Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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Capitulo 14: Bajo fuego
El humo lo cubría todo.
No había gritos. Solo un zumbido en los oídos. Como si el mundo hubiera explotado y luego se negara a volver a la normalidad.
Anastasia apenas podía respirar. Sentía el sabor metálico en la garganta, el vestido rasgado pegado al cuerpo, y las piernas a punto de doblarse.
Pero Nikolái no la soltaba.
La empujaba hacia adelante, con una mano firme en su espalda, mientras su otra mano sujetaba un arma negra, aún humeante. La mirada fija, los pasos rápidos, sin titubeos.
Detrás, Dmitri disparaba. Cargaba. Disparaba otra vez.
—¡A la salida, ya! —gritó alguien por radio, pero nadie sabía quién.
Un hombre cayó a un metro de distancia, con el cuello abierto como una flor carmesí.
Anastasia se quedó quieta. No sabía si gritar o correr. El cuerpo le temblaba, pero los pies no se movían.
Entonces, Nikolai se volteó para mirarla.
—¡Anastasia! —gritó, con la voz ronca—. ¡No te quedes ahí!
Corrió hacia ella, tomó su brazo y la empujó con fuerza hacia uno de los autos blindados que ya esperaban afuera, el motor encendido, la puerta abierta.
Dmitri los cubría desde el costado, gritando órdenes, apuntando, sin parar.
—¡Muévete! ¡Muévete! ¡Vamos!
Nikolai la metió en el asiento trasero, y él subió detrás justo cuando el primer auto explotaba a lo lejos.
El convoy se desplazó como una serpiente negra.
Autos blindados, cristales polarizados, guardias en motos abriendo paso.
Todo en menos de cinco minutos.
La ciudad desapareció a su alrededor.
Anastasia apenas respiraba. El pecho le dolía. Las manos le temblaban. No entendía cómo no había muerto allá adentro. No entendía por qué seguía sintiendo el sabor de ese beso en medio de tanto humo.
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La residencia no era la principal. Tampoco la más grande. Pero era una de las más seguras.
El portón de acero se abrió apenas el convoy se acercó, La fachada era discreta, oculta entre árboles altos y caminos discretos. Ni una sola cámara a la vista. Ni un solo ruido externo.
Nikolái bajó primero. Tenía pequeños rasguños. Luego volvió al auto y abrió la puerta trasera. Le tendió la mano a Anastasia.
—Vamos. Cuidado al bajar.
Anastasia bajó con su ayuda. Sintió el suelo firme y la cabeza le dio vueltas. Al notar que trastabillaba un poco, pasó su brazo por la espalda de ella, sin invadir, solo sosteniendo.
—El suelo está irregular —murmuró.
Adentro, todo estaba en calma.
Demasiada.
El pasillo principal olía a madera vieja y desinfectante. Las luces eran tenues, las paredes sin cuadros.
Anastasia se quedó en medio del recibidor, temblando ligeramente, con las manos sucias y la mirada perdida. Hasta que una voz la sacó del trance.
—Ven conmigo —dijo Dmitri, con un suspiro.
Lo siguió en silencio. Todavía con las piernas temblando, el pulso enredado y el eco de la explosión zumbándole en los oídos.
Entraron a una sala vacia. Con las luces bajas y olor a desinfectante. Dmitri se dejó caer en un sillón, sin disimular el gesto.
—Necesito tu ayuda —dijo, sin siquiera mirarla.
Ella parpadeó, apenas consciente de estar ahí.
Él apoyó el codo en el respaldo, relajado, con esa sonrisa que no era del todo una sonrisa.
—Estoy herido, ¿viste? —añadió con un tono burlón—. Y técnicamente… te salvé la vida.
Hizo una pausa, sin borrar la expresión.
—Así que sé buena… cúrame, aunque sea por compromiso.
El no parpadeaba. No dejaba de mirarla, recorriéndole el rostro lentamente, como si cada detalle importara.
—¿Te duele? —preguntó Anastasia, con voz suave mientras limpiaba la sangre seca alrededor de la herida.
—No, es la gran cosa.
Ella arqueó apenas una ceja.
—¿Disfrutas el dolor?
El sonrió.
El silencio se alargó un instante, volviéndose intenso. Ella apartó los ojos, tratando de disimular el leve calor que sentía en las mejillas.
Dmitri levantó la mano con calma, como si no tuviera ninguna prisa por tocarla… pero sí la necesidad de hacerlo.
