En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 13: "Sombras del Pasado, Precios del Presente"
Un pueblo olvidado amanecía envuelto en una niebla densa, un velo grisáceo que se adhería a las calles empedradas como un sudario. Las casas de piedra caliza, desgastadas por siglos de lluvia y viento, se alzaban torcidas entre los pliegues de las colinas, sus tejados musgosos apenas visibles bajo la bruma. El aroma húmedo de la tierra y el leve olor a cerveza rancia impregnaban el aire, mientras el sol, un disco pálido tras las nubes, luchaba por perforar la niebla, proyectando una luz mortecina que hacía que las sombras parecieran más vivas que los propios habitantes. En el corazón de este laberinto de callejones, un bar decrépito, con un letrero desvaído que rezaba El Cuervo y la Niebla, escupió a su última víctima al alba.
La puerta del bar se abrió con un crujido violento, y Percival Langley fue arrojado a la calle con la fuerza de un saco de harina. Cayó de rodillas sobre el pavimento húmedo, su abrigo raído empapándose de lodo y cerveza derramada. Ya no era el hombre de sonrisa fácil y voz cálida que Aurora recordaba de aquella noche en el bar, años atrás, cuando su risa resonaba junto a la de Cedric bajo la luz de las lámparas de aceite. Ahora, con el cabello canoso y desgreñado, la barba desaliñada salpicada de gris, y los ojos hundidos en ojeras que parecían pozos de desesperación, Percival era una sombra de sí mismo. Su camisa, antes impecable, estaba manchada y rota en los puños, y un olor agrio a licor barato lo envolvía como una segunda piel.
—¡Imbéciles! —gritó, su voz rasposa y cargada de rabia mientras se ponía en pie tambaleándose—. ¡Malditos idiotas, no saben con quién se meten!
Sus palabras resonaron en la calle desierta, pero el eco fue tragado por la niebla. Los pocos transeúntes que caminaban a esa hora temprana —granjeros con rostros curtidos, comerciantes cargando cestas de lana o pan— giraron la cabeza hacia él, sus miradas cargadas de desprecio o indiferencia. Percival, con el rostro enrojecido por el licor y la furia, se dio cuenta de sus ojos clavados en él. Su pecho se hinchó, y apuntó un dedo tembloroso hacia la multitud dispersa.
—¿Qué miran, eh? —bramó, tambaleándose hacia adelante—. ¿No tienen nada mejor que hacer? ¡Váyanse al diablo!
Las personas apenas le dedicaron una segunda mirada. Una mujer con un chal raído murmuró algo inaudible y aceleró el paso; un comerciante escupió al suelo y siguió su camino, su risa grave perdiéndose en la bruma. El pueblo, indiferente a los gritos de Percival, continuó su rutina, como si él fuera apenas un espectro más entre las sombras del amanecer.
Percival maldijo entre dientes, ajustándose el abrigo con un gesto torpe mientras comenzaba a caminar, sus pasos inseguros zigzagueando por la calle. La niebla se arremolinaba a su alrededor, como si intentara envolverlo, y el eco de sus propios pasos resonaba como un tambor fúnebre. No notó, sin embargo, los ojos que lo observaban desde un callejón cercano, dos pozos oscuros que brillaban con una intensidad sobrenatural bajo la penumbra.
Aurora estaba allí, oculta tras una pila de barriles apilados contra la pared húmeda del callejón. Su figura, envuelta en una capa negra que parecía fundirse con las sombras, era casi invisible, salvo por el leve destello de sus ojos, que reflejaban la luz mortecina como los de un depredador al acecho. Sostenía el libro Poemas de la Noche contra su pecho, un ancla que la conectaba al mundo mortal, pero su mente estaba fija en el hombre que tambaleaba ante ella. Percival Langley. Ahora, viéndolo reducido a esta figura patética, una risa silenciosa y amarga vibró en su pecho. Dantalion había elegido bien.
