Sinopsis de Destrúyeme
Lucas Santori es un hombre marcado por el odio, moldeado por un pasado donde el dolor y la traición fueron sus únicos compañeros. Valeria Montalbán, una mujer igual de rota, encuentra en él un reflejo de su propia oscuridad. Unidos por una atracción enfermiza, su relación se convierte en un campo de batalla entre el amor y el deseo de destrucción. Juntos, navegan por un abismo de crímenes, secretos y obsesiones, donde la línea entre víctima y verdugo se desdibuja. En su mundo, amar significa destruir y ser destruido.
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CAPITULO 13
...Valeria....
Conduce por más de media hora, con el ceño fruncido y la arrogancia intacta. Admitir que está celoso sería una humillación.
Apretando el volante, suelta un suspiro pesado.
—Eres un maldito problema.
Sonrío de lado.
—Y sin embargo, aquí estás.
No responde, pero su agarre en el volante se endurece.
Recordar cómo su cuerpo encaja perfectamente con el mío, cómo sus manos me incendian con un simple roce, es frustrante. Es como si mi cuerpo ignorara por completo a mi cerebro y se rindiera ante la voluntad de Santori. Y eso es algo que me carcome por dentro.
—¿A dónde vamos? —pregunto después de un rato, rompiendo el maldito silencio que amenaza con volverme loca.
—A buscar a esos hombres que, según tú, pagan mejor —responde con frialdad, acelerando aún más.
Justo antes de llegar, estaciona como un maldito lunático, derrapando y dejando el auto donde le da la gana, sin importarle nada.
La fachada del lugar no me dice nada. Podría pasar por una simple bodega abandonada, con sus paredes corroídas y su olor a humedad. Pero la forma en que Santori se tensa, la seriedad en su expresión y ese brillo peligroso en su mirada me dicen que esto es mucho más que eso.
Se acerca a la puerta de metal oxidado y murmura una palabra en clave. Un segundo después, el cerrojo cede y la puerta se abre con un chirrido áspero que se clava en mis oídos.
¿Qué es este lugar? ¿Por qué me trajo aquí?
—¿Quieres conocer la oscuridad, Valeria? Bienvenida al infierno.
Santori toma mi mano sin previo aviso y me arrastra con él. Descendemos unas escaleras estrechas y oxidadas que parecen no tener fin, el eco de nuestros pasos resonando en el vacío. El aire se vuelve más denso, cargado de un olor a sudor, alcohol y metal caliente.
Al llegar al final, él recita otro código y una última puerta se abre, aislando el rugido del mundo exterior. La explosión de música golpea mis oídos al instante, y mis ojos se pierden en la inmensidad del lugar. Luces parpadeantes, cuerpos moviéndose con violencia y el sonido de gritos mezclados con apuestas llenan el ambiente.
No es solo un club clandestino. Es algo más... algo peor.
El hedor a sudor, alcohol y pecado se mezcla con el humo espeso que flota en el aire. Mujeres desnudas se contonean en cada esquina, algunas sobre los regazos de hombres que inhalan líneas de cocaína como si el mundo fuera a acabarse. Otras se arrodillan, ofreciendo sus cuerpos como si fueran mercancía barata.
Mi vista se desliza hacia una pequeña habitación con la puerta abierta. Dentro, una mujer vestida de cuero camina a cuatro patas. Un collar de perro le aprieta el cuello, y un bozal le cubre la boca. Sus ojos están vacíos. Su voluntad, quebrada.
El hombre que sostiene la soga la empuja con el pie como si fuera basura. Como si no fuera más que un objeto sin valor. Algo se remueve en mi interior, una mezcla de rabia y asco.
Este lugar... es el verdadero infierno.
La rabia me hierve en las venas. Mi cuerpo se tensa, listo para lanzarme sobre ese malnacido y hacerle entender que la mujer que arrastra no es un objeto, sino una persona. Pero antes de que pueda dar un paso, Santori aprieta mi mano con fuerza, frenándome en seco.
—Ella está aquí por su propia voluntad. No te metas en lo que no te importa —su tono es frío, implacable, como si lo que ocurre a nuestro alrededor fuera lo más normal del mundo.
Me safó de su agarre con un tirón brusco, mirándolo con furia. De repente, lo entiendo todo. Me ha traído al único lugar en el que jamás querría estar.
