En un mundo donde la posición del ser humano en el planeta se ve amenazada por intrusos desconocidos que intentan ocupar su lugar, este diario que acabas de encontrar contiene en el las voces de aquellos que no quieren quedar en el olvido
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29/04/2026
Emily
Joel se fue.
Esta mañana, cuando me desperté, ya no respiraba. Lo abracé mucho rato. Luego cavé. Mis manos están llenas de tierra. Lo enterré bajo un árbol que aún tenía flores.
No sé en qué momento sucedió. Me quedé dormida antes del amanecer, vencida por el agotamiento, mi cabeza apoyada en el borde de su cama improvisada, mi mano aún sosteniendo la suya. La noche había sido larga, y aunque me prometí no cerrar los ojos, terminé cediendo al peso del cansancio. Cuando desperté, la habitación estaba en silencio.
Demasiado silencioso.
Era un silencio absoluto. El tipo de silencio que duele. Que no deja espacio para la duda. No fue necesario comprobar su pulso ni acercar mi oído a su pecho. Lo supe inmediatamente. Ese silencio tenía un peso, una finalidad que era imposible ignorar. Joel se había ido mientras yo dormía. Y yo no pude hacer nada.
No pude despedirme.
No pude decirle lo importante que había sido conocerlo, cómo me había devuelto un fragmento de esperanza cuando creía haberla perdido toda. No le conté que cuando reímos junto al arroyo, sentí por primera vez que vivir valía la pena. No le dije que, desde que llegó a mi vida, dejé de sentirme sola incluso en medio de este infierno.
Me quedé sentada junto a su cuerpo durante lo que parecieron horas, observando cómo la luz de la mañana cambiaba las sombras de su rostro. Parecía tranquilo, casi como si durmiera. La fiebre ya no lo dominaba. Su rostro estaba relajado, sin dolor. Le cerré los ojos con dedos temblorosos.
“Descansa”, susurré, aunque sabía que ya no podía oírme.
Encontré una pala oxidada en el cobertizo detrás de la casa. Estaba cubierta de telarañas y moho, pero aún servía. La tierra estaba dura, resistente. Las raíces muertas de los cultivos rodeaban el suelo como si no quisieran soltarlo. Cada palada era una lucha, y pronto mis manos comenzaron a sangrar. La piel de las palmas se abrió, y sentí la mezcla de tierra y sangre bajo las uñas. Pero no podía detenerme.
Yo podía dejar de cavar, sin embargo.
Le debía esto.
Este último acto de dignidad en un mundo donde la muerte había perdido todo significado. Donde los cuerpos quedan olvidados en las calles, devorados por el tiempo o por criaturas que ya no recuerdan lo que es respetar la vida. Joel merecía más. Merecía un lugar, un gesto, una memoria.
Elegí un lugar bajo un viejo manzano, donde algunas flores blancas aún se aferraban a las ramas. A pesar del viento, resistían. Pensé que le gustaría descansar allí, con el cielo visible entre las hojas, lejos del horror en el que nos habíamos convertido. Me pareció el único lugar sagrado que quedaba.
Envuelto su cuerpo en la manta donde había pasado sus últimas horas. La misma con la que intenté mantenerlo caliente cuando la fiebre lo dejaba temblando. No tenía ningún objeto para enterrar con él, ningún recuerdo físico de su vida anterior. Nada que hablara de quién fue antes del caos. Solo este diario. Pero eso me lo quedaría yo.
Su voz tendría que vivir a través de mis palabras ahora.
Su historia no moriría con él.
Cuando terminé de cubrir su tumba, coloqué algunas piedras encima para marcarla. No tenía fuerzas para hacer una cruz. Cada músculo de mi cuerpo dolía, pero no era solo eso. Era el vacío. Tomé una de las flores del árbol y la coloqué sobre las piedras. Era pequeña, blanca, con bordes translúcidos. La única belleza que me quedaba en las manos.
“Gracias”, dije al viento.
Por ayudarme en el refugio.
Por enseñarme a defenderme.
Por reír conmigo junto al arroyo.
Por mostrarme que aún quedaba bondad en este mundo.
No lloré.
Las lágrimas parecen un lujo que ya no puedo permitirme. Siento el dolor, claro. Siento el nudo en el estómago, el vacío en el pecho, la presión en la garganta. Pero no hay lágrimas. Solo un silencio largo y espeso que se extiende por dentro. En su lugar, me senté junto a su tumba y toqué una canción en la guitarra que habíamos encontrado. La saqué con cuidado de la mochila, como si fuera algo frágil.
Una melodía suave que improvisé en el momento, imaginando que podía escucharla desde donde estuviera ahora. Las notas eran simples. Mi voz apenas un susurro entre los acordes. No había letra, solo intención. Fue lo único que pude ofrecerle. Un último regalo. Un adiós sin palabras.
El sol bajaba lentamente, tiñendo de ámbar los campos muertos. El viento se llevaba las últimas hojas del árbol, y por un momento, pareció que el mundo se detenía a escucharnos. Como si incluso el dolor tuviera derecho a un instante de belleza.
Mañana seguiré hacia las montañas, como habíamos planeado.
Llevaré este diario conmigo y continuaré escribiendo.
Por Madison, por Joel, por mí misma.
Para que quede constancia de que existimos, de que resistimos, de que intentamos encontrar belleza incluso en los escombros.
Y quizás, algún día, cuando todo esto termine —si es que termina— alguien encontrará estas páginas y sabrá que no nos rendimos.
Que incluso cuando el mundo se derrumbaba a nuestro alrededor, seguimos siendo humanos.