El aire a su alrededor se volvió más frío, un susurro gélido que solo ella podía sentir. No me hagas esperar, Aurora, siseó la voz de Dantalion en su mente, un eco gutural que parecía surgir del mismo callejón. Ella apretó el libro con más fuerza, sus nudillos pálidos contra el cuero desgastado. Sabía lo que tenía que hacer. Pero antes, debía asegurarse de que Sophia estuviera a salvo, de que su promesa al amanecer no fuera en vano. Y luego, Percival pagaría el precio que el abismo exigía.
Aurora salió del callejón con pasos silenciosos, su capa ondeando como una sombra viva mientras seguía a Percival por las calles tortuosas del pueblo. Los callejones de Cotswolds eran un laberinto de piedra y niebla, con paredes húmedas cubiertas de musgo y ventanas clausuradas que parecían observar como ojos ciegos. Percival avanzaba tambaleándose, murmurando maldiciones entre dientes, ajeno a la figura que lo acechaba. Aurora mantenía la distancia, moviéndose con la gracia de un espectro, sus ojos fijos en él mientras esperaba el momento perfecto para acercarse. La niebla se espesaba a su alrededor, envolviéndolos en un sudario que apagaba los sonidos del pueblo, dejando solo el eco de los pasos de Percival y el latido acelerado de su propia sangre.
De pronto, al doblar una esquina donde el callejón se estrechaba entre dos edificios ruinosos, Percival desapareció de su vista. Aurora frunció el ceño, su instinto sobrenatural alertándola de un cambio en el aire, un cosquilleo frío que no provenía de Dantalion. Apresuró el paso, sus botas apenas rozando el pavimento húmedo, y al llegar a la esquina, una mano áspera la agarró del cuello con fuerza, estrellándola contra la pared de piedra. El impacto le arrancó un jadeo, y el libro Poemas de la Noche cayó al suelo con un thud sordo.
Percival la sujetaba con una fuerza sorprendente para su estado, sus dedos apretando su garganta mientras su rostro, enrojecido y torcido por la furia, se cernía sobre ella. Sus ojos, nublados por el licor, brillaban con una mezcla de paranoia y rabia.
—¿Por qué me sigues? —gruñó, su voz rasposa y cargada de desprecio—. ¿Te mandaron ellos, verdad? ¡Los bastardos a los que les debo dinero! ¿Crees que no me di cuenta de tus pasos en la niebla?
Aurora, con el rostro enrojecido y los pulmones luchando por aire, forcejeó bajo su agarre, pero su fuerza mortal no era rival para la furia de Percival. Sus ojos, sin embargo, destellaron con un brillo sobrenatural, un recordatorio fugaz de lo que era. Pensó rápido, buscando una excusa que lo desarmara. Con voz entrecortada, jadeando, logró articular:
—No… no es eso… Creo… que eres amigo… de un tío mío… que falleció… Cedric… Cedric Sinclair…
El nombre golpeó a Percival como un relámpago. Sus ojos se abrieron de par en par, y la furia dio paso a una sorpresa que lo hizo aflojar el agarre. Aurora cayó al suelo, tosiendo y respirando con dificultad, sus manos apoyadas en el pavimento húmedo mientras recuperaba el aliento. El aire frío llenó sus pulmones, y el libro yacía a su lado, sus páginas agitadas por un viento gélido que parecía susurrar su nombre.
Percival dio un paso atrás, tambaleándose ligeramente, su rostro ahora una mezcla de confusión y sospecha. La miró desde arriba, entrecerrando los ojos como si intentara descifrar un recuerdo borroso.
—¿Cedric Sinclair? —repitió, su voz más baja, casi un murmullo, cargada de un peso que Aurora no pudo descifrar del todo—. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué tiene que ver Cedric?
Aurora se puso de pie lentamente, recogiendo el libro con una mano temblorosa mientras mantenía la mirada fija en él. Su respiración aún era agitada, pero su voz recuperó una calma fría, teñida de la astucia que el abismo le había enseñado.
—Solo quiero hablar de él —dijo, su tono suave pero firme, como si midiera cada palabra—. Mi tío… Cedric. Sé que lo conociste. Quiero saber más sobre él, sobre su vida antes de… antes de que muriera.
