dos vidas al borde del abismo, sus sentimientos y emociones se cruzan, sueños inalcanzables.
Sora un chico de 19 años que ha abandonado sus sueños y Mai una chica de 18 que no sabe como avanzar, a donde nos llevará su encuentro.
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capitulo 18: para que nunca olvides
La luz del amanecer se filtraba por las rendijas de las cortinas, dibujando formas pálidas sobre las paredes. En la habitación, el leve crujir del colchón marcaba el ritmo de un cuerpo qué aún no quería despertar.
Sora se revolvía entre las sábanas, somnoliento. Sentía el cansancio del día anterior como una manta más, una que se aferraba a su cuerpo. Con ojos apenas entreabiertos, no distinguía si lo que veía era techo o pared, sueño o realidad.
La puerta se abrió despacio.
"Buenos días, Sora", dijo una voz dulce.
Era su madre.
Eri asomó la cabeza, y con la misma delicadeza de siempre, entro en la habitación. Su presencia traía consigo un aroma a café y pan recién horneado, y algo más... algo que no se podía oler ni ver, pero que acariciaba el alma.
"Hola, mamá", murmuró Sora, girando lentamente en la cama.
Eri sonrió y camino hasta las cortinas. Las abrió de par en par, dejando que el sol bañara la habitación.
Sora entrecerró los ojos por el resplandor, y por un instante, vio a su madre distinta.
Iluminada por la luz dorada, le pareció más joven, más fuerte... como si el tiempo lo detuviera por un momento.
"Tienes que levantarte. Hoy es un buen día, desayunemos jontos".
Cerro la puerta con suavidad tras de si.
Bajando por las escaleras, Sora escuchó una melodía suave. Era un tarareo... uno familiar. Se detuvo un momento a escuchar.
Su madre estaba en la cocina, canturreando mientras preparaba el desayuno. Era una canción vieja, de esas que a veces vuelven en sueños. No recordaba la letra, solo pequeños fragmentos que flotaban en su memoria como hojas sueltas de un libro olvidado.
Se asomó a la puerta y la vio allí, moviéndose con tranquilidad, batiendo unos huevos, sirviendo el té, mientras seguía tarareando.
Y en ese instante, todo se detuvo.
Sora sintió un golpe en el pecho. No era dolor, pero dolía. No era tristeza, pero pesaba.
La miro en silencio. No como se mira a alguien que conoces, si no como se mira a alguien que siempre estuvo y que recién ahora ves de verdad.
Ella. Su madre. Siempre a su lado. Siempre fuerte. Siempre ahí.
Y él... ¿cuándo fue la última vez que hizo algo por ella?
"Hoy", pensó Sora. "Hoy quiero que sea distinto".
"Mamá", dijo Sora mientras se sentaba a desayunar, " te gustaría que hiciéramos algo juntos hoy".
Eri lo miró con sorpresa.
"¿Salir? ¿A donde?"
"Sí. Solo nosotros dos. Podemos hacer lo que quieras", dice Sora.
Ella parpadeo, conteniendo la emoción.
"Claro. Me encantaría".
Por la tarde los dos se subieron al auto, y Eri condujo hasta la ciudad, a las afueras del pueblo a unas 2 horas de viaje.
Al llegar caminaron por el centro bajo el cielo claro de la tarde. Fueron al mercado, donde Eri se detenia en cada puesto a mirar cosas que no necesitaban pero que igual la hacían sonreír. Compraron un par de flores pequeñas, una bufanda color pastel qué eri se probó entre risas, y una mermelada casera qué le recordó a su infancia.
"¿Te acuerdas cuando cocinabamos juntos pan dulce en invierno?", dijo Eri mientras caminaban por el parque.
"Si", respondió Sora, y la sonrisa que le devolvió no era solo por el recuerdo, si no por la sensación de estar recuperando algo que estaba perdido.