—¿Por qué me trajiste a esta mierda? —escupo las palabras, sintiendo el asco trepar por mi garganta.
—¿Quieres que alguien pague por tus sobras aquí? Eso es lo que tienes que hacer. —me hace una seña con la cabeza, indicándome algo. Sigo su mirada y lo veo. Dos hombres abofetean a una mujer y la obligan a complacerlos con su boca.
El estómago se me revuelve.
—¿Disfrutas de esto? ¿También has pagado para hacerlo? —mi voz es un filo de veneno, pero él ni se inmuta.
—No necesito pagar por esto, Valeria. Las mujeres vienen a mí, yo no las busco. —Da un paso al frente, su mirada se clava en la mía, oscura, intensa, como si intentara leerme el alma.— Además, no es a eso a lo que vengo a este lugar.
Señala a lo lejos y mi mirada sigue su dirección. Un ring, completamente forrado en una red de hierro, se alza en medio del caos. La lona está manchada de sangre seca, pero debajo de ella, una más fresca gotea lentamente. Dos hombres se destrozan a golpes bajo la atenta mirada de todos, que gritan y apuestan como si la vida ajena no valiera nada.
—¿Apuestas? —pregunto con sarcasmo, sintiendo el peso de la violencia en el aire.
—Solo digamos que me gusta disfrutarlas de cerca. —Su sonrisa se ensancha, enorme, de satisfacción pura, como la de un niño al que acaban de comprarle su paleta favorita.
—¿Cuáles son las reglas? —pregunto con curiosidad mientras nos acercamos. El ruido de la multitud se intensifica, una mezcla de gritos, apuestas y euforia descontrolada.
—No las hay. Cualquiera puede participar, cualquiera puede ganar, pero créeme, la única forma de salir de ahí es matando a tu rival.
Mis ojos vuelven al ring justo a tiempo para ver al ganador hundir su cuchillo en el pecho de su oponente. Lo retuerce con fuerza, desgarrando carne y hueso, y el cuerpo del perdedor cae con un golpe seco contra la lona ensangrentada. Un rugido de victoria inunda el lugar mientras las apuestas se cierran y el espectáculo continúa.
—¿Cuánto dinero te dan al ganar?
—Ochocientos mil.
Mi mandíbula casi toca el suelo. Es demasiado dinero en muy poco tiempo. Algo dentro de mí se enciende. Si consiguiera esa cantidad, mi madre podría vivir como una reina por mucho tiempo.
—¿Lista para venderte en este lugar? —su burla me hace fruncir el ceño con fuerza.
—Jamás… —respondo con desdén. No permitiría ser pisoteada por unos cuantos billetes—. ¿Crees que haya un maldito baño aquí?
—Diría que al fondo, pero ten cuidado, Valeria, este no es un patio de juegos.
Saco mi navaja y la hago girar entre mis dedos antes de mostrársela con una sonrisa ladeada.
—Yo tampoco soy una niña. Sé defenderme.
Santori sonríe, y por primera vez noto lo jodidamente bien que se le ve hacerlo.
Me regaño a mí misma por siquiera pensar en semejante estupidez y me concentro en lo que realmente me interesa. No es un maldito baño lo que busco, sino el lugar donde organizan las peleas.
Antes de alejarme, le echo un último vistazo. Su cuerpo está en tensión, cada músculo se marca bajo su camisa y sus ojos brillan con esa sed de sangre mientras observa la pelea en curso.
Avanzo entre la multitud, esquivando cuerpos sudorosos y apartando con empujones a más de un imbécil que se cruza en mi camino. El hedor a alcohol y sangre seca impregna el aire, pero no me detengo hasta llegar al lugar que me interesa.
Un hombre tosco, con el rostro grasiento y la camisa manchada, me recorre con la mirada de arriba abajo antes de escupir al suelo.
—¿Qué quieres? —pregunta con desdén.
—Pelear.
Frunce el ceño y suelta una risa nasal.
—Demasiado escuálida.
Cruzo los brazos y arqueo una ceja.
—Pensé que cualquiera podía participar. Te sorprendería lo que esta escuálida puede hacer.
Antes de que pueda responderme, una voz grave y firme resuena a mis espaldas como un trueno.
—Déjala que participe.