Percival la observó en silencio, su expresión oscilando entre la desconfianza y un destello de nostalgia. La niebla parecía cerrarse a su alrededor, como si el callejón mismo conspirara para mantenerlos atrapados en ese momento. Finalmente, asintió, pasándose una mano por la barba desaliñada.
—Conocí a Cedric, sí —admitió, su voz áspera pero menos hostil—. Éramos amigos… hace mucho. Pero eso fue en otra vida. ¿Por qué te importa tanto un muerto?
Aurora no respondió de inmediato. Sus ojos se clavaron en los de Percival, buscando en ellos un eco de la arrogancia que había oído años atrás, la manipulación que la había llevado a creer que él merecía el destino que Dantalion exigía.
Percival la observó en silencio, su expresión oscilando entre la desconfianza y un destello de nostalgia. La niebla parecía cerrarse a su alrededor, como si el callejón mismo conspirara para mantenerlos atrapados en ese momento. Finalmente, extendió una mano sucia, con uñas rotas y manchas de mugre, hacia Aurora. Ella la miró por un instante, sintiendo un escalofrío al notar el contraste entre esa mano tosca y la elegancia que alguna vez había definido a Percival. Aceptó su ayuda, dejando que la levantara con un tirón brusco.
—No hablaré de Cedric por nada —dijo Percival, su voz áspera pero con un dejo de astucia, como si aún conservara algo del hombre manipulador que Aurora recordaba—. Me compras una cerveza, y te contaré lo que sé. ¿Trato hecho?
Aurora asintió con la cabeza, su rostro impasible mientras se ponía de pie, ajustando la capa y apretando el libro contra su pecho. Sus ojos se encontraron con los de Percival, y por un instante, vio en ellos un eco del hombre que había reído con Cedric, pero también la sombra de su decadencia.
—Trato hecho —respondió, su voz baja, ocultando la risa fría que vibraba en su interior. Sabía que esta era su oportunidad, el primer paso hacia cumplir la exigencia de Dantalion. Pero mientras seguía a Percival hacia una taberna cercana, el peso del libro en sus manos le recordó a Sophia, a Lyonel, y a la promesa que aún debía cumplir al amanecer.
Un cuervo graznó desde un tejado cercano, su grito cortando la niebla como un cuchillo. Aurora alzó la vista, y por un instante, los ojos carmesí del pájaro parecieron brillar con una luz sobrenatural, como si Dantalion mismo la observara desde el abismo. Pero el cuervo alzó el vuelo, perdiéndose en la bruma, y su graznido resonó como un eco lejano que se desvanecía en la distancia. En otro lugar, lejos del pueblo envuelto en niebla, otro eco resonaba: no de un cuervo, sino de palabras no dichas, de sentimientos que se enredaban como las flores de un jardín. En la mansión Sinclair, bajo un cielo plomizo que prometía lluvia, Lyonel y Eliza compartían un momento que, sin saberlo, estaba ligado al mismo destino que perseguía a Aurora.
En los jardines de la mansión Sinclair, el aire estaba impregnado del aroma dulce de las rosas y el jazmín, aunque las nubes grises proyectaban una sombra melancólica sobre las flores. Eliza estaba sentada en una banca de piedra, rodeada de macizos de lavanda y peonías que se mecían suavemente con la brisa. Sus manos descansaban en su regazo, pero sus ojos, fijos en las flores, parecían perdidos en un torbellino de pensamientos. A su lado, Lyonel estaba sentado en la hierba, con un cuaderno de bocetos abierto sobre sus rodillas y un lápiz moviéndose con trazos precisos. Dibujaba a Eliza, capturando la curva de su mejilla y la forma en que la luz apagada del día caía sobre su cabello, pero su mente parecía estar en otra parte, en un paseo a caballo y una risa compartida bajo el sol.
Eliza rompió el silencio, su voz seria, casi cortante, aunque teñida de una vulnerabilidad que intentaba ocultar.
—¿La pasaste bien con Anna ayer, Lyonel? —preguntó, sin apartar la mirada de las flores, como si temiera ver la respuesta en sus ojos.
Lyonel levantó la vista del cuaderno, su lápiz deteniéndose por un instante. Una sonrisa suave curvó sus labios, y asintió con naturalidad.
