Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Entre libros y señales
La escuela olía a primavera. No por las flores, que apenas brotaban en los jardines, sino por la esperanza flotando en los pasillos. Entre exámenes, ensayos y risas sueltas, algo estaba cambiando. Y yo lo sentía. Lo sentía cada vez que la veía.
Diana.
Sentada al otro lado del salón, con su cuaderno apretado contra el pecho y la mirada distraída. Cuando nuestras miradas se cruzaban, aún había un poco de silencio entre nosotras, como si el eco del malentendido anterior siguiera rebotando en las paredes. Pero también había ternura. También había amor.
Maicol hablaba con ella. Otra vez. Se llevaban bien, de eso no cabía duda. Y aunque una parte pequeña en mí aún se encogía con la idea de su cercanía, otra más grande y honesta sabía que Diana necesitaba amigos, espacios seguros, risas distintas a las mías.
Y Maicol… estaba siendo eso para ella. Un amigo.
—¿Hoy vamos al mirador? —le pregunté entre clase y clase, inclinándome sobre su pupitre.
Sus ojos brillaron por un segundo.
—Sí. Llevé algo para ti. Pero lo tienes que encontrar.
Mi corazón dio un vuelco. Asentí con una sonrisa contenida, como si no quisiera que mis emociones se me escaparan de la boca.
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En el receso fui a mi casillero como quien busca una pista secreta. Allí estaba: mi libro favorito. No era el que había traído hoy. Lo conocía por las pequeñas flores que yo misma había dibujado en la esquina de la contraportada. Diana lo había guardado ahí. Lo abrí con cuidado.
Entre las páginas, doblado en cuatro, había un poema escrito con su letra ligeramente temblorosa. Reconocí el trazo: la dedicación, el cuidado. Su forma de amar sin hacer ruido.
"Para mi Tierra," decía en el encabezado.
"Porque aunque orbito muchos pensamientos, tú eres mi centro."
Mis ojos se llenaron de lágrimas. No por tristeza, sino por esa forma suya de volver suave todo lo que alguna vez dolió.
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Cuando la vi en el patio, hablando con Maicol, supe que no podía esperar. Tenía que decirle lo que su poema me había provocado. Me acerqué despacio, y al ver mis manos temblar, Diana se levantó sin dudarlo.
Nos alejamos un poco, hasta donde los árboles del invernadero ofrecían sombra y silencio. Allí, abrí el libro frente a ella, como una flor tímida.
—Gracias —le dije—. Por esto. Por no rendirte conmigo.
Diana bajó la mirada. Siempre lo hacía cuando se emocionaba. Yo la conocía. La amaba en sus gestos chiquitos. Y en sus errores también.
—Yo… no quiero volver a perderte —dijo con voz quebrada.
—Y yo no quiero que olvides que todo lo que orbitas, te ama. Yo te amo, Luna mía.
Nos abrazamos ahí, como si el mundo alrededor se hubiera detenido. Escuché su respiración acelerada junto a mi oído. Y por primera vez, supe que no había nada más que temer.
Maicol nos saludó a lo lejos con una sonrisa. No había celos en mí, solo certeza.
Diana me tomó la mano.
—¿Vamos a clase? —me preguntó.
—Sí —respondí—. Pero esta vez, juntas.
Y caminamos así, paso a paso, de regreso a nosotras.
El aire tenía ese olor dulce y tibio que solo la primavera sabe dar. Caminábamos hacia el mirador entre calles florecidas, donde las bugambilias colgaban como banderines y las hojas nuevas temblaban con el viento suave. Diana iba a mi lado, con su camisa suelta y el cabello recogido de forma descuidada pero hermosa. A veces nuestras manos se rozaban, y aunque no nos tomábamos de la mano, era como si ya lo estuviéramos haciendo.
Nadie hablaba. Pero tampoco hacía falta.
Subimos los escalones del mirador, donde la ciudad se desplegaba abajo como una acuarela cálida. El cielo tenía un azul que apenas empezaba a fundirse en tonos durazno. La hora mágica, como le llamaba yo.
Cuando llegamos a lo más alto, Diana se detuvo, nerviosa. Me miró con sus ojos grandes, que a veces parecían decir más de lo que ella se animaba a pronunciar.
—Quiero que busques debajo del banco de madera —dijo, con la voz bajita pero firme.
La miré, confundida, pero obedecí. Me incliné y encontré, escondida entre las sombras del banco, una bolsita de tela azul oscuro con un lazo dorado. Mi corazón empezó a latir más fuerte. La tomé con cuidado, como si el contenido pudiera deshacerse si lo apretaba demasiado.
—¿Esto es…? —empecé a preguntar, pero Diana simplemente asintió, y yo me senté.
Dentro había una pulsera fina, ligera como el viento de abril. Pequeños dijes en forma de estrellas colgaban de ella, y en el centro, una esfera dorada, apenas más grande: el sol.
Sentí un nudo en la garganta.
Junto a la pulsera, venía una carta doblada. La abrí con manos temblorosas y leí su letra inclinada, con esos bordes inseguros pero llenos de verdad:
"Anne,"
“Te regalo esta pulsera porque quiero recordarte que siempre estamos orbitando la una a la otra. Que incluso cuando no nos vemos, hay algo invisible que nos une.
Las estrellas son momentos, recuerdos, partes de lo que fuimos y lo que somos.
Y algún día, cuando todo esté en calma, cuando hayamos aprendido aún más sobre nosotras, vamos a tener un pequeño sol.
Uno que será el centro de nuestro sistema solar.
Nuestro calor.
Nuestro hogar.”
—Diana
Me llevé la mano a la boca. Las lágrimas no cayeron, pero estuvieron ahí, sosteniéndose en el borde. Diana me miraba desde un costado, incómoda, tal vez esperando alguna reacción que la salvara del miedo.
—Diana… —dije, pero no pude continuar.
Ella se acercó con pasos inseguros. Se sentó a mi lado sin decir nada, y yo estiré el brazo para mostrarle la pulsera en mi muñeca.
—¿Sabés qué es lo más hermoso? —le dije, apenas un susurro—. Que siempre encontrás una forma de hablarme, incluso cuando estás callada.
Ella bajó la mirada, tímida. Sus dedos jugaban con el dobladillo de su camisa.
—Tenía miedo de que estuviéramos perdiendo eso. El brillo.
—No lo perdimos. Solo... necesitábamos tiempo para encontrarlo de nuevo.
Nos miramos. Sus ojos tenían ese color marrones cuando les daba la luz, y en ese instante parecían llenos de primavera.
Me acerqué. Ella también. Fue un beso largo, y muy profundo. Fue un roce suave al procipio, apenas la unión temblorosa de dos labios que se reconocen y después empezó la intensidad, como si lo necesitáramos.
Nos quedamos abrazadas un rato más, mirando cómo la ciudad encendía sus primeras luces y el cielo empezaba a llenarse de estrellas verdaderas.
En mi muñeca, el pequeño sol de la pulsera brillaba con el reflejo del atardecer.
Y en silencio, pensé: algún día, ese sol será real. Y lo construiremos juntas