Le rozó la mandíbula con los dedos, apenas, arrastrando el contacto dolorosamente. La hizo mirarlo. Con esa intensidad que arrastra sin pedir permiso.
—Nunca pensé que mi hermano se adelantara —dijo en voz baja, con esa sonrisa suya que no sabías si era ternura o puro veneno—. Ahora tengo curiosidad.
Anastasia no respondió.
Estaba demasiado ocupada sintiendo cómo el aire se volvía más pesado entre los dos.
Dmitri ladeó la cabeza. Sus ojos bajaron a su boca.
—Pero bueno… supongo que hasta el hielo tiene sus momentos de incendio.
Su mano bajó, Con una lentitud descarada, hasta el cuello de ella. La piel se le erizó. El cuerpo, traidor, se le tensó como si ya supiera lo que venía.
—¿Sabes lo que pienso? —murmuró, tan cerca que sus labios rozaron los de ella sin besarlos— Que hay cosas que no se comparten.
Y esta… —la acarició con el pulgar, justo bajo la boca— esta definitivamente no es una de ellas.
La besó.
Y no fue un roce.
No fue una caricia tímida.
Fue una maldita declaración de guerra.
Su boca se hundió en la de ella con una firmeza que no dejaba lugar a dudas.
Ni preguntas.
La atrapó con una mano en la nuca, hundiendo los dedos entre su cabello como si hubiera esperado demasiado para hacerlo. Y la otra mano en su cintura, tirando de ella con una seguridad devastadora. Como si tuviera derecho. Como si el mundo se estuviera cayendo a pedazos… y él solo quisiera probar su sabor antes de que todo desapareciera.
Anastasia se quedó quieta al principio.
Sorprendida. Atemblada. Quemándose desde dentro.
Sintió el calor de su cuerpo, la presión de su pecho contra el suyo, la forma en que la envolvía sin pedir permiso.
Su aliento era fuego.
Su boca, pecado
La besó como si no le importara nada más. Como si no estuviera herido, como si no acabaran de sobrevivir a un atentado. Como si todo lo demás fuera ruido… y ella, la única maldita cosa que valía la pena.
Dmitri se separó, apenas unos centímetros. La miró con esa sonrisa torcida, descarada, sucia.
Y susurró, con la voz baja y rota:
—Ahora ya no me debes nada… ángel.
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[POV' Anastasia]
No supe cuánto duró ese beso.
Un segundo. Tres. Una eternidad.
Lo único claro era que, cuando Dmitri me soltó, yo ya no era la misma.
Él se quedó sentado, con esa sonrisa torcida que parecía no dolerle ni la sangre en el abdomen. Como si besarme fuera más que suficiente analgésico. Como si yo le perteneciera desde antes de que lo decidiera.
Yo no dije nada. Ni un reproche. Ni una palabra.
Simplemente… me levanté.
Salí de la habitación como si alguien me empujara por dentro. Como si necesitara aire. Como si no fuera capaz de quedarme un segundo más sintiendo el peso de su mirada detrás de mí.
Apenas salí, una empleada esperaba fuera.
Me miró con una expresión que no supe leer al principio.
—¿Todo bien, señorita? —preguntó, como si no supiera.
Tenía una sonrisa suave. Casi cómplice. Como si hubiera escuchado más de lo que debía. Como si hubiera conseguido justo lo que quería: dejarnos solos.
Me tendió un conjunto de ropa limpia y una toalla.
—Puede usar la habitación del fondo para cambiarse. Ya está preparada.
Asentí, sin decir nada. Caminé por el pasillo, con la cabeza hecha un desastre.
Los besos de Dmitri y Nikolái aún están pegados en mi mente. En mi piel. En los labios.
La casa estalló en movimiento.
Voces. Pasos. Órdenes.
Nikolai Estaba de pie, al fondo de la sala, frente a una mesa larga llena de informes, armas descargadas y pantallas encendidas. La tablet en su mano mostraba fragmentos de las cámaras de seguridad. Cada rostro, cada movimiento, cada segundo del caos.
—Quiero cada maldita cara —dijo sin levantar la voz, pero con un tono que helaba la sangre—. Quiero saber quién entró, quién salió, y qué carajo hizo cada uno de los nuestros desde que pusimos un pie ahí.
Sus hombres lo escuchaban en silencio. Nadie se atrevía a respirar más de la cuenta.