—Sí, fue un día agradable —respondió, su tono cálido pero despreocupado—. Anna es una buena chica. Creo que todos lo pasamos bien, ¿no?
Siguió dibujando, sus trazos seguros, pero Eliza no se movió. Sus dedos se cerraron ligeramente sobre el borde de su vestido, y su voz bajó, cargada de una intensidad que no podía disimular.
—Los vi muy unidos ayer —dijo, aún mirando las flores, como si estas pudieran darle las respuestas que buscaba—. Parecías… muy cómodo con ella.
Lyonel soltó una risa baja, un sonido ligero que resonó en el jardín como un eco fuera de lugar.
—Fue un paseo entretenido, Eliza —respondió, inclinando la cabeza mientras sombreaba un detalle en su boceto—. Rose también lo disfrutó mucho. Creo que Anna y ella tienen un lazo especial.
Eliza apretó los labios, su mirada fija en una peonía que comenzaba a marchitarse. El silencio que siguió fue pesado, cargado de palabras no dichas. Finalmente, giró la cabeza hacia él, sus ojos claros brillando con una mezcla de dolor y desafío.
—¿Qué sientes por Anna, Lyonel? —preguntó, su voz firme pero temblorosa, como si cada palabra le costara un esfuerzo.
Lyonel parpadeó, sorprendido por la pregunta. El lápiz se detuvo en el aire, y por un instante, su rostro mostró una confusión genuina. Dejó el cuaderno a un lado, apoyándolo en la hierba, y la miró directamente, buscando las palabras adecuadas.
—Es… una amiga —dijo finalmente, aunque su voz vaciló, como si no estuviera seguro de la respuesta—. Una buena amiga, Eliza.
Ella lo miró fijamente, sus ojos escudriñando los de él como si intentara desentrañar un secreto.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó, su tono más agudo, casi acusador.
Lyonel abrió la boca para responder, pero las palabras no llegaron. Su mirada se perdió por un momento, como si la pregunta hubiera tocado algo que él mismo no había querido enfrentar.
—Supongo… sí, eso es lo que es —dijo al fin, pero la duda en su voz era innegable.
Eliza se puso de pie de un salto, el movimiento tan repentino que las flores a su alrededor parecieron estremecerse. Sus manos se cerraron en puños, y su rostro, antes sereno, ahora estaba teñido de una furia contenida.
—¡No sabes lo que quieres, Lyonel! —espetó, su voz rompiendo el silencio del jardín como un cristal al caer—. ¡Nunca lo sabes!
Sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y se alejó por el sendero de grava, sus pasos rápidos y decididos, dejando tras de sí un eco de frustración. Lyonel se quedó sentado en la hierba, el cuaderno olvidado a su lado, su mirada fija en el lugar donde Eliza había estado. La confusión nublaba sus ojos, y un nudo se formó en su pecho. ¿Qué acababa de pasar? ¿Por qué estaba Eliza tan alterada? Mientras las nubes se espesaban sobre la mansión, cubriendo el jardín en una penumbra más profunda, Lyonel sintió, sin saber por qué, que algo más grande se cernía sobre todos ellos, una sombra que no podía nombrar.
El viento que barría el jardín de la mansión Sinclair llevaba consigo un murmullo lejano, como si las colinas de Cotswolds susurraran secretos entre sus pliegues brumosos. Ese mismo viento parecía viajar más allá, hasta un edificio de piedra al borde del pueblo, donde las sombras de la mañana se alargaban como dedos oscuros. En el orfanato, una niña esperaba con la paciencia de quien cree ciegamente en una promesa, sus ojos verdes fijos en un horizonte que la niebla ocultaba. Sophia estaba sentada en una banca de madera junto a la puerta principal, sus pequeñas manos aferrando el borde del asiento, balanceando los pies que apenas rozaban el suelo. La estructura del orfanato, con sus muros de piedra desgastada y ventanas estrechas, se alzaba tras ella como una fortaleza que parecía rechazar la luz del alba, pero Sophia no parecía notarlo. Su mirada estaba fija en el sendero, esperando un destello de la capa negra de Aurora, la señal de que su “hermana” había cumplido su palabra.
