DESTRUYEME

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PRÓLOGO

⚠️ ADVERTENCIA DE CONTENIDO ⚠️

Esta historia contiene temas extremadamente sensibles y perturbadores, incluyendo violencia gráfica, abuso físico y psicológico, relaciones tóxicas, manipulación, explotación, pedofilia, consumo de drogas, tortura y otros actos de crueldad extrema.

No es una historia de amor ni pretende romantizar el sufrimiento, la sumisión o la redención a través del dolor. Aquí no hay héroes ni redenciones mágicas, solo una exploración cruda y oscura de la naturaleza humana en sus formas más viles. Los personajes y sus acciones reflejan realidades brutales, situaciones que en ningún caso deben ser idealizadas o imitadas.

Si decides leer, hazlo bajo tu propia responsabilidad. Esta historia no es para todos y puede resultar profundamente perturbadora.

...LUCAS SANTORI...

La hoja del cuchillo rasga la piel con una precisión casi artística. El sonido es húmedo, suave, un susurro que se pierde en el silencio sepulcral del sótano. Su respiración se quiebra, rota por el dolor y el pánico. No grita. No aún. Quizás porque sabe que aquí, en este lugar olvidado por el mundo, nadie lo escuchará.

Le observo desde las sombras, mis manos firmes en el mango del cuchillo mientras trazo líneas rojas sobre su torso. La sangre brota y dibuja patrones que me recuerdan a las manchas en la alfombra de mi infancia. Manchas que ella nunca limpiaba.

Mi madre.

Esa mujer era una fuerza de la naturaleza, pero no en el buen sentido. Era caos en su forma más pura. Recuerdo cómo tambaleaba por el apartamento con los ojos vidriosos, gritando incoherencias mientras buscaba su pipa. Siempre olía a humo, sudor y algo más, algo ácido, como si la desesperación tuviera un aroma propio.

“Lucas, ven aquí”, solía decir, su voz empapada en alcohol. “Hoy tienes que ser un buen chico”. Esa frase siempre significaba lo mismo. Me empujaba hacia hombres que la miraban con desprecio antes de fijar sus ojos en mí. Yo era su moneda de cambio, su manera de conseguir la próxima dosis de crack.

Mis manos tiemblan ligeramente al recordar, pero no por miedo. Es rabia lo que corre por mis venas. Una furia contenida que he aprendido a canalizar, a moldear. La hoja en mi mano vuelve a moverse, un tajo limpio que arranca un grito de mi víctima.

-¿Sabes lo que es ser nada?- murmuro, acercándome para que mis palabras le perforen más que el acero- ¿Ser invisible? ¿Que tu existencia no signifique nada más que un precio?

El hombre sacude la cabeza, sollozando, pero no me importa su respuesta. La imagen de mi madre sigue viva en mi mente, su risa histérica mientras me vendía a cualquiera que tuviera suficiente dinero. “Te necesito, Lucas. Hazlo por mamá”, decía, como si eso fuera excusa suficiente.

El cuchillo se hunde más profundo esta vez, y el grito que lanza llena el espacio como una melodía discordante. Lo observo, fascinado por la mezcla de miedo y dolor en sus ojos. Me pregunto si alguna vez yo tuve esa misma mirada, si alguna vez alguien vio en mí el mismo tipo de vulnerabilidad.

No importa. Esa versión de mí murió hace años, enterrada junto con cualquier capacidad de compasión que pudiera haber tenido. Ahora solo queda esto: el control, el poder, el momento en que soy juez, jurado y verdugo.

-¿Por qué haces esto?- balbucea, su voz apenas un hilo.

Me río, pero no le respondo. La verdad es que no hay una razón que pueda entender. No lo hago por justicia, ni siquiera por venganza. Lo hago porque es lo único que me hace sentir vivo. Porque cada corte, cada grito, es un recordatorio de que yo soy quien controla ahora, que el mundo ya no puede aplastarme. El sonido de la vida desvaneciéndose, como un suspiro moribundo, es aterradoramente fascinante. No hay nada que se compare con esa sensación electrizante de ser el causante de la muerte de otro ser humano. Es como si el tiempo se detuviera, y todo el universo se redujera a ese instante, a esa energía cruda que emana de un cuerpo que ya no late. Ninguna droga, ningún beso robado o noche de pasión ha logrado provocarme un éxtasis tan profundo, tan visceral. Es un poder absoluto, intoxicante y peligroso. En ese momento, soy dueño de todo: de la vida, de la muerte, de la quietud que sigue al caos

—Dios… por favor, ayúdame…

El sollozo desesperado que escapa de su boca es música para mis oídos. Dios. ¿De verdad cree que un ser supremo vendrá a salvarle? ¿Es acaso otro de esos patéticos humanos que se aferran a la fantasía de que algo más fuerte y superior velará por ellos?

