Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Reina de la primavera
Los pasillos de la escuela olían a flores frescas. El comité de estudiantes se había excedido con las decoraciones: guirnaldas de papel, luces colgantes y pétalos esparcidos por doquier. Era como caminar dentro de un jardín encantado. El aire era diferente ese día, cargado de algo dulce y luminoso. Era la Fiesta de la Primavera.
Yo ayudaba a colgar mariposas de cartulina cuando escuché los aplausos en el auditorio. Algo grande acababa de pasar. Me acerqué con curiosidad, abriéndome paso entre compañeros. Cuando logré ver al frente, el corazón me dio un vuelco.
Diana.
Diana, de pie, en medio del escenario, con las mejillas encendidas y la mirada clavada en el suelo.
La directora acababa de anunciarla como la Reina de la Primavera.
Mi Diana.
La misma que hablaba bajito, que buscaba siempre las esquinas del mundo, la que temblaba al dar los buenos días en voz alta. Estaba allí, entre vítores, con una corona de flores sostenida en sus manos como si ardiera. No entendía nada, y aun así… sonreía. Pequeño, tembloroso, pero real.
Algunos profesores dijeron que su dulzura, su constancia y su mirada honesta habían sido razones de peso para su elección. Que la primavera no siempre era escándalo y sol: también era la brisa suave que arrulla sin que nadie se dé cuenta. Y eso, dijeron, era Diana.
Yo la miraba desde la multitud, con una ternura tan intensa que dolía. Mis manos temblaban en los bolsillos. Quería correr a abrazarla, decirle que todo el universo tenía sentido cuando la miraban así, como yo la miraba cada día.
Pero no fui la única que se fijó en ella.
Desde ese momento, comenzaron a acercarse. Compañeros de otros cursos, incluso algunos que nunca antes le habían hablado, se presentaban ante ella con flores, cartas, tímidas sonrisas. Diana apenas podía responder. Bajaba la cabeza, se frotaba los dedos nerviosa, murmuraba “gracias” con voz de hilo.
Vi cómo uno de los chicos de teatro le ofrecía una flor de papel y le pedía bailar en la fiesta. Ella solo sonrió, sin saber qué decir. Otro grupo de estudiantes la rodeaba, haciéndole preguntas, elogiando su vestido claro, su forma de mirar, su timidez misma. La adoraban.
Y yo…
Yo sentía una mezcla extraña en el pecho. Orgullo y un toque de miedo. No por celos, no. Sino por ella. Sabía que estar en el centro no le era fácil. Pero también veía cómo, a pesar de la ansiedad, se mantenía firme. Como una flor que abre los pétalos aun con miedo al viento.
Cuando nuestras miradas se cruzaron entre el gentío, Diana me dedicó una sonrisa chiquita, solo para mí. De esas que hacen que el mundo se calle un momento.
La timidez no la hacía menos reina. La hacía única.
La música llenaba el gimnasio transformado en un salón de cuentos. Luces tenues, faroles de papel suspendidos como estrellas suaves. El aire olía a jazmín, mezclado con perfume barato y ansiedad adolescente. Era el Baile de Primavera, y todo parecía brillar un poco más esa noche.
Diana estaba sentada cerca de la mesa de bebidas, con su vestido lila sencillo y el cabello suelto, cayendo como una cortina oscura sobre sus hombros. La corona de flores aún descansaba en su cabeza, aunque algo ladeada, como si quisiera escapar. Ella misma parecía querer hacerlo también.
Desde donde yo estaba, no podía dejar de mirarla. Cada vez que alguien se le acercaba, su cuerpo se tensaba como si esperara una emboscada. Pero luego, algo se ablandaba en sus ojos. Respondía con una sonrisa, con un gesto leve, con ese modo tan único y frágil de estar en el mundo. Diana no necesitaba hablar fuerte para ser escuchada. Bastaba con ser.
Yo me acercaba de vez en cuando, a dejarle una bebida, a tocarle la mano, a susurrarle que estaba preciosa. Ella asentía, apretaba mi mano, pero había algo más en su mirada. Como si estuviera procesando algo más grande que el bullicio. Como si el mundo se le hubiera abierto de golpe, y no supiera aún si podía habitarlo.
Entonces apareció Maicol.
Maicol del club de teatro. Maicol, con su chaqueta brillante, su sonrisa segura, y ese aire de quien siempre sabe moverse en las fiestas. Caminó directo hacia ella con una flor en la mano y una reverencia exagerada.
—Majestad —dijo, con esa teatralidad que lo caracterizaba—. ¿Me concedería el honor de un baile?
Yo dejé de respirar.
Diana lo miró, sorprendida. Parpadeó varias veces, bajó la mirada, luego la subió otra vez. Parecía debatirse entre la risa nerviosa y la huida. Pero entonces, algo en sus hombros cambió. Se enderezó. Me buscó con la mirada. Nos miramos. Le sonreí.
Y ella… asintió.
Maicol le ofreció el brazo y Diana lo tomó con suavidad, como si tocara un pájaro. Se dejaron llevar hacia el centro de la pista donde las luces giraban lentas. La música cambió a una melodía de cuerdas suaves, una de esas canciones que parecen acariciar el alma.
Yo me quedé junto a la mesa, con las manos vacías. No era celos. Era algo más complejo. Era una mezcla de amor profundo y miedo. Miedo a que Diana descubriera que podía volar sola. Miedo a no ser suficiente abrigo para su invierno interior. Miedo a perderla en un mundo que apenas estaba comenzando a mirarla.
Pero mientras bailaban, noté algo.
