Perteneces a Mí
Una novela de Deanis Arias
No todos los ricos quieren ser vistos.
No todos los que parecen frágiles lo son.
Y no todos los encuentros son casualidad…
Eiden oculta su fortuna tras una apariencia descuidada y un carácter sumiso. Enamorado de una chica que solo lo utiliza y lo humilla, gasta su dinero en regalos… que ella entrega a otro. Hasta que el olvido de un cumpleaños lo rompe por dentro y lo obliga a dejar atrás al chico débil que fingía ser.
Pero en la misma noche que decide cambiar su vida, Eiden salva —sin saberlo— a Ayleen, la hija de uno de los mafiosos más poderosos del país, justo cuando ella intentaba saltar al vacío. Fuerte, peligrosa y marcada por la pérdida, Ayleen no cree en el amor… pero desde ese momento, lo decide sin dudar: ese chico le pertenece.
Ahora, en un mundo de poder oculto, heridas abiertas, deseo posesivo y una pasión incontrolable, Eiden y Ayleen iniciarán un camino sin marcha atrás.
Porque a veces el amor no se elige…
Se toma.
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Capítulo 16 – Ni tuyo, ni de nadie
La llamada llegó a las 3:47 de la madrugada. El teléfono vibró una sola vez. Ayleen, entrenada para detectar amenazas incluso dormida, abrió los ojos antes del segundo zumbido. No reconoció el número. Contestó sin hablar.
—Es tuyo, ¿verdad? —dijo una voz masculina, pausada, con acento leve—. El muchacho. Eiden.
Ayleen se incorporó lentamente en la cama. Eiden dormía profundamente a su lado. Se giró para no despertarlo.
—¿Quién habla?
—Alguien que conoce bien a tu padre. Alguien que sabe lo que va a pasar si no te alejas de ese chico… o si él no aprende a defenderse solo.
La línea se cortó.
Ayleen se quedó mirando la pantalla del móvil. Respiró hondo, luego se levantó sin hacer ruido. Caminó hasta el balcón. La madrugada era húmeda, espesa, como si el aire supiera lo que se avecinaba.
Encendió un cigarro, aunque llevaba meses sin fumar.
Algo iba a romperse. Y no estaba segura de poder evitarlo.
Eiden despertó al amanecer. La cama estaba vacía. El aroma del cigarro aún flotaba en el ambiente, mezclado con el perfume suave de Ayleen. La buscó en el baño, en la sala, pero no estaba. Sobre la mesa, encontró una nota.
“Confía en mí, pero no me sigas.
Te lo explicaré cuando esté lista.”
No decía más.
Eiden sintió cómo una vieja sensación se arrastraba por su pecho: la duda. El abandono. El miedo de volver a ser el que espera, el que se queda, el que no sabe si es suficiente.
Pero esta vez… no iba a quedarse quieto.
Ayleen se reunió con su padre en un café discreto del centro. Nadie los reconoció. Baltazar Rivas vestía como un abogado común. Traje oscuro, gafas de sol, expresión impasible. Pero su presencia seguía cortando el aire.
—¿Tú mandaste esa llamada? —preguntó ella sin rodeos.
—No. Pero apruebo el mensaje.
—No me importa lo que apruebes.
—A mí sí. Porque lo que tú haces… tiene consecuencias para mí.
Ayleen no bajó la mirada.
—¿Vas a tocarlo?
—No. Todavía no. Pero si él no demuestra ser más que un cachorro enamorado… otros lo harán. Y tú no podrás detenerlos.
—Él cambió.
—No lo suficiente. Todavía te sigue con los ojos de un huérfano. No de un igual.
—Eso va a cambiar —replicó Ayleen.
Baltazar se reclinó en la silla, en silencio durante un instante.
—Eso espero. Porque cuando el mundo empiece a exigirle sangre… tú no podrás protegerlo solo con tu nombre.
Eiden no respondió el mensaje de Ayleen. No porque no quisiera… sino porque por primera vez, no sentía que debía explicar sus pasos. Pasó la mañana caminando sin rumbo fijo. Recordaba las palabras de Baltazar, los silencios de Ayleen, las humillaciones de Samantha.
