Idealizado

Las maletas ya estaban listas, cerradas con dificultad como si quisieran quedarse un día más. En el hall del aeropuerto, Elena daba vueltas, revisando por tercera vez su bolso de mano.

—¿Estás segura que no te olvidás de nada? —preguntó su mamá, mirando los boletos en su celular.

—Creo que sí... aunque siento que algo se me escapa —dijo Elena, abriendo y cerrando el cierre del bolso.

Lucas apareció unos minutos después, con un café en la mano para cada una.

—No te preocupes, ya revisamos todo dos veces. Y si te olvidás algo… bueno, tenemos excusa para volver —bromeó, guiñándole un ojo a Elena.

El embarque fue tranquilo. Ya sentadas en sus asientos dentro del avión, Elena se acomodó junto a la ventanilla mientras su madre cerraba el cinturón y suspiraba profundamente.

—¿Qué pasa, má? —preguntó Elena al notar la mirada tensa de su madre.

—Siento que algo no está bien —dijo en voz baja, evitando mirar a Lucas que aún no se había sentado—. Creo que tu papá está haciendo algo…

Elena se quedó helada, tragando saliva.

—¿Cómo que haciendo algo? ¿De qué hablás?

—No sé, hija… es un presentimiento. Yo le dije que volvíamos mañana, solo para probar. Y creo que va a aprovechar la casa sin nosotras… no sé. Hay algo que no me cierra.

Elena suspiró aliviada. Por un instante pensó que su madre hablaba de otra cosa, y ese “algo” la había hecho transpirar frío.

—Ay mamá… papá no sería capaz —dijo, intentando reírse.

Su madre la miró fijamente.

—¿Y vos estás tan segura de eso?

La sonrisa de Elena se borró, dejándola pensativa, con los ojos fijos en la ventanilla. No tuvo tiempo de responder. Lucas llegó por fin, se sentó a su lado y le mostró algunas fotos en su celular. Rieron, comentaron, y por un momento, el vuelo se volvió un recuerdo más para atesorar.

Horas más tarde, el avión aterrizó.

El cansancio del viaje se dibujaba en sus rostros, pero también una tibia sonrisa de satisfacción. Al salir del aeropuerto, una ráfaga de aire cálido les dio la bienvenida. El cielo comenzaba a oscurecerse, tiñéndose de tonos naranjas y rosados que acompañaban el regreso. Subieron a un taxi y tomaron rumbo a casa.

Durante el trayecto, la ciudad se deslizaba ante sus ojos como una película: las veredas llenas de gente apurada, árboles que bailaban con el viento, luces de los locales encendiéndose una a una. Elena iba con la frente apoyada contra el vidrio, sonriendo al ver los lugares que conocía. Se sentía en casa, pero distinta. Como si trajera dentro de sí una versión renovada, luminosa.

Lucas, sentado al frente, no dejó de mirar por el retrovisor para sonreírle a Elena. Ella solo le devolvía la mirada con complicidad. La mano de su mamá reposaba sobre la suya, cálida, firme.

Cuando llegaron, el taxi frenó a una cuadra de la casa. Fue una decisión silenciosa pero entendida por los tres: Lucas no debía bajar. No podían arriesgarse a que su padre lo viera.

—Gracias por todo —le dijo Elena al oído, mientras le daba un beso rápido.

—Gracias a vos, princesa —susurró él, sonriendo.

Se bajaron solo Elena y su madre, arrastrando sus valijas mientras el taxi seguía su camino. Cuando doblaron la esquina, ambas rieron, como dos cómplices en una pequeña aventura.

Elena sentía que flotaba.

Había tenido una semana que parecía sacada de un sueño. Su piel aún tenía restos de sal, sus mejillas el color del sol, y en su pecho, el recuerdo intacto de todo lo que había vivido.

No sabía si era amor, si era euforia o simplemente libertad. Pero se sentía viva, entera, feliz.

Y sin embargo…

En un rincón de su mente, la advertencia de su madre latía suave, pero constante.

"Yo le dije que volvíamos mañana… por si estaba haciendo algo."

¿Y si tenía razón?

¿Y si detrás de esa puerta que ahora se abría, había algo más?

Algo que no esperaba.

Algo que podía romper ese frágil castillo que acababan de construir.

Pero no.

Se negó a pensarlo. No esta noche.

Hoy era una noche feliz.

Y Elena decidió quedarse en esa burbuja, sin saber que, a veces,

la burbuja estalla justo cuando más te aferrás a ella.