedo ignorar: un moretón en el rostro de Charrill, cuidadosamente cubierto por maquillaje.

Para cualquiera, podría pasar desapercibido. Pero no para mí. La base que usó es más oscura que su tono de piel, y la cantidad aplicada no deja lugar a dudas.

Cuando ella es hermosa sin esfuerzo, sin necesidad de esconderse tras capas de pintura.

—Marla, amiga, ya entiendo… vuelve, por favor. No es momento de que te hundas en ese estado. Nuestra pequeña necesita ayuda —murmuro, mi voz suave, pero cargada de una angustia que crece por dentro, como un grito ahogado buscando un milagro.

Ella respira hondo. Comienza a sollozar, un llanto profundo que llena el aire. Intenta hablar, pero las palabras se entrecortan, ahogadas por el dolor de su desbordante angustia.

No logro comprender lo que dice, pero puedo sentir que su mente está atrapada en los recuerdos, reviviendo todo lo que le ocurrió a su madre y a su hermana.

La abrazo con fuerza, sin importarme si me respira en el cuello o si se humedece mi camisa con su llanto.

—Amiga, eso ya pasó hace tantos años. Sé que no importa cuánto tiempo haya pasado, siempre será una cicatriz con la que vives. Pero no puedes derrumbarte ahora, después de 35 años... —susurro, las palabras saliendo con suavidad, aunque mi corazón se rompe por dentro al verla así.

Lo que sucedió con sus padres pasó cuando mi amiga tan solo tenía 11 años. Ese suceso marcó su vida.

Al fin logra tranquilizarse. Le alcanzo un vaso de agua, el cual toma con sus manos temblorosas.

—Roqui… Charrill no es una mala hija. Ese hijo de puta la debe estar amenazando con algo… mi corazón me lo dice.

—Ventaron, primero tranquilízate, déjame concretar una cita con el jefe de ella, con alguna estúpida excusa.

Ella se levanta como un resorte y me mira con esa mirada suplicante.

—Tiene que ser hoy… siento algo aquí en mi pecho —dice con la mano sobre su corazón.

—Primero vamos a verla, confirmaremos si tus sospechas son ciertas… —digo disimulando la desesperación que también me embarga.

Pero lo cierto es que debemos crear un plan... Y no tenemos tiempo que perder.

***

Dios… cuando veo a Charrill entrar en la sala de juntas, mi mandíbula casi cae al suelo. Hago un esfuerzo sobrehumano para no arrancarme a llorar.

Porque si algo soy en esta vida, es un chillón… un sensible sin remedio. No puedo ver a una mujer tan frágil, tan rota, sin que algo dentro de mí se quiebre también.

Sus ojitos, esos ojos que siempre brillaban con fuerza, ahora están apagados, como si ya no quedara en ella energía para pelear contra la oscuridad que la rodea.

No es la Charrill que conozco. Esta versión de ella está vacía, desganada, como si todo lo que alguna vez la hizo vibrar hubiera desaparecido sin dejar rastro.

Es un alma perdida, vagando y pidiendo auxilio a gritos silenciosos con cada paso que da.

Y lo que más me duele es saber que, para el resto del mundo, es más fácil darle la espalda, ignorarla, seguir adelante como si nada estuviera ocurriendo. Pero yo la veo. Y no sé cómo seguir adelante mientras ella esté ahí, rota y sola.

Marla, con una mirada que lo dice todo, me pide que las deje a solas. Sin dudar, accedo y me aparto.

Nos dirigimos a la oficina de Meléndez. Discutimos sobre los posibles convenios y, aprovechando el momento, le pido un recorrido por las Instalaciones, enfocándome especialmente en el piso de diseño.

Así llegamos al octavo piso.

Ese lugar, donde se supone que se respira aire fresco y creatividad… apesta. A víboras disfrazadas de diseñadoras, a envidia maquillada con base cara. A mediocridad en tacones de diseñador que les quedan grandes, tanto en talla como en nivel.

Sus ojos se le clavan en Meléndez como si fuera el premio mayor. A mí me miran como si fuera un intruso. Pobres estúpidas. No entienden que yo juego en las grandes ligas.

No soy un mequetrefe al que puedan mirar por encima del hombro.

Pero mi lengua… bendita sea… no vino a este mundo para adornar silencios.

—Amigo —digo, lanzando una mirada fulminante mientras camino entre esas oficinas que supuran hostilidad—. Creo que este será el primer lugar donde debes hacer cambios urgentes. El personal que trabaja aquí debería inspirar frescura, originalidad… pero esto parece un desfile de perras disfrazadas de moda.

Algunas se incomodan. Otras bajan la mirada. Una se cruza de brazos como si su actitud pudiera esconder su falta de talento.

"¡Ay ternurita...!" Pienso con sarcasmo.

—¿Dónde está el gusto, el criterio? ¿Dónde está la esencia creativa? Aquí lo único que flota en el aire es ego sin sustancia… y un ligero aroma a "quiero, pero no puedo".

Arturo me lanza una mirada entre avergonzada y resignada. Sabe que no exagero.

Y si lo hago… de malas. Porque yo soy Roqui Márquez. Y ser mi socio es un privilegio que no se mendiga, se agradece.

—Roqui. Lo que tú pidas se hará.

Esa frase me arranca una sonrisa elegante… aunque no del todo amable.

—Me alegra que estés dispuesto a mejorar —digo con paso firme y expresión implacable, mientras las alimañas palidecen a mi alrededor—. Pero por favor, empieza con una buena limpieza. Este piso necesita más luz, más clase… y menos veneno.

Aprieto la nariz acercándome a un par de infelices que hasta hoy tuvieron trabajo.

—Este piso huele a ego rancio y pachulí barato. Guácala.

Sigo sonriendo. Porque si hay algo que amo más que los buenos tratos, es poner a las brujas en su lugar. Con elegancia… pero sin piedad.

El informe del investigador mostró el trato que recibía mi sobrina de estas perras.

***

El plan de mi amiga está en marcha.

El automóvil nos espera justo al frente del edificio. Solo faltan unos pasos… pero todo se puede derrumbar si fallamos ahora.

Charrill se petrifica por el pánico. Su cuerpo, rígido como mármol, no responde.

Sus ojos están clavados en dos sujetos con pinta de malandros que la observan como hienas hambrientas.

Ella no dice nada, pero tiembla. Y eso me basta.

—¡Ey, imbécil! ¡Búscate el tuyo y no mires lo que es mío! —escupo la frase como un latigazo mientras la tomo de la mano y la jalo con suavidad hacia mí—. Vamos, bebé… estás a salvo… falta poco —le susurro al oído, firme, protector, como si mi voz pudiera blindarla contra el mundo.

Ella parpadea.

Respira.

Reacciona.

Los lentes oscuros esconden su miedo, pero yo siento cómo su piel tiembla bajo mi tacto.

Da un paso… luego otro. Como si cada movimiento costara una eternidad. Como si aprendiera a caminar entre ruinas.

El auto está ahí. Tan cerca. Marla ya ha subido. Solo falta que crucemos la última línea.

Y justo cuando creo que lo logramos, una voz irrumpe el aire como un disparo:

—¡Esperen!

***

¡Ay Dios, ¿y ahora qué pasó?!

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