Y recordó algo más:
Él había permitido todo eso.
Entró en una barbería cualquiera, cortó su cabello más de lo que había planeado. Se quitó la barba desordenada. Cambió su ropa. Abandonó los tenis rotos por zapatos de cuero, la camiseta por una camisa blanca ajustada. Pagó con efectivo.
Cuando se miró al espejo…
no se reconoció. Pero tampoco se negó.
—Ahora sí —murmuró—. Ahora soy yo.
Ayleen regresó a casa pasadas las doce. Revisó el celular. Sin mensajes. Sin llamadas. El silencio de Eiden le caló más profundo de lo que admitiría. Lo llamó. Buzón de voz. Lo buscó por GPS. Apagado.
—¿Qué estás haciendo, Eiden? —susurró, mordiéndose el labio.
En ese instante, alguien tocó a la puerta.
Al abrir… su sangre se congeló.
Era Samantha.
—¿Qué haces aquí? —disparó Ayleen, sin dejarla entrar.
Samantha sonrió, como si llevara ensayando esa entrada durante días.
—Vengo a hablar. Solo eso.
—No tengo nada que decirte.
—Pero yo sí. Sobre Eiden.
Ayleen apretó los dientes.
—¿Qué hiciste?
—Nada. Aún. Pero lo vi esta mañana. Y te aseguro que no era el mismo. Él cambió. Y no fue por ti.
El golpe fue directo al pecho. Ayleen lo sintió, aunque no se inmutó.
—¿Te parece inteligente venir a provocarme en mi casa?
Samantha se acercó un paso. Su sonrisa desapareció.
—No vine a provocarte. Vine a avisarte. Si no lo cuidas… si lo empujas demasiado… esta vez no va a volver a ti.
Y se fue.
Como una tormenta que deja su rastro sin arrasar… pero con la promesa de regresar.
Era la primera vez que Ayleen llegaba tarde a un evento público. Siempre era la que marcaba el ritmo. Pero esa tarde, al entrar al auditorio de la universidad, lo supo: ya nada era como antes.
Los ojos no estaban puestos en ella.
Estaban en él.
Eiden.
Camisa negra, mangas arremangadas. Cabello peinado hacia atrás. Mirada fija. Postura segura. Sonrisa mínima, controlada. No había ni rastro del chico que se ocultaba tras sus hombros.
Ayleen se detuvo a mitad del pasillo. Su pecho se encogió.
Helena se acercó por detrás y murmuró:
—¿Lo sabías?
—¿El qué?
—Que iba a hacer esto. Que iba a dejar de seguirte para comenzar a ser seguido.
Ayleen no respondió. No podía. Algo dentro de ella se removía. Un miedo nuevo. No a perderlo… sino a ya no controlarlo.
Eiden la vio. Por supuesto que la vio. Su entrada seguía siendo magnética. Pero no se acercó. No corrió hacia ella. No buscó su mirada para pedir aprobación.
Solo asintió con suavidad.
Como un igual.
Como alguien que ya no rogaba amor… sino que sabía lo que valía.
Samantha estaba en el segundo nivel del auditorio. Sentada, sola, observando. Sonrió al verlo. No porque creyera que era suyo. Ya no. Sino porque sabía que ahora tenía algo que ni Ayleen ni ella esperaban:
Una versión de Eiden que no se podía controlar.
Ni seducir.
Ni encerrar.
Cuando el evento terminó, Ayleen caminó hasta él. No dijo “hola”. No lo abrazó. Solo lo miró.
—Estás diferente.
—Estoy harto de ser el mismo.
—¿Y esto qué significa?
Eiden la observó. No con distancia. Sino con claridad.
—Significa que no soy tuyo. Ni de nadie.
Pero si me eliges bien… seguiré caminando contigo.
Ayleen apretó los puños. Su orgullo sangraba. Su corazón latía.
—Y si no te elijo bien…
Eiden se inclinó un poco, hasta quedar a centímetros de su rostro.
—Entonces alguien más lo hará.
Y se fue.
Dejando atrás una Ayleen paralizada.
Y una historia que, desde ese instante, ya no giraba alrededor de ella… sino junto a él.