—Quiero saber Quién filtró la ubicación. Y por qué nadie detectó el ingreso del explosivo.
Su tono era tan frío que dolía.
—No fue un ataque común. Nos estaban esperando. Y no me importa si eso significa que hay una rata en la casa o un hijo de puta jugando a ser héroe… —miró a uno de los suyos directamente—. Lo vamos a encontrar. Y lo voy a enterrar vivo.
Tragué saliva.
No era el hombre que me había besado para hacerme respirar. Era el jefe. El depredador.
Uno de los hombres volteó hacia Nikolái al notar que yo estaba en la entrada.
—Jefe…
Él se giró.
Me encontró con la mirada.
No dijo nada al principio. Solo se quedó ahí, observándome. Como si necesitara asegurarse de que yo seguía entera.
Aunque no se acercó, su presencia lo llenó todo.
—Estás temblando —dijo al fin, con voz firme, pero más baja que la que usaba para dar órdenes.
Yo ni siquiera me había dado cuenta. Bajé la mirada, intentando disimularlo.
Llevó dos dedos al radio en su mano, habló algo que no entendi, pero el guardia más cercano reaccionó de inmediato y salió casi corriendo.
—Te van a traer comida y Agua—agregó sin mirarme directamente. No era una pregunta, ni una cortesía. Era una decisión. Como todo en él.
Sus ojos recorrieron los míos por un instante más, y luego señaló hacia la sala contigua con un leve movimiento del mentón.
—Si prefieres salir a que te dé el aire, el jardín está vigilado. Nadie va a acercarse sin que yo lo autorice.
Asentí, sin saber muy bien por qué.
Estaba por salir al jardín cuando lo escuché.
Un motor. Luego otro. Rápidos. Potentes. Como si el infierno viniera rodando en dos ruedas.
Nikolái alzó la mirada hacia uno de los guardias que asomó por la entrada.
—Ya llegaron.
—¿Quiénes? —pregunté, sin entender del todo.
No hubo respuesta inmediata. Solo una media sonrisa de lado de uno de los hombres de seguridad. De esas que dicen “mejor que lo veas con tus propios ojos”.
Los portones se abrieron.
Dos motos negras cruzaron sin frenar, derrapando como si el mundo fuera suyo.
Los motores se apagaron al mismo tiempo. Ambos hombres se bajaron con movimientos seguros, casi coreografiados.
Fue ahí cuando pude verlos bien.
Eran altos, de piel clara, cabello negro y tatuajes visibles que trepaban por el cuello y los brazos. Idénticos… al menos a simple vista.
El que venía sonriendo como si fuera a una fiesta tenía un piercing en el labio y la mirada encendida.
El otro era distinto. Frío. Silencioso. Mismo rostro, pero con ojos que cortaban.
El primero se quitó el casco y soltó, con una sonrisa de loco encantador:
—Vaya, vaya… ¿y este angelito de dónde cayó?
El otro lo miró con cara de “no empieces”.
—Es la chica de Kolya —advirtió, seco.
El de la sonrisa alzó las manos como si le apuntaran con una pistola.
—Tranquilo, hermano. Solo estoy diciendo lo que todos están pensando.
Entonces Nikolái lo miró. No dijo nada. No hizo falta.
El de la sonrisa aguantó la mirada un par de segundos… y luego suspiró, resignado.
—Ok, entendido. No se tocan los jarrones caros. Solo se mira de lejos y con las manos atrás.
Y justo cuando ya se iba, se detuvo, levantó la vista con una sonrisa:
—Ey, y si siguen cayendo angelitos así del cielo... me avisan, ¿sí? A ver si por fin me convierto en gente decente.
El otro giró la cabeza despacio y lanzó, seco:
—Decente tú, idiota. Si naciste con el demonio en el ADN.
El primero se rió como si eso fuera un piropo.
—Ey, no me odies por ser un Santo, bebé.
El serio bufó, sin paciencia.
—Santo mis huevos. Hablás tanta mierda.
El de la sonrisa lo miró con la mano en el pecho, fingiendo ofensa.
—Ayyy, qué cruel... ¿y ese cariño dónde lo aprendiste?
—Lo aprendí aguantándote, pedazo de estorbo —le escupió el otro, girándose ya.
El bromista chasqueó la lengua, encantado.
—Y así decís que no me querés. Qué manera más tóxica de amar, hermano.
Yo solo los seguí con la mirada, entre confundida y tensa.