Se sentaron en una banca frente a una fuente. Comieron helado como si fueran dos niños, y hablaron de cosas simples: de películas, de sus gustos de helado, del gato que solía meterse en él jardín en las noches.
"Gracias, Sora", dijo Eri en un susurro mientras apoyaba su cabeza en su hombro
"Este día... es uno de los más bonitos que he tenido".
Sora no respondió. Solo tomó su mano y la apretó con fuerza. Ambos sentían mucho, pero no querían arruinar su día. Por qué a veces como aquella frase dice , "el silencio dice más que mil palabras".
La noche cayó con suavidad. De regreso en casa, Sora subió a su habitación mientras Eri apagaba las luces de la sala.
Antes de acostarse, Eri se detuvo frente a una pequeña estantería. Tomó un portarretratos. Dentro, una foto de Sora cuando era niño: con el cabello despeinado, la sonrisa más grande que su cara y ojos enormes que lo miraban todo como si el mundo fuera nuevo.
Se acostó abrazando la foto.
Y entonces, en la quietud de la noche, lloró.
No con estruendo, no con desesperación, sino con esa pena muda qué solo las madres conocen. Porque mientras su hijo sonreía, ella seguía cargando el temor de perderlo.
Sabía que su enfermedad estaba ahí, latente, como un reloj que nadie puede ver.
Pero nunca se lo decía. Nunca lo mostraría.
Siempre fuerte. Siempre sonriendo.
Tarareo, entre lágrimas, aquella canción que había estado en su mente todo el día.
La misma que cantaba cuando Sora era un bebé, la misma que uso mientras Sora se encontraba internado, tarareando a su lado, la canción del pasado.
Una canción que ahora se volvía rezo, promesa, y despedida silenciosa.
Y en esa noche, mientras el sueño la envolvía con lentitud, Eri deseó con todo su corazón que su hijo nunca olvidara cuanto fue amado.
El sol de la mañana se filtraba con suavidad a través de las ventanas de la cocina. El aroma a té de jazmín y pan recién tostado llenaba el aire. Sora bajó las escaleras todavía con el cabello desordenado y los ojos medio cerrados, pero una sonrisa tranquila en el rostro.
"Buenos días",saludó Sora, frotándose la nuca.
"Buenos días, dormilón", le respondió su abuela con dulzura, sentada ya a la mesa con una taza de té entre las manos.
"Buenos días, Sora", agregó Eri, sirviéndole un una taza de Té, y pan tostado con mermelada.
Sora se sentó y miró a ambas mujeres por un momento. Le gustaba esa escena, sencilla y cálida. Algo en su interior le decía que debía atesorar cada una de esas mañanas.
"¿Hay que ir por algo a la tienda hoy?", preguntó Sora mientras comia una tostada, poniendole mas mermelada, "Puedo darme una vuelta después del desayuno", añade luego.
"No hace falta, cielo", respondió su abuela, "El señor Hiroshi vendrá a traernos los pedidos esta mañana. Ya lo arreglé ayer con él".
"¿El papá de Mai?", preguntó Sora, levantando la vista.
"Sí, ese mismo", dijo Eri mientras se sentaba con su taza, "Es muy amable. Siempre se preocupa por nosotros, aunque sea solo para dejar algunas verduras".
"Mai seguro viene con él", añadió la abuela con una mirada cómplice, lo que hizo que Sora desviara la mirada, incómodo pero con una leve sonrisa.
"No digan tonterías... ", susurró, Sora.
Poco después, mientras terminaban el desayuno, se escuchó el sonido de una vieja camioneta estacionando frente a la casa. Eri se levantó con una toalla en la mano.
"Debe ser él. Voy a abrir".
Sora se acercó también a la puerta, y al abrirla, el aire fresco de la mañana le dio en el rostro.
Ahí estaba el señor Hiroshi, bajando algunas cajas del vehículo. A su lado, Mai, con un delantal claro, sostenía una canasta con verduras.
"Buenos días, Eri, Sora", saludó Hiroshi con una sonrisa amable.