Aquí… Yo soy Dios.

Una sonrisa ladeada se dibuja en mis labios. Me pregunto qué se sentirá vivir con esa absurda esperanza de que después de la muerte hay algo más, algo hermoso, puro y radiante. Un paraíso donde el dolor se disuelve, donde las almas son acogidas en una luz cálida y eterna. Qué ridículo.

Si ese ser todopoderoso existiera, entonces es más retorcido que yo. Porque prefiere ser espectador de este mundo asqueroso antes que mover un solo dedo para cambiarlo.

¿Qué culpa tenía un niño de ser usado como moneda de cambio por una madre drogadicta? ¿Qué pecado había cometido para nacer en un infierno del que nunca podría escapar? Ninguno. Y, aun así, su llanto nunca fue escuchado. Su sufrimiento fue ignorado.

Porque, al final, Dios no es más que una mentira reconfortante. Una excusa para justificar la crueldad del mundo.

La sangre forma un charco espeso a sus pies, tiñendo el suelo de un rojo oscuro y brillante. El hedor metálico impregna el aire, pesado, intoxicante. Su cuerpo tiembla, apenas sosteniéndose, mientras la vida se le escapa gota a gota.

Me inclino lentamente hacia él, disfrutando cada segundo de su agonía. Su aliento es débil, entrecortado. Su mirada, nublada por el dolor, intenta enfocarme, quizás buscando piedad.

Le susurro al oído, con un tono casi cariñoso, como si le confiara un secreto.

—Tu sufrimiento no es nada comparado con lo que yo viví…

Dejo que mis palabras se impregnen en su mente moribunda antes de sonreír, acariciándole el rostro con la yema de los dedos, como una madre consolando a su hijo.

—Pero al menos… ahora entiendes un poco.

Me enderezo, limpiando el cuchillo con calma, y lo observo mientras su vida se apaga. Por un momento, todo está en silencio, y una paz inquietante se instala en mi interior. No dura mucho, lo sé, pero es suficiente.

El pasado no puede cambiarse. Pero el presente… el presente es mío, y yo decido quién vive y quién muere.

Podrán llamarme maldito, un asesino a sangre fría o incluso un demente. Pero, ¿quién tiene realmente el derecho de juzgarme? ¿No es acaso el pecado una constante que habita en el corazón de muchos? ¿No han sentido alguna vez, en lo más profundo de su ser, la tentación de acabar con la vida de otro? La diferencia entre ellos y yo radica en algo mucho más oscuro: lo mío no se queda solo en pensamientos. Yo lo llevo a cabo. No dudo, no vacilo. La sed de sangre arde en mis venas, mucho más intensamente que cualquier vestigio de racionalidad. La muerte no es un acto impulsivo para mí; es un impulso vital, tan esencial como el aire que respiro.

No quiero morir sin haber dado satisfacción a cada rincón de mi ser. He sufrido lo suficiente, demasiado, y es hora de que el mundo, finalmente, me devuelva todo lo que me ha arrebatado. No busco redención ni perdón.No hay arrepentimiento en mis actos, solo una fría certeza de que este es mi derecho. No me importa lo que piensen de mí, porque yo soy quien decide cuándo y cómo se paga el precio. Con una sonrisa de desafío, Corto su pie con precisión, marcando en el talón el número Doce. Cada trazo del cuchillo se convierte en un acto de poder absoluto. Doce… doce almas que ahora conocen el infierno, gracias a mí. Contarlos me embriaga de una satisfacción indescriptible, como si yo mismo fuera el arquitecto de su tormento eterno. Es una sensación de dominio, de control absoluto sobre la vida y la muerte, y me enorgullece saber que son mis víctimas las que llevan mi marca, recordando quién las condujo hasta su fin.

Bajo el resto del cuerpo sin vida de la plancha, lo arrastro con indiferencia. No hay nada de noble en lo que hago, solo la necesidad de ver cómo la carne se disuelve en el ácido, desapareciendo ante mis ojos, como todo lo que alguna vez fue mío y ahora me pertenece solo en su destrucción.

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Comments

Martha Serrato Cisneros

Martha Serrato Cisneros

Pobre hombre me imagino cuánto sufrió y a decir verdad lo que le pasó a él, también les pasa a varios niños que tiene padres drogadictos qué traen hijos al mundo solo para hacerles la vida miserable y que vivan un infierno y es verdad así se pregunta uno donde está Dios en esos momentos donde una criatura sufre cualquier tipo de abuso, son personita inocentes que no conocen la maldad y las pervesiones de los adultos

2025-02-23

1

Elizabeth Yepez

Elizabeth Yepez

que maldad le hicieron a ese niño

2025-02-21

1

Nancy RoMo

Nancy RoMo

empezando la lectura 🤗🤗🤗

2025-02-21

1

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