Dueña De Tu Sombra

El tiempo había pasado como una tormenta silenciosa, arrasando con todo sin que nadie lo notara hasta que fue demasiado tarde.

Alice tenía ahora veinte años. Vivía sola en una casa sencilla, oculta en un barrio donde nadie preguntaba por nadie. Era su forma de mantenerse invisible. No quería lujos ni comodidades, no por falta de dinero, sino por precaución. No deseaba llamar la atención de nadie, mucho menos de él.

Sabía que sus hermanos eran mafiosos desde hacía años. Había llorado cuando lo descubrió. Se sintió traicionada. Pero después... lo entendió. No los justificaba, pero aprendió a aceptar. Alan, Alex y Axel —los trillizos que ahora tenían treinta y cinco— vivían juntos con Valentín, que tenía veinticinco. Benjamín, con treinta y tres, vivía solo, aunque de vez en cuando mantenía una relación sexual con una mujer cuyo nombre Alice desconocía. Ella lo sabía. Sabía que él no la amaba. Solo la usaba para lo que necesitaba y luego volvía a su vida silenciosa y solitaria. Eso dolía, pero también la tranquilizaba.

En su pequeño comedor, Alice desayunaba pan tostado con café mientras observaba en silencio una foto recortada de una revista: Ben, vestido con traje negro, serio, impasible, caminando por una alfombra roja de un evento empresarial.

—Buenos días, amor… —susurró con dulzura, tocando el papel con los dedos como si fuera de carne y hueso.

Todos los días hacía lo mismo. Era un ritual casi religioso. Se despertaba, se bañaba, desayunaba… y lo miraba. Lo observaba como si pudiera hablarle con la mente, como si de algún modo él pudiera escucharla.

Fantasías se formaban y deshacían en su cabeza. A veces él entraba por la puerta mojado por la lluvia, buscándola. A veces ella despertaba y él estaba a su lado, abrazándola. Otras veces solo se imaginaba caminando junto a él en un mundo donde todo era posible.

Estaba obsesionada. Pero no le importaba. Porque el corazón no pregunta, simplemente se aferra.

---

Mientras tanto, en el centro de la ciudad, el edificio Anval se erguía como un coloso de cristal y acero. En el último piso, Ben terminaba su rutina matutina: desayuno, ducha fría, una hora de entrenamiento físico, luego reuniones. Todo medido. Todo calculado. Su vida estaba estructurada al milímetro.

Había crecido. Sus hombros más anchos, su expresión más firme. Su mirada era como la de alguien que ya había vivido demasiado, incluso siendo joven.

Ahora dirigía oficialmente la empresa. Su nombre sonaba en todas las noticias financieras. Las revistas lo buscaban. Lo admiraban. Lo temían.

Su abuelo, quien alguna vez había sido su mayor sombra, ya no estaba. Un disparo en la cabeza acabó con él en una emboscada hacía dos años. Ben no lloró. Tampoco sonrió. Solo dijo en voz baja: "Por fin".

Desde entonces, las cosas cambiaron. Él se volvió más frío, más racional. Mantenía un romance sin compromisos con una mujer, solo sexo, sin emociones. No le importaba quién era. No la amaba. No hablaba con ella. Solo la usaba cuando necesitaba olvidar que seguía sintiéndose vacío.

---

Y mientras Ben firmaba documentos en su oficina de vidrio, a kilómetros de allí, Alice se recostaba en su cama abrazando una almohada, deseando que fuera él.

Ella sabía que no era normal, que lo suyo ya no era solo un enamoramiento. Era una necesidad. Una obsesión. Un deseo que no podía apagar.

Pero tampoco quería hacerlo.

Porque en un mundo donde todos se iban, él era lo único que se quedaba en su mente. Aunque no la conociera. Aunque nunca la hubiera visto.

—Algún día, Ben… —susurró ella, cerrando los ojos—. Algún día serás mío.

Y aunque el mundo gritara que no, su corazón seguía respondiendo con la misma voz firme y dulce: sí.