Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
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Mi tormento
*⚠️Advertencia de contenido⚠️*:
Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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Mis manos, y mi cuerpo temblaban, mientras estaba sentada en la cama. Tenia los ojos vidriosos con la amenaza de que las lágrimas salieran a la fuerza.
Porque todavía sentía sus dedos en mi cuello.
Su aliento en mi oído.
La manera en la que me dijo que era de él.
No importaba cuántas veces lo negara. No importaba cuántas veces me mirara al espejo intentando convencerme de que podía con esto. Que podía con él, que Ezekiel ya no tenía poder sobre mí.
Mentira.
El poder no siempre se obtiene cuando le apuntas a una persona con una pistola en la cara. A veces solo una amenaza sutil, de que la persona que te gusta puede acabar en un callejón, desangrándose sin saber por qué, es suficiente.
—“Si no quieres que tu ‘liguecito’ termine en una situación que no quiere…” —había dicho, su mano apretando mi mandíbula— “…más te vale mandarlo al carajo. Clarissa eres mía.”
Mía.
Como si fuera un objeto. Una cosa.
Una pertenencia.
Y lo peor… lo peor era que sabía que podía serlo.
Ezekiel siempre había sido fuego disfrazado de cariño. Veneno en forma de deseo. El tipo de hombre que te hacía sentir viva justo antes de arrancarte el aire.
Por eso lo dejé, por eso me alejé. Por eso intenté borrarlo.
Pero no lo hice lo suficientemente bien.
Y ahora… Manuelle.
Ay, Manuelle.
Ese idiota sarcástico con alma rota y una lengua que no conoce límites. El que llegó a mi vida como un desastre que revolcaría mi vida y se quedó en mi corazón.
El que hace unos momentos me confesó —con los ojos brillándole— que quería algo más.
Y yo…Yo le mentí.
Le dije que no lo veía así.
Que no quería.
Pero sí quiero estar con él.
Solo que no puedo permitírmelo. Porque Ezekiel no está jugando y ahora sé que lo haría. Que lo haría sin dudarlo. Que si siente que me está perdiendo, va a herir al primero que se atreva a tocar lo que cree suyo.
Y ese primero… ya tiene nombre.
Manuelle.
Cerré los ojos, intenté respirar, tragué el miedo como si fuera café amargo.
Esto no era justo.
No para mí.
Pero sobre todo, no para él.
Por eso lo rechacé, porque si Manuelle se mantiene lejos, si piensa que no hay nada entre nosotros… Ezekiel perderá interés, se cansará, se irá.
¿Cierto?
Mentí para protegerlo.
Y ahora estoy aquí. Temblando. En mi habitación. Con la dignidad hecha trizas y la espalda marcada por los dedos de alguien que no entiende el significado de la palabra libertad.
Pero juro que no voy a dejar que lo toque.
No a él.
No a Manuelle.
Porque aunque no pueda decírselo…
Lo quiero.
Y eso, aunque me destruya, es lo único que me queda.
El sonido de sus pasos fue lento, doloroso. Como si cada paso le costara tragarse el orgullo. Era la primera vez desde que lo conocí, que Manuelle no parecía sarcástico ni arrogante.
Se veía… destrozado.
Entro a la habitación de golpe, Se detuvo frente a mí, con el corazón desbordado. No dijo nada al principio. Solo me miró, y por un instante desee no haber dicho nada.
—¿Me vas a decir la verdad ahora? —preguntó con voz baja, pero firme—. ¿O vas a seguir huyendo con frases vacías? Sé que no estás siendo sincera conmigo.
Le sostuve la mirada.
—No hay nada más que decir, Manuelle.
Él rió sin humor. Se pasó la mano por el pelo, con esa expresión de “no lo puedo creer”.
—Clarissa, tú sabes cosas de mí, que ni mi familia sabe. Has estado ahí en momentos que nadie más ha visto. No me digas que esto no significó nada. No me digas que fue solo… sexo. Porque no soy tan idiota para créerme eso.
Apreté los dientes.
—Lo siento si sentiste que esto era algo más —le dije, helada—. Pero solo fue lo que fue.