Una monja, con el hábito gris ondeando suavemente, pasó por el patio empedrado, llevando una bandeja con pan recién horneado. Al ver a Sophia, se detuvo, inclinando la cabeza con una mezcla de curiosidad y ternura. Sus pasos resonaron en las losas húmedas, y se acercó con una sonrisa suave.
—¿Qué haces aquí tan temprano, Rose? —preguntó, su voz cálida pero con un toque de preocupación—. El aire está frío, pequeña.
Sophia levantó la mirada, sus ojos brillando con una determinación infantil.
—Estoy esperando a Anna —respondió, su voz clara y llena de confianza, aunque sus labios formaron una pequeña curva de ansiedad—. Me prometió que vendría al amanecer.
La monja alzó las cejas, acomodando la bandeja en sus manos.
—¿Te refieres a la chica que te trajo ayer? —preguntó, su tono suave pero con un matiz de duda.
Sophia asintió vigorosamente con la cabeza, sus rizos rebotando con el movimiento. Su expresión era tan tierna que la monja no pudo evitar sonreír, aunque sus ojos escudriñaron el sendero vacío, como si intentara conjurar la figura de Aurora. Se acercó más y se sentó a su lado en la banca, el crujido de la madera rompiendo el silencio del patio.
—Tal vez esa joven esté ocupada, Rose —dijo la monja, posando la bandeja a un lado—. Podrías esperar en tu dormitorio, o ir a jugar con los otros niños. Hay un grupo en el patio trasero haciendo coronas de flores.
Sophia negó con la cabeza, haciendo un puchero que arrugó su pequeño rostro.
—No —dijo con firmeza, cruzando los brazos sobre el pecho—. Anna vendrá. Me lo prometió.
La monja suspiró, pero su expresión se suavizó. Extendió una mano y acarició la cabeza de Sophia, sus dedos rozando los rizos con una delicadeza maternal.
—Seguro que vendrá, pequeña —dijo, su voz cargada de una esperanza que intentaba transmitirle—. Y quién sabe, tal vez un día pueda adoptarte. Sería lindo, ¿verdad?
Sophia no respondió de inmediato. Sus ojos volvieron al sendero, donde la niebla comenzaba a levantarse, revelando los contornos difusos de las colinas. Una chispa de esperanza brilló en su mirada, pero también una sombra de duda, como si una parte de ella temiera que la promesa de Aurora pudiera desvanecerse como la bruma. Aun así, apretó los labios y asintió lentamente, aferrándose a la fe que solo una niña podía tener. El viento sopló de nuevo, trayendo consigo un eco lejano, como si las colinas mismas susurraran el nombre de Aurora, llamándola de vuelta al lugar donde su corazón aún latía.
El murmullo del viento que acariciaba el orfanato se desvaneció en las colinas, llevando consigo un eco que parecía resonar más allá, hasta un lugar donde la niebla se alzaba como un velo roto sobre los campos de Cotswolds. En una colina solitaria, donde un roble antiguo extendía sus ramas nudosas como un guardián silencioso, dos figuras compartían una banca de piedra desgastada por el tiempo. Aurora y Percival estaban sentados allí, contemplando el tapiz de campos ondulantes que se extendía bajo un cielo plomizo, sus bordes difuminados por la bruma que aún se aferraba a las hondonadas. El aire olía a hierba húmeda y a recuerdos amargos, y el silencio entre ellos era tan pesado como las sombras que el roble proyectaba a sus espaldas.
Percival sostenía una botella de cerveza en la mano, el vidrio empañado por el frío, y tomó un trago largo antes de girarse hacia Aurora. Sus ojos, nublados por el licor y el cansancio, la escudriñaron con una mezcla de curiosidad y resignación. Su voz, áspera y cargada de fatiga, rompió el silencio.
—¿Qué quieres saber de Cedric, entonces? —preguntó, apoyando la botella en su rodilla, su tono teñido de una amargura que parecía surgir de años de decepciones—. ¿Qué es lo que tanto te interesa de un hombre muerto?