Me giro y veo a un hombre de buen porte, con la seguridad de quien está acostumbrado a que nadie le cuestione. Irradia poder, dinero y peligro en igual medida.
—Me encantaría ver cómo mi chica la destroza en el ring.
El panzón cambia de actitud en un instante. Baja la cabeza y asiente con rapidez, respondiendo como un perro bien entrenado.
—Sí, señor Dominic.
Me giro para encarar al tal Dominic. Es alto, de hombros anchos, con el cabello ya canoso, pero su porte y la manera en que me observa dejan claro que no es alguien con quien convenga meterse.
—Veremos quién destroza a quién —digo con una sonrisa ladeada.
Él responde de la misma forma, aunque en sus ojos se enciende un brillo de peligro que me advierte que esto no es un simple juego.
Sin apartar su mirada de mí, hace un gesto con la cabeza y, de inmediato, alguien me indica que avance. Me conducen por un túnel angosto y oscuro que desemboca directamente en el ring. El rugido de la multitud retumba con fuerza a medida que me acerco, pero antes de cruzar, un hombre se interpone en mi camino y extiende una bandeja con varias armas filosas.
—Solo puedes escoger una.
Niego con la cabeza y empujo la bandeja con desdén. No necesito nada de eso.
Empuño mi navaja, la única que reconozco como una extensión de mi cuerpo. Ha visto demasiada sangre y me ha traído suerte más veces de las que puedo contar. Me lo regaló mi padrino el día que decidió enseñarme a defenderme de mi propio padre. Aquel hombre al que le debo el no haber permitido jamás que alguien me pisoteara.
Sus métodos eran poco ortodoxos, brutales incluso, pero Infalibles. Nunca me trató diferente por ser mujer. Me forjó con la misma dureza con la que formó a sus hijos. Me hizo fuerte. Me hizo implacable. Y esta noche, demostraré que todo ese entrenamiento valió la pena.
Subo al ring sin mirar atrás, dejando mis zapatos abandonados como si fueran un peso innecesario. La lona bajo mis pies está húmeda, pegajosa, impregnada del sudor y la sangre de los que estuvieron antes que yo. Pero nada de eso me detiene.
Mis ojos buscan a Santori instintivamente. Lo encuentro entre la multitud, su rostro desencajado por el desconcierto. Se abre paso a empujones, empotrándose contra cualquiera que se interponga en su camino hasta llegar a la orilla del ring. La furia le quema en la mirada cuando me encuentra.
—¡¿Qué mierda estás haciendo, Valeria?! —ruge, golpeando la red con un puño. La estructura tiembla con la fuerza del impacto.
Me acerco lo suficiente para que me escuche entre el bullicio ensordecedor.
—Dijiste que no podía conseguir el dinero con el que pagarte tu casa. —Esbozo una sonrisa ladeada, una que pretende ser segura, aunque por dentro siento el fuego de la anticipación. Le sostengo la mirada con firmeza—. Te voy a demostrar todo lo contrario.
Santori aprieta la mandíbula, su ceño se frunce tanto que parece que su cara va a partirse en dos.
—¡Maldita sea, Valeria! —brama, golpeando la red con ambas manos, pero ya es tarde.
Me doy la vuelta y camino al centro del ring. Es momento de enfrentar lo que viene.
El rugido del público es ensordecedor, pero yo solo escucho mi propia respiración. Mi oponente, una mujer alta y corpulenta con cicatrices que hablan de un pasado violento, me observa con una sonrisa cruel. Su cuchillo de carnicero brilla bajo la luz sucia del lugar.
Yo solo tengo mi navaja. Pequeña, rápida, letal. Eso es suficiente para mí.
—¿Con eso piensas matarme, muñeca? —se burla, girando el cuchillo en su mano como si fuera una extensión de su cuerpo.
No respondo. No hay tiempo para palabras.
Ella ataca primero.
La veo moverse, su peso cayendo sobre su pierna izquierda justo antes de lanzar el tajo. Es rápida, pero yo soy más veloz. Me deslizo a un lado, sintiendo el filo del cuchillo rozar mi camiseta. Respondo con un corte rápido a su costado, pero apenas la araño antes de que me lance un puñetazo directo al estómago.
El aire se me escapa en un jadeo.
