En 1957, en Buenos Aires, una explosión en una fábrica liberó una sustancia que contaminó el aire.
Aquello no solo envenenó la ciudad, sino que comenzó a transformar a los seres humanos en monstruos.
Los que sobrevivieron descubrieron un patrón: primero venía la fiebre, luego la falta de aire, los delirios, el dolor interno inexplicable, y después un estado helado, como si el cuerpo hubiera muerto. El último paso era el más cruel: un dolor físico insoportable al terminar de convertirse en aquello que ya no era humano.
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Capítulo 13: Nuevos desafíos
El asentamiento, aunque más organizado y seguro, no estaba libre de amenazas. Los monstruos seguían merodeando cerca, siempre al acecho, y otros grupos de sobrevivientes aparecían ocasionalmente, algunos con intenciones hostiles. Tania comprendió rápidamente que mantener la seguridad no solo dependía de barricadas y armas, sino de vigilancia constante, estrategias inteligentes y liderazgo firme.
Cada amanecer comenzaba con revisiones de los límites del asentamiento. Los exploradores regresaban con informes de señales inusuales: árboles caídos que indicaban movimientos de monstruos, huellas frescas que no pertenecían a ningún miembro del grupo, o destellos de fuego a lo lejos que podrían ser campamentos de humanos desconocidos. Tania estudiaba cada reporte con atención, evaluando riesgos y planificando respuestas.
—Debemos entrenar a los nuevos —dijo a Leo, que aún permanecía a su lado como aliado confiable—. Carmen puede aprender lo básico, y Juan nos ayudará a organizar las defensas. No podemos depender solo de nuestra fuerza; todos deben estar listos.
Carmen, aunque pequeña, comenzó a recibir lecciones adaptadas a su edad: cómo identificar sonidos de peligro, cómo moverse sin ser vista y mantenerse cerca de los adultos confiables. Juan supervisaba las lecciones de combate y técnicas de supervivencia más avanzadas, mientras Tania entrenaba a los jóvenes y adultos en estrategias de patrullaje, defensa de barricadas y evacuación rápida. Cada ejercicio estaba diseñado para simular escenarios reales, y Tania se aseguraba de que todos comprendieran que la rapidez de pensamiento y la observación eran tan importantes como la fuerza.
Una tarde, mientras Tania y Juan revisaban los límites del asentamiento, escucharon gruñidos a lo lejos. Al acercarse con cautela, observaron un pequeño grupo de monstruos evolucionados, más rápidos y peligrosos que cualquier otro que hubieran enfrentado. Tania inmediatamente dio órdenes:
—¡Todos a sus posiciones! Carmen, detrás de mí. Juan, refuerza la barrera del oeste.
El enfrentamiento fue intenso. Los rugidos de los monstruos resonaban entre los árboles, y los golpes contra las barricadas hacían vibrar el suelo. Los sobrevivientes aplicaron todo lo aprendido: disparos precisos, maniobras estratégicas y coordinación perfecta entre las patrullas. Carmen, escondida pero observando, comprendió la gravedad de la situación. Su aprendizaje sobre cautela y vigilancia se volvió esencial.
Al final, lograron repeler a los monstruos. El asentamiento había sobrevivido, pero la experiencia dejó claro que cada día traería nuevos desafíos. La amenaza de otros humanos desesperados, la constante evolución de los monstruos y los riesgos inherentes del mundo exterior eran recordatorios de que la seguridad era relativa.
Tania, exhausta pero firme, miró a su equipo y a Carmen, reconociendo que cada miembro dependía del otro para sobrevivir. La responsabilidad de liderazgo pesaba sobre ella, pero también le daba claridad: su deber no era solo sobrevivir, sino preparar a todos para enfrentar lo que viniera.
—Esto es solo el comienzo —dijo, con voz firme—. Cada día debemos estar listos, cada decisión cuenta. Pero juntos, podemos superar lo que venga.
La puesta de sol iluminó el asentamiento con tonos rojizos, y por un momento, el mundo apocalíptico parecía menos hostil. Tania respiró hondo, consciente de que cada desafío enfrentado los fortalecía, y que la unidad del grupo era su arma más poderosa.