Aurora, con el libro Poemas de la Noche descansando en su regazo, mantuvo la mirada fija en los campos, como si buscara en ellos una respuesta que no quería pronunciar. Su rostro era una máscara de calma, pero sus dedos apretaban el cuero del libro, traicionando la tormenta que rugía en su interior.
—Quiero saber qué le pasó —respondió, su voz baja pero firme, cuidadosamente modulada para ocultar la verdad—. ¿Cómo terminó? ¿Qué lo llevó a… desaparecer?
Percival soltó un suspiro que parecía arrastrar el peso de una vida entera. Tomó otro trago de la cerveza, el líquido ámbar reflejando la luz pálida del día, y se reclinó contra la banca, sus ojos perdidos en el horizonte.
—Conocí a Cedric en un bar, hace años —comenzó, su voz lenta, como si desenterrara recuerdos que preferiría olvidar—. Estaba destrozado, ¿sabes? Hundido por una mujer que amaba, pero estaba casado. Yo… le dije que dejara a su esposa, que se fuera con ella. Pensé que era lo que necesitaba escuchar, que podía arreglarlo todo. Creo que me hizo caso, pero nunca pudo estar con esa mujer que tanto anhelaba.
Hizo una pausa, y una risa amarga escapó de sus labios, tan seca como las hojas que el viento arrancaba del roble.
—Cada vez que lo veía, estaba peor —continuó, girando la botella entre sus manos—. Hablaba de una tal Aurora, decía que no pararía hasta encontrarla, contactarla. Me parecía que se estaba volviendo loco, ¿sabes? Esa obsesión… no era normal.
Aurora se quedó inmóvil, su rostro impasible, aunque el nombre en sus labios resonó como un eco del abismo. Sus ojos se clavaron en Percival, y por un instante, el brillo sobrenatural en ellos pareció intensificarse, aunque él no lo notó. Con un esfuerzo, mantuvo su voz serena.
—¿Y qué pasó después? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia él, como si cada palabra fuera una pieza de un rompecabezas que necesitaba armar.
Percival se encogió de hombros, tomando otro trago antes de responder.
—No lo sé con certeza —admitió, su voz más baja, casi un murmullo—. Cada vez lo veía peor. Enfermo, sucio, desorientado. No entendía cómo alguien con el porte de Cedric, con su clase, podía terminar así. —Soltó una risa corta, cargada de ironía, y levantó la botella como si brindara por su propia miseria—. Qué ironía, ¿no crees? Terminé igual que él.
Aurora lo observó en silencio, sus dedos apretando el libro con más fuerza. Por un instante, sintió un pinchazo de lástima, un eco de la humanidad que aún luchaba por aferrarse a su alma. Pero la voz de Dantalion, un susurro frío que resonaba en su mente, aplastó ese sentimiento. Tráeme su alma, Aurora. Sacudió la cabeza, como si quisiera despejar el eco, y se inclinó más hacia Percival, su voz suave pero cargada de intención.
—¿Qué te pasó a ti, Percival? —preguntó, su tono casi compasivo, aunque sus ojos brillaban con una intensidad que no era del todo humana—. ¿Cómo terminaste así?
Percival la miró, sorprendido por la pregunta, y por un momento pareció dudar. Luego, soltó una risa amarga, más triste que divertida, y se pasó una mano por la barba desaliñada.
—Después de meterme con demasiadas mujeres, terminé con la que no debía —dijo, su voz cargada de un desprecio hacia sí mismo—. La esposa de un coronel. Cuando nos descubrieron, él me dio una paliza que casi me mata. A ella… no tuvo tanta suerte. La mandaron a la horca.
Hizo una pausa, sus ojos perdidos en los campos, como si viera el rostro de aquella mujer en la niebla. Aurora notó cómo su mano temblaba ligeramente al sostener la botella.
—Después de eso, me quitaron todo —continuó, su voz más baja, casi un susurro—. Mis pertenencias, mi reputación. Nadie me quería dar trabajo, tenían miedo de que el coronel viniera por ellos. Así que terminé en las calles, sin nada, viviendo como un perro.