Retrocedo un par de pasos, obligándome a recuperar la compostura. Siento la mirada de todos sobre mí, pero una en particular me hace girar la cabeza por una fracción de segundo.
Santori.
Está pegado a la reja de hierro que rodea el ring, los nudillos blancos de tanto apretar los barrotes. Su rostro está impasible, pero sus ojos me delatan. No quiere que muera. No quiere verme aquí.
Bien.
Porque tampoco pienso morir esta noche.
Pero mi distracción me cuesta caro.
Un ardor intenso recorre mi brazo cuando su cuchillo se hunde en mi piel. La muy perra me cortó. Me aparto con un gruñido, sintiendo la sangre resbalar caliente por mi codo.
Ella sonríe, confiada.
—Vas a desangrarte antes de que puedas hacerme algo.
Me limpio la sangre con la camiseta.
—Hablas demasiado.
Cargo contra ella, esquivando sus ataques con precisión milimétrica. No tengo su fuerza, pero tengo mi velocidad. Me deslizo bajo su brazo, esquivando su cuchillo por centímetros, y la corto en la pierna.
No es profundo, pero la hace gruñir.
—¡Maldita zorra! —su furia es evidente.
Lanza un golpe brutal que me da de lleno en la mandíbula. Mi cabeza se sacude, veo negro por un segundo. Se aprovecha de mi aturdimiento y me derriba de un empujón. Caigo sobre la lona con un golpe seco.
El público ruge.
La veo encima de mí, su cuchillo en alto, lista para hundirlo en mi pecho. Esta demasiado confiada.
Pero yo ya estoy en movimiento.
Deslizo la navaja en un corte limpio por su garganta.
Un chorro caliente de sangre me cubre el rostro.
Ella gorgotea, sus ojos abiertos con sorpresa, con terror.
Y luego su cuerpo se desploma sobre el mío, inerte.
La aparto de un empujón y me incorporo, jadeando. Miro hacia la reja.
Santori sigue allí.
Su rostro no muestra nada. Pero sus ojos sí.
Me observa, inmóvil, y yo sé que acaba de confirmar algo que quizás sospechaba.
No soy de las que mueren fácil.
Me tambaleo al bajar del ring. Tengo la cara pegajosa por la sangre de esa mujer, mis músculos laten con un dolor que apenas empiezo a registrar, y el corte en mi brazo es un ardor constante que amenaza con hacerme perder el equilibrio. Pero sigo de pie. Porque así es como siempre debe ser.
Siento el peso de las miradas sobre mí. Algunas son de admiración, otras de horror, muchas de satisfacción. Gente enferma que solo vino a ver morir a alguien. Y yo fui la que quedó de pie.
—Valeria.
Su voz es un filo afilado cortando el ruido del lugar.
Lo veo acercarse, con su andar relajado, su expresión perfectamente controlada. Pero sus ojos… sus ojos cuentan otra historia.
Se planta frente a mí, analizando cada corte, cada mancha de sangre en mi piel.
—Te ves hecha un desastre —dice con esa arrogancia suya, la misma que me ha sacado de quicio más de una vez.
Abro la boca para responderle con algún insulto, pero entonces lo hace.
Me envuelve en sus brazos.
Es brusco, firme, casi como si estuviera tratando de contenerme en lugar de consolarme. Sujeta mi espalda con una mano, su otra mano se aferra a mi nuca, y por un instante, solo un instante, siento su respiración contra mi cabello.
No dice nada. No me felicita, no me regaña, no me pregunta si estoy bien.
Pero su agarre es suficiente.
Suficiente para entender que, aunque odie admitirlo, la idea de verme muerta le ha jodido más de lo que quiere aceptar.
—No lo hagas otra vez —susurra contra mi oído, bajo, amenazante, como si creyera que así puede ordenármelo.
Sonrío con ironía, apoyando mi frente en su pecho por un segundo antes de levantar la mirada.
—¿Y si lo hago?
Él me observa, su mandíbula tensa. Luego me suelta, tan repentinamente que casi tambaleo.
—Entonces asegúrate de que no tenga que verte hacerlo.
Da media vuelta y se aleja, como si no acabara de sostenerme como si su vida dependiera de ello.
Y yo, con la sangre aún caliente en mi piel, solo puedo pensar que esta noche no fui la única que peleó por algo.