Sin Reglas

Narra París Miller

Había ido a buscar el paquete que mi abuela me había mandado. Caminaba por el pasillo, tarareando una canción mientras lo cargaba en mis brazos. Justo cuando doblé la esquina, me interceptaron tres figuras que no podrían ser más irritantes. Al frente, como siempre, estaba Bianca, con su sonrisa odiosa y mirada de superioridad.

—¿Y ahora qué quieres tú? —pregunté, soltando un suspiro de puro hastío.

—Por tu culpa estoy limpiando baños, y Maximiliano no me habla —escupió, llena de resentimiento.

Levanté una ceja, incrédula.

—¿Y qué quieres que haga con esa información? ¿Te consuelo?

Bianca se acercó un paso, señalándome con su dedo feo y largo.

—Mira, niña, no te metas en mi camino o lo vas a sufrir mucho. Y ni se te ocurra decirle algo a tu abuelito sobre esto.

Una sonrisa cínica se dibujó en mi rostro.

—Tú misma lo has dicho, soy una niña, menor de edad, ¿cierto? Ponme un dedo encima otra vez, y te demando por maltrato. Eres mayor de edad, ¿no? ¿Veintiuno? Eso te hace legal en todos lados. Así que inténtalo, porque te voy a hacer sufrir un calvario.

Su cara se transformó en un poema de odio, pero yo no terminé.

—Y sobre Maximiliano… a mí no me interesa en lo absoluto. Es todo tuyo, pero, oh, espera… —me llevé una mano al mentón fingiendo pensar— no le gustas. Nunca le vas a gustar, intensa.

La esquivé con mi paquete en mano, dejando que mi último comentario la hirviera por dentro. Esa mujer era un caso perdido.

De regreso a mi habitación, Natalia y las chicas ya estaban ahí, con curiosidad en sus ojos.

—¿Qué te mandó tu abuela esta vez? —preguntó Natalia, inclinándose hacia mí.

—No lo sé —respondí mientras rompía la caja.

Dentro del paquete había productos para el cuidado del cabello, cosas de aseo personal, y una nota dulce de mi abuela. Como siempre, sabía exactamente lo que necesitaba.

Les di algunas cosas a las chicas y luego me recosté en mi cama, mirando el techo mientras una idea comenzaba a formarse en mi mente.

—Oigan, chicas —dije, sentándome de golpe—. ¿Entonces ninguna de ustedes soporta a Bianca?

Las tres pusieron mala cara y asintieron al unísono. Les sonreí maliciosamente.

[...]

Después de terminar el circuito de entrenamiento, vi a Maximiliano revisando unas notas. Me acerqué a él con toda la naturalidad del mundo.

—Tengo que admitir que has avanzado mucho —dijo—. Antes ni siquiera lo intentabas.

Levantó la mirada y asintió, pero antes de que pudiera responder, noté a Bianca detrás de nosotros, mirándonos con odio. Sonreí para mis adentros. La mejor forma de vengarme de ella sería quitarle lo que más quería: Maximiliano.

"Tropecé" y caí directamente en sus brazos. Lo miré a los ojos, sonriendo como si no hubiera planeado todo.

—¿Qué pretendes? —preguntó, su ceño fruncido, aunque no apartaba sus ojos de los míos.

—Hacer enfurecer a tu noviecita —respondí con un tono descarado.

—Yo no me presto a jueguitos de niños —dijo, serio, aunque noté cómo tragaba grueso.

—¿Y si no te prestas, por qué no te alejas? —me acerqué un poco más, disfrutando cómo su mirada desviaba incómoda.

—No quiero hacerte pasar vergüenza.

Sonreí aún más.

—Tan atento tú.

—Si alguien nos ve, puede malinterpretar la situación.

—Que yo sepa, los noviazgos aquí no están prohibidos. Y dudo que mi abuelo vaya en contra de nosotros, considerando que te tiene en un pedestal.

Maximiliano me miró con seriedad.

—Entre tú y yo no hay nada, París.

—Pero podría haber… una bonita amistad —respondí, apartándome finalmente.

Bianca estaba roja de rabia, y yo no pude evitar burlarme más. Gesticulé con los labios: "Uy, qué miedo", y luego solté una risita.

[...]

Esa noche, mientras me cepillaba el cabello en mi rincón favorito del internado, llegó Maximiliano.

—Aquí siempre te encuentro cuando te busco —dijo, cruzando los brazos.

—¿Qué necesita el oficial William? —respondí, sarcástica, como siempre.

Él suspiró, pero esta vez no parecía tan rígido.

—Como sabes, los oficiales podemos salir los fines de semana. Quería preguntarte si querías salir conmigo.

Me quedé en shock por unos segundos, antes de dar un pequeño grito de emoción.

—¡Claro que sí! Eso ni se pregunta.

—Pero tienes que prometerme que no vas a escapar.

—Te lo prometo. Haré lo que sea por salir de este lugar, aunque sea por unas horas.

—Hablaré con tu abuelo entonces.

—¿Puedo usar ropa normal?

Él asintió, y antes de poder controlarme, lo abracé emocionada.

—¡Gracias, gracias, gracias! —exclamé, saltando de alegría.

No podía esperar a ese día. Aunque, claro, si él me descuidaba un poco… tal vez haría algo más que simplemente disfrutar mi libertad.