Aurora sintió que la lástima volvía a rozarla, como un viento frío que no podía ignorar. Pero el peso del libro en su regazo, el recuerdo de Sophia esperando en el orfanato, y la amenaza de Dantalion la anclaron a su propósito. Inclinó la cabeza, dejando que su cabello ocultara el destello en sus ojos, y habló con una voz cuidadosamente modulada.
—¿Te gustaría visitar la tumba de Cedric? —preguntó, su tono suave pero cargado de una intención que Percival no podía comprender—. Como… un gesto por los viejos tiempos. Por mi tío.
Percival la miró, sus ojos nublados por el licor y la nostalgia. Por un momento, pareció que iba a negarse, pero luego asintió lentamente, levantando la botella en un gesto cansado.
—Supongo que sí —dijo, su voz apenas audible sobre el murmullo del viento—. Por Cedric.
Aurora asintió, una sonrisa fría curvando sus labios mientras miraba los campos, donde la niebla comenzaba a levantarse, revelando un horizonte que parecía susurrar promesas de oscuridad. Sabía que cada paso que daba con Percival la acercaba más al abismo, pero también a la salvación de Sophia.
Más allá de los senderos del pueblo, en un rincón olvidado donde la niebla se aferraba a la tierra como un amante despechado, un cementerio abandonado aguardaba en silencio. Sus lápidas torcidas, cubiertas de musgo y erosionadas por el tiempo, se alzaban como centinelas rotos bajo un cielo que parecía sangrar sombras. Aurora y Percival caminaban entre ellas, sus pasos resonando en la grava húmeda, mientras el aire se volvía más frío, cargado de un olor a tierra removida y promesas rotas.
Percival, con la botella de cerveza aún en la mano, miró a su alrededor con una mezcla de desconcierto y desdén. Las lápidas, algunas partidas en dos, otras inclinadas como si quisieran hundirse en la tierra, le arrancaron un murmullo.
—¿Es aquí donde está Cedric? —preguntó, su voz áspera, teñida de incredulidad—. Este lugar está… descuidado. Parece que nadie ha pisado este sitio en años.
Aurora no respondió de inmediato. Sus ojos, brillando con un destello sobrenatural que Percival no percibió, recorrieron el cementerio con una certeza fría. Apretó la daga que escondía bajo su capa, su hoja fría contra la palma de su mano, asegurándose de que el movimiento de la tela ocultara su intención. Con un gesto sereno, señaló un sendero que se perdía entre las lápidas.
—Este es el lugar —dijo, su voz baja, casi un susurro que parecía fundirse con la niebla—. Su tumba está cerca.
Siguieron caminando, el crujido de la grava bajo sus botas el único sonido en el silencio opresivo del cementerio. Aurora avanzaba detrás de Percival, su mirada fija en su espalda, cada paso calculado, mientras sus dedos apretaban la daga con una determinación que aplastaba cualquier rastro de lástima. El libro Poemas de la Noche, guardado dentro de su capa, parecía latir contra su pecho, como si supiera lo que estaba a punto de suceder. Percival, ajeno a la amenaza, seguía tambaleándose ligeramente, la botella oscilando en su mano mientras murmuraba algo sobre el estado del lugar.
Aurora se detuvo y señaló una lápida al final del sendero, medio oculta por hierbas altas y enredaderas marchitas. La piedra, desgastada por el tiempo, apenas dejaba ver las letras grabadas en su superficie. Percival se acercó, inclinándose para leer la inscripción, su rostro arrugado por la confusión.
—Un momento… —dijo, entrecerrando los ojos mientras pasaba una mano por la piedra para apartar el musgo—. Aquí dice… Aurora. —Se volvió hacia ella, una sonrisa torcida en los labios, todavía ignorante del peligro—. Mira qué coincidencia, se llama Aurora, como la mujer de Ced…
Antes de que pudiera terminar la frase, Aurora dio un paso adelante, sus ojos brillando con una intensidad demoníaca. Con un movimiento rápido y preciso, clavó la daga en el corazón de Percival, la hoja atravesando su pecho con un sonido húmedo. Él abrió los ojos de par en par, un jadeo ahogado escapando de su garganta mientras la sangre brotaba, manchando su camisa raída. Escupió un hilo de sangre, sus manos temblando mientras intentaban aferrarse a la capa de Aurora, pero sus piernas cedieron, y cayó de rodillas sobre la tierra húmeda.
