Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 17 – El Fuego Silente
“Algunas verdades no se encuentran. Se desentierran… como ruinas bajo la piel.”
Annabelle
Los sueños regresaron.
Esta vez no eran solo voces. Había imágenes: una torre que se alzaba sobre una ciudad sin nombre, una figura envuelta en telas oscuras observando desde un balcón, y una llama blanca que ardía suspendida en el aire, sin consumir nada. Annabelle se despertó con la palabra “Ignis Tacitus” en la boca.
El fuego silente.
La frase no estaba en los libros. Ni siquiera en las lenguas muertas. Pero la biblioteca parecía responder a ella.
Théodore la esperaba allí, en la sección prohibida, donde los textos antiguos estaban encadenados a los atriles por seguridad. Él tenía ojeras. No había dormido.
—Lo dijiste de nuevo —murmuró, sin saludar.
Ella asintió. Su voz temblaba, pero ya no de miedo.
—Esta vez lo vi. Hay una llama suspendida… y una mujer. Me observa como si me conociera.
Él bajó la mirada hacia un códice abierto entre ellos.
—Esa llama existe. Está mencionada en un manuscrito perdido de los Eternos Fundadores. Una energía viva… oculta en una línea de sangre sellada con un pacto.
Ella lo miró.
—¿Crees que soy parte de ese linaje?
Théodore se pasó una mano por el cabello, frustrado.
—Creo que eres más que eso. Eres el sello… o la llave. O ambas.
Y lo peor era que tenía razón.
Théodore
Había visto muchos comienzos. Muchos despertares. Pero ninguno como el de ella.
Annabelle no tenía idea de lo que era. De lo que podía desatar. Y sin embargo, no retrocedía. Su miedo era humano… pero su presencia era otra cosa. Algo más denso. Más antiguo.
Théodore recordó lo que su madre le había dicho una vez, cuando aún era niño y no sabía lo que significaba ser un Eterno.
"El fuego no siempre quema. A veces, recuerda."
Ese recuerdo, más que una advertencia, ahora parecía una profecía.
Annabelle
Esa noche descendieron juntos al Archivo Bajo la Cripta. Un lugar que incluso los Eternos evitaban, salvo en casos extremos.
Las paredes estaban cubiertas de símbolos que se iluminaban al pasar. Ella los tocó con la yema de los dedos, y cada trazo ardía un instante como tinta al rojo vivo. Théodore la seguía de cerca, sin intervenir, con la respiración contenida.
Al llegar al último umbral, el aire se tornó denso. En el centro de la cámara, una esfera de cristal flotaba sobre una base de piedra. Dentro de ella, danzaba la llama que Annabelle había visto en sueños.
—Está viva —susurró.
—Te está esperando —dijo Théodore.
Cuando Annabelle extendió la mano, la llama se agitó. Un zumbido recorrió los muros. Y en el instante exacto en que sus dedos tocaron el cristal, una voz resonó dentro de ella:
"Ignis Tacitus. Vocem Obscuram. Memini te."
Recordé tu voz.
Ella retrocedió, con el corazón martillando. Théodore la sostuvo antes de que cayera.
—Me habló.
—¿Qué dijo?
Ella lo miró, con lágrimas silenciosas rodando por su mejilla.
—Dijo que me recuerda.
Théodore
El equilibrio estaba a punto de romperse. Lo sabía. Y aún así, algo en él se aferraba a la posibilidad de redención. No para el mundo… sino para ella.
Porque, pese a todo, Annabelle seguía siendo humana.
Y en su humanidad… residía el peligro más grande y la única esperanza real.