"Buenos días", respondió Eri con una sonrisa amable en su rostro.
"Hola, Sora", dijo Mai con una sonrisa tímida.
"Hola, Mai", respondió él, sorprendido de verla tan radiante a esa hora del día.
Mientras descargaban los productos, Hiroshi y Eri comenzaron a conversar sobre las cosechas, los pedidos del mes y los próximos festivales del pueblo. Sora ayudó a Mai a colocar las cajas junto a la entrada.
"Parece que están teniendo más pedidos últimamente", comentó Sora mientras levantaba una de las cajas.
"Sí, mi papá dice que todo va mejor cuando trabajamos juntos", respondió Mai, sin dejar de sonreír, "Me gusta ayudarlo".
"Eso es genial", dijo él, mirándola de reojo.
Cuando terminaron, Hiroshi se volvió hacia Sora.
"Sora, ¿te gustaría venir a almorzar con nosotros hoy? Preparamos bastante comida, y Mai insistió en que te invitáramos".
"¡Papá!", susurró Mai, algo avergonzada, pero sin perder la dulzura.
"¿Con ustedes?", preguntó Sora, un poco desconcertado.
"Sí, claro", añadió Hiroshi con una sonrisa franca, "Me encantaría que vinieras. Y sé que Mai también".
Sora dudó un segundo, luego miró a su madre, que le guiñó un ojo con complicidad.
"Bueno... me encantaría", respondió finalmente, rascándose la nuca.
Mai sonrió de forma sincera, y durante un segundo, ambos se quedaron mirándose, como si algo viejo, algo dormido en el tiempo, estuviera a punto de despertar.
Sora sube a cambiarse, mientras que Mai y su padre lo esperanban afuera, al bajar rápidamente, su madre le dice que disfrute del día.
El trayecto a la casa de Mai fue tranquilo. La camioneta del señor Hiroshi avanzaba despacio por los caminos del pueblo, flanqueaba por los arrozales qué se mecian con la brisa. Sora observaba el paisaje desde la ventanilla, con la mente perdida en pensamientos qué no lograba ordenar.
Al llegar, lo recibió una casa de madera tradicional, rodeada de arbustos florecidos y macetas colgantes. Desde la puerta, yui, la madre de Mai, salió a saludarlos con una sonrisa cálida y el gato entre brazos.
"¡Sora!, que gusto verte por aquí. Pasa, pasa, ya esta todo casi listo.
"Muchas gracias por la invitación, señora Yui...", respondió Sora algo tímido.
La casa tenía ese aire acogedor de lo vivido: plantas que trepaban por el porche, el gato de la familia dormía estirado al sol, y las cortinas se movían al ritmo de la brisa veraniega.
"Bienvenido", dijo Mai suavemente.
Sora asintió con una sonrisa leve y entró.
El almuerzo se sirvió en la galería, bajo una pérgola cubierta de glicina. El aroma a salsa casera, las verduras salteadas y el arroz perfumado se mezclaba con el olor de la madera y las flores del jardín.
Hiroshi se sentó a un extremo, conversando alegremente con Yui sobre viejos tiempos.
Sora y Mai, frente a frente, apenas hablaban, intercambiando miradas tímidas y algunas sonrisas nerviosas.
"¿Esta bueno?", preguntó Mai, observando a Sora mientras él comía el arroz.
"Sí, esta delicioso... justo como el que hacía mi abuela cuando era chico", dijo después.
Mai bajó la mirada, satisfecha.
"Me alegra mucho. Que te gustara", murmuró Mai.
"Señora, gracias por la comida", responde Sora con sinceridad.
Después del almuerzo, Hiroshi y yui se quedaron recogiendo la mesa y charlando entre ellos, mientras Mai le mostraba a Sora el patio trasero, y las plantas que ella misma había plantado con tanto esfuerzo.
Era un rincón tranquilo, con un pequeño estanque, algunas piedras lisas para sentarse y una higuera qué daba sombra.
