Arenas Del Destino

El sol comenzaba a irse detras de las dunas, durante todo el dia el campamento fue un ajetreo constante. Los hombres levantaron las tiendas y sacrificaron los animales, las mujeres prepararon la comida, cubiertas con velos de colores, iban y venían cargando tinajas, bandejas de dátiles y cuencos de especias. De una tienda cercana llegaba el sonido metálico de las pulseras chocando entre sí, seguido por risas suaves y un perfume de rosa e incienso.

Sámira estaba allí, ayudando a las primas de la novia a mezclar la pasta de henna. Sus dedos se manchaban con aquel color oscuro que, al secar, se volvería fuego sobre la piel. Escuchaba los cánticos de las mujeres mayores, un murmullo grave y rítmico que parecía subir desde la arena misma.

—Dicen que el novio ha llegado —susurró Azza, acercándose con los ojos brillantes—. Ha traído un caballo blanco como ofrenda.

Sámira levantó la vista. A lo lejos, entre el polvo, vio el grupo de jinetes acercarse. Las monturas relucían, adornadas con cintas y campanillas. El aire se llenó del sonido de los cascos, de los gritos de bienvenida y del ulular agudo de las mujeres.

El shaij del campamento Faisal, salió de su tienda. Su presencia impuso silencio. En un gesto solemne, levantó la mano para bendecir la unión, y la multitud respondió al unísono, invocando la paz sobre los novios.

Sámira sostenía una lámpara de aceite. El viento le movía el velo, y por un instante, su mirada se cruzó con la de Nasser quien estaba al otro lado del fuego sosteniendo una de las antorchas.

No se dijeron nada, solo se miraron.

La novia volvió a ingresar a su tienda, seguida por las mujeres mientras los hombres comenzaron su danza tradicional con espadas bajo la última luz del día.

El acero relampagueaba, Nasser observaba desde el borde del círculo, con el rostro iluminado por el fuego.

El canto de las mujeres se alzó más fuerte, las primeras estrellas comenzaron a brillar.

Nasser había ofrecido dos corderos para la celebración. No era un gesto menor, un hombre que compartía de su ganado mostraba respeto y fraternidad. Cuando los hombres del clan fueron a agradecerle, él solo inclinó la cabeza.

—La felicidad de una pareja es bendición para todos —respondió con calma.

Las chispas del fuego iluminaban los rostros sudorosos, el sonido del acero cortaba el aire caliente.

El banquete se extendió hasta la medianoche. Los corderos que había donado se sirvieron junto a bandejas de arroz y frutos secos. Nasser comió poco. Prefería observar, el modo en que todos compartían de un mismo plato, los hombres riendo, las mujeres cantando detrás de las telas, los ancianos recordando otras bodas.

Por un instante, sintió algo parecido a pertenecer.

Luego, cuando el novio fue guiado por iman hacia la tienda donde esperaba su esposa y el bullicio comenzó a apagarse, Nasser se dirigió hacia su tienda.

Sámira, se había escabullido y se encontraba sentada apartada detrás de las rocas en el oasis.

El viento soplaba más fresco a esa hora, la luna iluminaba el agua del oasis, Nasser buscaba algo de soledad, cuando vio a la mujer sentada detrás de las rocas, los pies metidos en el agua y velo tirado sobre sus hombros, mientras lanzaba arena al agua.

Por supuesto tenía que ser la cabra.

— Deberías estar en la tienda, dijo él y su voz sono tan seria y autoritaria que consiguió irritarla

—Tu deberías dejar de dar órdenes, no eres de mi familia, ni mi guardián

—Tampoco lo quiero ser.

Ella giró el rostro hacia él, la luz de la luna se reflejó en sus ojos.

—Entonces, ¿por qué siempre apareces donde estoy?

Nasser sonrió apenas.

—Quizás porque siempre estás donde no deberías.

Sámira bufó y se puso de pie.

—No todos nacimos para obedecer, señor. Algunos preferimos respirar.

—Respirar no es desafiar —replicó él, acercándose un poco—. Aquí, las mujeres tienen su lugar, y los hombres el suyo. Ve a tu lugar.

—Eso lo dicen los hombres —dijo ella con ironía—. Si las mujeres hablaran más, el mundo se caería a pedazos.

—O tal vez dejaría de tener sentido —contestó él, mirándola fijo.

Ella cruzó los brazos, desafiándolo.

—¿Por qué sigues aquí? No pareces hecho para este lugar, deberías volver a la ciudad.

— Tal vez siento que este es mi lugar o tal vez no tenga donde ir.

Por un momento, ella lo observó sin sarcasmo, como si viera al hombre por primera vez.

Sámira quiso responder, pero el eco de los tambores lejanos llegó desde el campamento. La fiesta aún no había terminado.

Se apartó un paso, sin mirarlo.

—No creas que me das lástima

—No la busco —respondió él.

Ella caminó de regreso. Nasser la siguió con la mirada hasta que desapareció entre las palmeras...

Tres dias después el aire cambió de pronto.

Nasser lo notó antes que nadie; el viento ya no soplaba del mismo modo, traía un zumbido seco, un olor a polvo y calor.

—Habūb —dijo Abdallah, levantando la vista hacia el horizonte.

El cielo, que hasta unos minutos antes había sido azul pálido, comenzó a teñirse de dorado, luego de un tono cobrizo imposible. A la distancia, una nube densa se elevaba, tragándose la línea del desierto.

—¡Aseguren las tiendas! —gritó alguien.

Los hombres corrieron, tirando de las sogas, clavando estacas. Las mujeres reunieron a los niños y los metieron dentro de una de las tiendas que daban a una formación rocosa, cubriéndolos con mantas. Los animales se agitaban, olfateando el miedo en el aire.

Nasser sujetó las cuerdas de su tienda, el viento ya soplaba con fuerza. Sintió la arena golpearle la piel como si el desierto entero se deshiciera sobre él.

El rugido creció, el aire se volvió una pared de polvo. Apenas podía ver a dos pasos.

—¡Aquí! —oyó la voz de Abdallah, y corrió hacia donde creía que estaba. Juntos bajaron una lona sobre los cabritos, asegurándola con piedras.

La tormenta cayó sobre ellos con furia.

Durante largos minutos no hubo nada más que viento, ruido y oscuridad.

Dentro de la tienda, el mundo era un remolino; las telas se inflaban, la arena entraba por cada costura, el aire pesaba.

Nasser se sentó en el suelo, cubriéndose la boca con el pañuelo.

A su lado, un anciano recitaba en voz baja un versículo del Corán, y el sonido de esas palabras entre el estruendo del viento le pareció lo más humano que había oído en días.

Pasó una hora. Quizás dos.

Cuando el silencio regresó, salió al exterior.

El campamento parecía otro; las huellas borradas, las tiendas cubiertas de arena, los hombres estaban exhaustos pero de pie.

Farid se acercó con una sonrisa.

—El desierto nos pone a prueba —dijo—, si lo resistes, te acepta.

Nasser asintió...