Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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El regreso
(Naia)
El tiempo pasaba lento, demasiado para mí gusto. Aún estaba sola en la cueva, podía ver claramente como afuera comenzaba a oscurecer, los ruidos del exterior ya no se oían, en su lugar el viento hacía de las suyas moviendo las hojas y trayendo a mi mente una sensación muy familiar. No me gustaba el sonido del viento, mucho menos cuando estaba sola.
Hice todo lo posible para no pensar, para distraer mi mente. Pero todo lo que logré fue recordar la mirada de mi madre cuando me dio aquel té y me dijo que todo sería como debía ser.
De pronto, el sonido llegó antes que la figura: pasos pesados, firmes, que resonaban con un ritmo seguro en el eco de la entrada a la cueva. Me tensé de inmediato imaginando qué o quién podría estar acercándose, pero la tensión se convirtió en alivio cuando la silueta de Fenn apareció en la entrada. Y detrás de él, Kael.
Traía el cuerpo recto, la mirada fija hacia adelante, y sobre su hombro colgaba un ciervo.
Me quedé de pie, sin saber qué decir. Una parte de mí quería correr hacia él y reclamarle por haberme dejado sola. Otra, más silenciosa pero más fuerte, solo quería agradecerle por volver.
Él me miró al cruzar el umbral. Sus ojos oscuros se detuvieron en mí como si comprobara que seguía entera. Después, sin una palabra, dejó el animal en el suelo y comenzó a preparar el lugar donde lo despellejaría.
—Estuviste fuera… mucho tiempo —me animé a decir, con la voz más firme de lo que esperaba.
No respondió. Pero sus hombros se relajaron apenas, como si mi voz hubiera deshecho un nudo invisible en él.
Lo observé un instante, hasta que noté la bolsa que llevaba colgando en su mano libre. Se me acercó y la abrió, mostrando un atado de hierbas frescas. El olor intenso se esparció al instante por la cueva, era fuerte, pero agradable.
Kael extendió el manojo hacia mi, ofreciéndomelo.
—¿Para… mí? —pregunté, insegura.
Él asintió con un movimiento leve de cabeza, y luego señaló con un gesto breve mi propio cuerpo. Entendí que era para ocultar mi olor.
Me llevé una mano al pecho, conmovida. Nadie se había preocupado de protegerme desde… desde que mi padre estaba con vida. Mucho antes de todo esto. Antes de que mi madre me entregara.
—Gracias, Kael —susurré.
Él apartó la vista de inmediato, centrando su atención en la carne del ciervo, como si mis palabras fueran algo incómodo. Y sin embargo, sentí que las había escuchado, que habían quedado guardadas en algún rincón suyo.
Me acerqué a él, dudando, hasta que estuve lo bastante cerca para ver cómo sus manos, grandes y seguras, trabajaban con precisión. Movimientos duros, sí, pero también calculados, casi rituales.
—¿Puedo ayudarte? —pregunté, con un atrevimiento que no sabía que tenía.
Él se detuvo. Me miró, largo, como sopesando si lo decía en serio. Finalmente, asintió con un gesto seco.
Me arremangué y me acerqué más. Al principio no sabía qué hacer, y mis dedos temblaban un poco al imitarlo. Kael limpió sus manos y me corrigió con paciencia silenciosa: un toque breve en mi muñeca para mostrarme dónde cortar, un movimiento de su cuchillo que yo debía repetir.
Cada vez que su piel rozaba la mía, un calor inesperado me recorría. Y me descubrí sonriendo. Sonriendo de verdad, por primera vez en tanto tiempo.
Cuando levanté la vista, lo encontré mirándome. Sus ojos eran serios, pero no duros. Había en ellos algo que no entendí del todo, pero que me hizo sentir vista, como si de pronto no fuera invisible.
(Kael)
El peso del ciervo en mi hombro era nada comparado con el peso de mis pensamientos. El olor agrio de los vampiros seguía en mi memoria, aunque el viento los hubiera alejado. La advertencia estaba clara: no podía relajarme.
Pero al entrar en la cueva y verla de pie, más erguida que cuando la dejé, algo en mí se aquietó.
Estaba viva. Entera. Y más aún: su piel brillaba con un resplandor nuevo, entonces me dí cuenta de que había hallado las aguas termales, y parecía como si el agua le hubiera devuelto un poco de fuerza.
Me enfoqué en el trabajo. La carne debía limpiarse, la sangre debía aprovecharse, nada podía desperdiciarse. Pero sus palabras, su voz suave, se colaron entre mis pensamientos como un arroyo persistente.
Cuando agradeció las hierbas, tuve que apartar la mirada. No estaba acostumbrado a eso. Nadie agradecía. Nadie cuidaba. Solo sobrevivías o morías.
Y, sin embargo, ella sonrió. Una sonrisa leve, sincera, que iluminó el rincón más oscuro de la cueva.
Por un instante, me descubrí mirándola demasiado tiempo. No con la mirada de un cazador que evalúa, sino con la de alguien que recuerda que existe algo más que la guerra.
No lo entendí. No quería entenderlo. Así que me refugié en el trabajo, en la sangre, en el filo del cuchillo.
Pero cuando su mano tembló y la corregí con un simple toque, sentí cómo mi cuerpo reaccionaba de un modo extraño. Era algo profundo, peligroso: la necesidad de que siguiera sonriendo.
(Naia)
La cena se preparó entre silencios y chispas del fuego. Pero ya no era un silencio pesado. Era distinto, como si entre los dos hubiera algo que no necesitaba palabras para existir.
Comí despacio, saboreando cada bocado como si fuera el primero que de verdad disfrutaba en mucho tiempo. Y mientras el calor de la carne me recorría, pensé que no quería seguir siendo solo una carga para él.
—Quiero ayudarte en lo que haga falta —dije de pronto, rompiendo el silencio —No me gusta la idea de estar aquí sin hacer nada.
Kael levantó la mirada, y por un instante me pareció ver sorpresa en sus ojos. Luego, solo asintió.
No supe si lo hacía para tranquilizarme o porque de verdad aceptaba mis palabras. Pero en ese gesto sencillo encontré algo parecido a la esperanza.
Me recosté contra la pared de piedra, dejando que el calor del fuego me envolviera. Afuera, el bosque rugía en la distancia. Adentro, solo quedábamos él, yo y Fenn, respirando en calma.
Por primera vez desde que todo comenzó, pensé que quizá… solo quizá… aquí, en esta cueva, no estaba completamente rota.