En un pequeño pueblo donde los ecos del pasado aún resuenan en cada rincón, la vida de sus habitantes transcurre en un delicado equilibrio entre la esperanza y la desesperanza. A través de los ojos de aquellos que cargan con cicatrices invisibles, se desvela una trama donde las decisiones equivocadas y las oportunidades perdidas son inevitables. En esta historia, cada capítulo se convierte en un espejo de la impotencia humana, reflejando la lucha interna de personajes atrapados en sus propios laberintos de tristeza y desilusión. Lo que comienza como una serie de eventos triviales se transforma en un desgarrador relato de cómo la vida puede ser cruelmente injusta y, al final, nos deja con una amarga lección que pocos querrían enfrentar.
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Capítulo 16: Sombras del Ayer
Clara se despertó esa mañana con una sensación extraña, como si una niebla espesa cubriera cada uno de sus pensamientos. Afuera, el pueblo de San Gregorio seguía tan silencioso y desolado como siempre, pero algo en el aire parecía más pesado, más denso. Se levantó de la cama con dificultad, sintiendo el peso de cada paso mientras caminaba hacia la ventana. El viento movía las ramas de los árboles en un vaivén monótono, y el cielo estaba teñido de un gris apagado, como si el sol nunca hubiera existido.
Gabriel había permanecido a su lado la noche anterior, su presencia firme como un ancla en medio de su tormenta interna. Sin embargo, Clara sabía que la oscuridad que la rodeaba no podía ser ahuyentada solo por la compañía. Había algo más profundo, algo que seguía enterrado en su interior, y que tarde o temprano debía enfrentar.
Mientras se preparaba un café, la imagen de su madre volvió a su mente, como lo hacía cada mañana desde que había regresado al pueblo. Era casi una costumbre involuntaria, como si su mente quisiera recordarle una y otra vez la pérdida que había marcado su vida desde la infancia. Se sentó frente a la taza humeante, el aroma familiar llenando la cocina, pero en lugar de encontrar consuelo en él, sintió cómo una tristeza antigua la envolvía.
—¿Por qué volviste? —se preguntó a sí misma en voz baja, como si esperara que las paredes pudieran darle una respuesta.
A lo largo de los últimos días, Clara había comenzado a cuestionar su decisión de regresar a San Gregorio. Al principio, lo había visto como una oportunidad para reconectar con sus raíces, para entender quién era realmente después de haber pasado tanto tiempo huyendo de su pasado. Pero cuanto más tiempo pasaba en el pueblo, más parecía desmoronarse todo a su alrededor. Los recuerdos, en lugar de traerle paz, solo avivaban viejas heridas que nunca habían sanado del todo.
Terminó su café en silencio, sabiendo que ese día debía enfrentar algo que había estado evitando desde su llegada: la antigua casa de su familia. Hasta ahora, había evitado acercarse, temiendo lo que encontraría. No sabía si estaba lista para ver las ruinas de lo que una vez fue su hogar, el lugar donde su madre había muerto y donde su vida había cambiado para siempre. Pero sabía que no podía seguir huyendo.
Con un nudo en el estómago, Clara salió de la casa y comenzó a caminar por las calles desiertas de San Gregorio. Los edificios antiguos parecían observarla en silencio, testigos mudos del tiempo que había pasado. Cuando llegó a la calle de su infancia, el paisaje se le hizo insoportablemente familiar. Cada piedra, cada árbol, le recordaba los días que había pasado corriendo junto a sus amigos, días en los que la vida parecía infinita y la muerte no era más que un concepto lejano.
La casa de los Martínez estaba en el extremo de la calle, justo donde la carretera comenzaba a perderse entre los campos. Al llegar a la entrada, Clara se detuvo frente a la puerta de madera, ahora desgastada y rota. Las ventanas estaban cubiertas de polvo, y el jardín, que su madre había cuidado con tanto esmero, estaba invadido por maleza. Parecía una tumba olvidada.
El corazón de Clara latía con fuerza cuando finalmente reunió el valor para entrar. Al empujar la puerta, esta crujió como si protestara ante su intrusión. El interior de la casa estaba oscuro y frío, y el olor a humedad impregnaba cada rincón. Clara recorrió las habitaciones lentamente, sus pasos resonando en el suelo de madera. Todo estaba exactamente como lo recordaba, pero al mismo tiempo, todo era diferente. Las paredes que una vez habían estado llenas de fotos familiares ahora estaban vacías, los muebles cubiertos por una fina capa de polvo.
Llegó finalmente al dormitorio de su madre, el lugar que había evitado por tanto tiempo. La puerta estaba entreabierta, y al empujarla, un escalofrío recorrió su espalda. Todo estaba tal y como lo había dejado el día que su madre murió. La cama, aún hecha, con las sábanas que su madre había comprado poco antes de fallecer; las cortinas, ligeramente rasgadas por el tiempo, pero intactas. Clara sintió que su pecho se cerraba, como si todo el aire hubiera sido succionado de la habitación.
Se sentó en el borde de la cama, incapaz de contener las lágrimas que comenzaron a brotar de sus ojos. Había estado conteniendo este dolor por demasiado tiempo, y ahora que estaba aquí, en el lugar donde todo había terminado, se dio cuenta de lo profundo que era ese vacío. Su madre se había ido tan rápido, tan inesperadamente, que Clara nunca había tenido la oportunidad de decir adiós, de despedirse realmente. Y ese era el peso que había cargado durante todos estos años.
—Lo siento, mamá —susurró entre sollozos—. Lo siento por no haber estado allí, por no haber sido lo suficientemente fuerte.
El eco de sus propias palabras resonó en la habitación vacía, y en ese momento, Clara sintió que estaba hablando no solo a su madre, sino a sí misma. Había pasado tanto tiempo huyendo de su dolor, intentando ser fuerte, que había olvidado lo que era ser vulnerable. Pero ahora, sentada en esa cama, rodeada por los recuerdos de su infancia, comprendió que la fuerza no siempre significaba resistir. A veces, la verdadera fuerza estaba en aceptar el dolor, en permitir que las heridas sanaran.
Pasó horas en la habitación, inmersa en sus recuerdos, permitiéndose llorar por todo lo que había perdido. Pero cuando el sol comenzó a ponerse, y la luz naranja de la tarde se filtró por las ventanas sucias, algo dentro de ella cambió. No era una solución mágica ni una revelación repentina, pero sintió una pequeña chispa de alivio. Quizás, al enfrentar finalmente su pasado, estaba dando el primer paso hacia la sanación.
Cuando salió de la casa, el aire fresco de la tarde la golpeó en la cara, y por primera vez en mucho tiempo, Clara sintió que podía respirar un poco más fácilmente. Sabía que el camino por delante seguiría siendo difícil, que las sombras de su pasado no desaparecerían de la noche a la mañana. Pero también sabía que ya no estaba sola. Gabriel había estado a su lado, y aunque el futuro seguía siendo incierto, tenía la esperanza de que, juntos, podrían encontrar una manera de seguir adelante.
Clara cerró la puerta de la casa con cuidado, dejando atrás el peso que había cargado durante tanto tiempo. Mientras caminaba de regreso por las calles vacías de San Gregorio, el viento susurraba a través de los árboles, y en ese susurro, Clara creyó escuchar una voz familiar.
—Adiós, mamá —murmuró, con una sonrisa melancólica en los labios—. Adiós.