En el corazón vibrante de Corea del Sur, donde las luces de neón se mezclan con templos ancestrales y algoritmos invisibles controlan emociones, dos jóvenes se encuentran por accidente… o por destino.
Jiwoo Han, un hacker ético perseguido por una corporación tecnológica corrupta, vive entre sombras y códigos. Sora Kim, una apasionada estudiante de arquitectura y fotógrafa urbana, captura con su lente un secreto que podría cambiar el país. Unidos por el peligro y separados por verdades ocultas, se embarcan en una aventura que los lleva desde los callejones de Bukchon hasta los rascacielos de Songdo, pasando por trenes bala, mercados nocturnos, templos milenarios y festivales de linternas.
Entre persecuciones, traiciones, y escenas de amor que desafían la lógica, Jiwoo y Sora descubren que el mayor sistema a hackear es el del corazón. ¿Puede el amor sobrevivir cuando la memoria se borra y el deseo se convierte en código?
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El núcleo emocional
En el sótano de una biblioteca abandonada en Yongsan, Sora y Jiwoo trabajaban en silencio. El disco duro con los datos del Proyecto Namsan estaba conectado a una consola improvisada, rodeada de cables, pantallas y generadores portátiles. Afuera, el mundo seguía su curso. Adentro, ellos se preparaban para cambiarlo.
—Este es el núcleo —dijo Sora, señalando una secuencia de código que pulsaba como un corazón digital—. Aquí es donde se almacenan los patrones afectivos. Las respuestas inducidas. Las simulaciones de apego.
Jiwoo se acercó. Su rostro estaba serio, concentrado. La herida en su hombro había sanado parcialmente, pero la tensión en su mirada no era física. Era moral.
—¿Y si lo destruimos?
—Colapsaría el sistema. Pero también afectaría a miles de usuarios que dependen de él para terapias reales. No todo lo que Daesan hizo fue tóxico. Lo que lo vuelve peligroso es cómo lo usan.
Jiwoo frunció el ceño.
—Entonces no podemos simplemente apagarlo.
Sora asintió.
—Tenemos que reescribirlo. Redirigirlo. Convertirlo en algo que no puedan controlar.
Jiwoo se sentó frente a la consola. Tecleó una secuencia que abría una interfaz de simulación. En la pantalla, aparecieron rostros: usuarios conectados, perfiles emocionales, patrones de respuesta. Algunos mostraban tristeza inducida. Otros, euforia artificial. Todos eran parte del experimento.
—Esto es más grande de lo que imaginaba —dijo él.
—Por eso te busqué —respondió Sora—. Porque tú no funcionabas dentro del sistema. Porque eras el único que no podía ser inducido.
Jiwoo la miró. Sus ojos se suavizaron.
—Y tú… ¿Cómo sabes tanto?
Sora dudó. Luego activó una carpeta oculta. En ella, grabaciones de sus sesiones como diseñadora de respuesta emocional. En una de ellas, su voz guiaba a un paciente virtual hacia una decisión que no era suya.
—Yo lo construí. Parte de esto. Pensé que estaba ayudando. Pero estaba entrenando al sistema para reemplazar la voluntad humana.
Jiwoo se levantó. Caminó hacia ella. La tomó por los hombros.
—Entonces vamos a desentrenarlo.
Sora lo miró. Su expresión era firme, pero sus ojos brillaban con algo más profundo: redención.
Activaron el protocolo de reescritura. La consola comenzó a parpadear. Los datos se reorganizaban. Las rutas de inducción se desactivaban. Pero el sistema respondió con resistencia. Una alerta apareció en la pantalla:
“Intrusión detectada. Activación de defensa emocional.”
—¿Qué significa eso? —preguntó Jiwoo.
Sora palideció.
—Van a usar el sistema contra nosotros. Inducir miedo. Culpa. Duda. Todo lo que saben que nos puede romper.
La consola comenzó a emitir sonidos. Las pantallas mostraban simulaciones de recuerdos. Momentos falsos. Imágenes de Jiwoo abandonando a Sora. De Sora traicionando a Jiwoo. Todo era artificial. Pero se sentía real.
Jiwoo cerró los ojos. Su respiración se aceleró.
—No… esto no es verdad.
Sora se acercó. Lo tomó de las manos.
—Mírame. Esto no es tu mente. Es el sistema. Lo diseñaron para quebrarte.
Jiwoo la miró. Sus ojos estaban llenos de rabia. Pero también de claridad.
—Entonces vamos a romperlo.
Sora activó el protocolo de aislamiento. La consola se apagó por un segundo. Luego volvió, pero con una nueva interfaz: limpia, sin simulaciones. Solo código.
—Lo logramos —susurró.
Jiwoo se dejó caer sobre la silla. Sora se sentó a su lado. El silencio era denso, pero no vacío.
—¿Y ahora qué hacemos con esto?
Sora lo miró.
—Lo liberamos. Lo hacemos público. Pero con contexto. Con verdad. No como escándalo. Como advertencia.
Jiwoo asintió.
—¿Y si Daesan responde?
—Responderemos también.
La lluvia seguía cayendo. Afuera, la ciudad ignoraba lo que acababa de ocurrir. Pero en ese sótano, dos fugitivos habían desactivado el corazón de una red que manipulaba emociones. Y en el proceso, habían enfrentado las suyas.
Sora se recostó sobre Jiwoo. Él la rodeó con el brazo. No dijeron nada más.
La verdad ya no era una carga. Era una herramienta. Y juntos, sabían cómo usarla.