Diana no dejaba de mirar sus pies. Se reía bajito cada vez que pisaba mal. Maicol la guiaba con paciencia, sin burlas, sin presión. Ella seguía con nervios, pero también con una tímida alegría. Por primera vez, Diana estaba bailando con alguien más. Y lo estaba disfrutando.
Y aun así… cada cierto momento, su mirada me buscaba.
Me buscaba a mí.
Y cuando nuestros ojos se encontraban, supe que, aunque ahora girara con otros, su eje seguía siendo yo.
La canción terminó y Maicol la dejó con una reverencia elegante. Diana le agradeció y volvió a su asiento. Yo me acerqué en silencio, me senté a su lado. Ella tenía las mejillas encendidas y las manos temblorosas, pero había algo en ella… algo nuevo. Algo hermoso.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Ella asintió, bajó la mirada, y luego me la sostuvo con más firmeza de la que estaba acostumbrada a ver en ella.
—Bailé… por primera vez. —Su voz era un susurro emocionado.
—Lo vi —le sonreí—. Lo hiciste muy bien.
Ella mordió su labio, luego tomó mi mano.
—Pensé que no iba a poder. Me dolía el ruido, las luces, tanta gente… Pero entonces… pensé en vos. En lo que me decís cuando estoy por desaparecer. Y sentí que podía intentarlo. Solo un poquito.
Me derretí. Todo el miedo, toda la inseguridad, se diluyeron con esa simple confesión.
—Yo estoy tan orgullosa de vos —le dije, acercándome un poco más—. Pero no por bailar. Sino por no esconderte. Por darte una oportunidad.
Ella apretó mi mano más fuerte. En sus ojos aún brillaban las luces del salón, pero también algo más antiguo y profundo. Algo que solo compartíamos ella y yo.
—Gracias —dijo. Y fue como si me abrazara con esa palabra.
Nos quedamos en silencio un rato. Mirando las luces, escuchando la música. Sentadas juntas en medio del ruido, pero en nuestra propia isla de calma.
La reina de la primavera había bailado. Y en su paso tímido y torpe, había una revolución.
Después de ver a Diana bailar por primera vez, sentí que algo se había desbloqueado en ella. No era solo que hubiese dado pasos sobre una pista; era que, en cada movimiento, había confiado en sí misma un poco más. Y eso… eso era mágico.
Seguimos sentadas unos minutos, compartiendo palabras cortas y miradas largas. La música cambió de ritmo, ahora algo más animado, risas y cuerpos girando como torbellinos de colores. Pero nosotras ya no estábamos en ese ritmo. Diana me miró con esa expresión suya que era casi un poema: silenciosa, tímida, pero llena de significado.
—¿Querés salir un momento? —le propuse.
Asintió.
Tomé su mano y salimos del gimnasio por la puerta trasera. El aire fresco de la noche nos acarició la piel. Afuera, el patio estaba en penumbra, solo iluminado por las luces lejanas del baile y algunas guirnaldas olvidadas. Caminamos hasta la glorieta al final del jardín del colegio, esa que casi nadie visitaba. Allí, el silencio era suave, como una canción baja.
Nos quedamos paradas un momento en medio de la estructura circular. Diana miraba hacia el cielo, donde la luna nos observaba en su eterna vigilancia. Yo la miraba a ella, con esa mezcla de asombro y amor que me envolvía cada vez que la tenía cerca.
—¿Sabés que la luna está más cerca de lo que pensamos? —le dije, sonriendo—. Pero igual hay que saber mirar para encontrarla.
Ella me miró, y por primera vez en mucho tiempo, no apartó la vista. Su voz llegó despacito:
—¿Bailamos?
Me quedé en silencio unos segundos. Diana… ¿quería bailar otra vez? ¿Conmigo?
Asentí, sin palabras.
Saqué mi celular del bolsillo y puse una canción lenta, suave, que hablaba de mirar a alguien como si fuera un universo. De esos temas que nosotras llamábamos "las canciones para existir". La música flotó en el aire nocturno como una promesa.
Diana dio un paso hacia mí, y yo la tomé por la cintura. Ella apoyó su mano en mi hombro, con algo de torpeza. Nuestros cuerpos se acomodaron con una delicadeza que parecía aprendida de los pétalos. Empezamos a movernos despacio, en un vaivén sin reglas, solo nuestro.
Sus ojos estaban cerrados. Su respiración, tranquila. Su cabeza apoyada apenas sobre mi hombro. Sentí que éramos parte de la noche. Que no había nadie más. Que el universo se había reducido a este pequeño círculo donde sus latidos y los míos se encontraban.
—¿Sabés qué pienso? —le susurré.
—¿Qué?
—Que no importa cuántos Maicol haya en el mundo. No importa cuántas coronas ganes, ni si bailás perfecta o no. Yo te elegiría igual. Siempre.
Ella no respondió con palabras. Solo levantó la cabeza y me miró. Y en esa mirada había tanto. Tantas cosas que Diana nunca podía decir con palabras. Pero yo la entendía igual.
Y entonces ocurrió.
Se acercó. Lento, insegura. Su aliento temblaba. Yo cerré los ojos. Y nuestros labios se encontraron apenas. Un roce. Un suspiro compartido. Tan leve como el paso de un cometa, pero tan lleno de luz.
La abracé con fuerza, como si quisiera envolverla en mi calma.
—Estoy acá —le susurré—. Y no me voy a ir.
Ella se aferró a mí, su cabeza contra mi cuello, y susurró, apenas audible:
—Gracias por bailarme lento… incluso cuando yo solo sabía correr.
Y ahí, bajo la luna, con una canción sonando desde un celular a medio volumen y el corazón latiéndome como un tambor tribal, entendí algo profundo:
Había muchas formas de amar.
Pero esta… esta era la nuestra.