—¿Y qué fue, exactamente? —replicó, dando un paso más cerca—. ¿Qué fui para ti?
Tragué saliva.
Sabía que lo que iba a decir iba a doler.
Pero también sabía que era la única forma de alejarlo. Por su bien.
—Fuiste… una distracción.
Se quedó en silencio, por un momento, yo continué.
—Una simple distracción, para desestresarme en el punto justo para hacerme olvidar lo jodida que estoy. Una distracción con fecha de caducidad y por si no quedó claro hace un momento… ya expiraste.
El silencio que siguió fue brutal.
Él no se movió. Ni un centímetro.
Pero su expresión cambió como si le hubieran arrancado algo desde adentro.
—Wow… —susurró, y bajó la mirada.
Asintió una vez, como quien acepta una sentencia.
—Perfecto.
—Manuelle…
—No, tranquila. Gracias por aclararlo —dijo, levantando las manos—. Ahora lo tengo bien claro. Yo era solo el parche y tú eras mejor actriz de lo que pensaba.
Giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta. Pero justo antes de salir, se detuvo. Sin darse la vuelta, murmuró:
—Lo peor no es que me hayas mentido. Es que lo hiciste tan bien… que por un momento me creí suficiente para alguien.
Y se fue.
Y yo…
Yo me quedé temblando.
Porque acababa de empujar lejos a la única persona que me había visto entera… incluso cuando yo ya no sabía si quedaba algo por salvar.
Al otro día tenía clases.
Dormir fue un concepto que no me aplicó.
Lloré toda la noche.
Me levanté con los ojos tan hinchados que parecía haber peleado con un enjambre de abejas. Me puse unas gafas de sol grandes, negras, de esas que gritan “estoy colapsando pero con estilo”, y me até el pelo en un moño caótico.
Era día de diseño de modas.
Telas por todas partes, maniquíes desvestidos, cintas métricas colgando como serpientes y alumnas corriendo como si se nos fuera la vida en cada costura.
Y lo peor… lo peor es que tenía que mantener la compostura como si mi mundo no se hubiese quebrado anoche.
Crucé el pasillo principal sin mirar mucho a nadie, directo al estudio. Pero justo frente a las escaleras de los talleres de patronaje, la vi.
Aina.
Me miró.
Yo también la miré.
Nos quedamos en ese silencio incómodo que solo dos personas molestas entre sí pueden sostener.
Ella dio un paso hacia mí.
—Hola —dijo, bajito. Casi insegura.
—Hola —respondí, neutral, sin bajarme las gafas.
Pasó un segundo, y luego otro. Hasta que Aina suspiró.
—Mira… sé que no hemos estado bien últimamente y no quiero que esto siga así.
Asentí, porque era verdad. Desde hacía días no hablábamos como antes.
Desde que empezó lo de Manuelle.
Desde que ella notó lo que yo no quería admitir.
—No te enojaste solo por él, ¿cierto? —pregunté, en voz baja.
Ella se encogió de hombros.
—Me enojé porque me sentí desplazada —dijo sin rodeos—. Porque antes hablábamos de todo y ahora todo era él. Porque lo defendías… incluso cuando parecía que no lo merecía. Porque estabas cambiando y ni siquiera te dabas cuenta.
Me quité las gafas, bajándolas un poco. No para hacer un escándalo. Solo para que viera mis ojos, así, hinchados y cansados.
—No todo era él, Aina. Pero sí… me perdí un poco o bastante. Y me duele más de lo que imaginas.
Ella me miró unos segundos. Pareció debatirse entre hablar más o dejarlo ahí.
Al final, sonrió apenas.
—¿Un café? Como antes. Para ponernos al día. Además necesito hablar de algo importante contigo.
La idea me sorprendió… pero también me dio un alivio inesperado. Como si por fin pudiera respirar en medio de tanta mierda.
—Dale. Pero yo invito. Hoy necesito sobornar mi conciencia con cafeína cara.
Aina rió, y por un momento, todo se sintió… normal. Como antes.
Como si todavía hubiera algo que rescatar.