Allí, la brisa era más suave, y los sonidos del pueblo quedaban atrás. Solo el canto de los pájaros y el suave murmullo del agua llenaban el silencio.
"Este lugar siempre fue mi refugio", dijo Mai, sentándose sobre una piedra cubierta de musgo, "Sonará tonto, pero cuando me sentía sola, venía aquí a hablarle al estanque... aunque solo fueran suspiros.
Sora la miro en silencio unos segundos, luego se sentó a su lado. Su codo rozó levemente el de ella, pero ninguno se apartó.
"Me alegra que hayas venido", dijo finalmente.
"Gracias por invitarme", respondió él, mirándola con una expresión tranquila, casi vulnerable. "Hace tiempo que no me sentía así... como parte de algo".
Mai lo miró entonces, directamente, como si hubiera esperando esas palabras. Y en ese momento, el silencio entre ambos no fue incómodo, sino lleno de algo que aún no sabía nombrar.
"Aquel día, cuando te vi en la colina, ¿Sabías de ese lugar?", pregunta Sora.
Mai se quedó en silencio unos segundos, luego asintió con los ojos brillando.
"A veces siento que algo me llama... como una voz que conocí de niña, pero que no logro atrapar del todo".
Sora volteo hacia ella, "yo también".
Sus miradas se encontraron. Por un momento, no hubo palabras. Solo una sensación extraña, una vibración suave, como si el viento les trajera ecos de un recuerdo compartido.
Ambos miraban al cielo, pero esta vez fue distinto: lleno de cosas no dichas, de gestos suaves y de corazones latiendo un poco más rápido.
Desde dentro de la casa, La voz de yui los llamó.
"¡Mai! ¡Sora! ¡Hay helado de chocolate suizo!
Mai sonrió y se levantó de un salto, extendiendole una mano a Sora.
"Vamos antes de que papá se lo termine todo".
Más tarde, después de compartir la comida con la familia de Mai, el sol comenzaba a caer sobre el pueblo. El cielo se pintaba de tonos rosados y dorados, mientras una suave brisa arrastraba el olor a flores silvestres desde los campos cercanos.
Mai invitó a Sora a caminar un poco por los senderos detrás de su casa, que llevaban directo al lago. Caminaron en silencio a un pequeño claro donde los juncos crecían junto a la orilla.
Frente a ellos, el muelle se extendía solitario hacia las aguas tranquilas. El cielo reflejado en el lago parecía un cuadro vivo, con colores que se fundían suavemente.
"¿Sabes?", dijo Mai rompiendo el silencio, "Cuando era niña, venía aquí con mi papá después de los repartos. Siempre decía que este lago Guardaba secretos... como si supiera escucharte sin juzgar".
Sora sonrió, mirando el reflejo del cielo en el agua.
"Entonces... ¿crees que si hablo en voz baja, el lago guardará mis palabras?, dice Sora.
"Creo que si", respondió Mai, acercándose a él.
Ambos se sentaron sobre una piedra plana al borde del agua. Sora bajó la mirada, jugando con una ramita, y finalmente habló:
"Mai... últimamente me doy cuenta de cuánto significan estas pequeñas cosas.
Estar aquí, contigo, con mamá, con la abuela y también... creo que antes no las valoraba como ahora".
Mai lo miró con ternura. El sol bañaba su rostro con un resplandor suave, y por un momento, el mundo parecía detenerse.
Ella estiró la mano y tomó la de Sora, entrelazando sus dedos.
"Yo también pienso en eso", susurró Mai, "Hay días en los que temo perder todo esto... pero cuando estoy contigo, siento que todavía hay esperanza".
No hubo palabras después. Sólo el silencio compartido, el calor de sus manos, y el susurró del lago envolviendolos como un canto antiguo.
Y en lo profundo de Sora, algo se aferraba con fuerza a esa sensación: a la calidez, a la risa, a los aromas al tacto invisible de una mano que, sin tocarlo, lo estaba empezando a sostener.