Aurora lo miró sin pestañear, su rostro una máscara de frialdad mientras Percival agonizaba a sus pies, sus ojos nublados por el dolor y la incredulidad. La niebla parecía cerrarse a su alrededor, como si el cementerio mismo contuviera el aliento. Aurora se arrodilló junto a él, sus labios moviéndose en un cántico en una lengua antigua y gutural, una voz que no era del todo suya, impregnada de un tono demoníaco que hacía temblar el aire. Las palabras resonaban como un eco del abismo, cada sílaba cargada de un poder que parecía rasgar el velo entre los mundos.
De pronto, un aura negra comenzó a elevarse del cuerpo de Percival, una niebla oscura que se retorcía como si estuviera viva, emanando un lamento silencioso. La tierra bajo sus pies tembló, y una mano demoníaca, con garras retorcidas y piel como carbón, emergió del suelo, sus dedos aferrando el aura negra con una avidez hambrienta. La mano se hundió de nuevo en la tierra, llevándose el alma de Percival al abismo, mientras un coro de susurros inhumanos llenaba el aire. Desde las sombras entre las lápidas, pequeñas criaturas demoníacas, con ojos brillantes y dientes afilados, surgieron como ratas hambrientas, arrastrando el cuerpo inerte de Percival hacia la oscuridad, donde sus formas se desvanecieron con un crujido espeluznante.
Aurora se puso de pie, su capa ondeando en el viento frío que ahora barría el cementerio. Sus ojos, aún brillando con un fulgor sobrenatural, se alzaron hacia el cielo plomizo. Con una voz fuerte, que resonó como un trueno en el silencio del lugar, proclamó:
—¡Aquí está tu ofrenda, Dantalion! ¡Disfrútala!
El viento cesó de repente, y un silencio opresivo envolvió el cementerio. La niebla se espesó, ocultando las lápidas como si quisiera borrar lo que acababa de suceder. Aurora apretó el libro contra su pecho, sintiendo su peso como una cadena que aún la ataba al mundo mortal. Sabía que había cumplido con Dantalion, pero el rostro de Sophia, esperando en el orfanato, destelló en su mente, recordándole que su deuda con el abismo no era lo único que la definía. Mientras se alejaba del cementerio, dejando atrás las sombras que parecían susurrar su nombre, una única pregunta resonaba en su interior: ¿cuánto tiempo duraría su mentira?
En el orfanato, la luz pálida del sol, apenas filtrada por un cielo cargado de nubes, caía sobre el patio de piedra, donde Sophia seguía sentada en la banca de madera junto a la puerta principal. Sus pequeños pies ya no se balanceaban; estaban quietos, apoyados en el suelo, mientras sus manos descansaban inertes en su regazo. La esperanza que había brillado en sus ojos verdes al amanecer se había apagado, reemplazada por una tristeza que pesaba en sus hombros como un manto invisible. Era mediodía, y Anna no había llegado. La promesa del amanecer parecía desvanecerse como la niebla que se había disipado horas antes.
Sophia alzó la vista hacia la calle, donde el eco de risas lejanas llegó hasta ella. Una pareja paseaba por el sendero, su hijo pequeño correteando entre ellos, riendo mientras perseguía una mariposa que danzaba en el aire. La escena arrancó un nudo en el pecho de Sophia, y sus ojos se nublaron con lágrimas que se negó a dejar caer. Bajó la mirada, sus rizos cayendo sobre su rostro como un velo, y se puso de pie lentamente, con los hombros caídos. Cabizbaja, comenzó a caminar hacia la puerta del orfanato, sus pasos lentos y pesados, como si cada uno llevara el peso de su decepción.
Cuando estaba a punto de cruzar el umbral, una voz suave pero familiar cortó el silencio del patio.
—Oye, pequeña, ¿a dónde vas? ¿No habíamos quedado en ir a otro lado?
Sophia se detuvo en seco, su corazón dando un vuelco. Giró lentamente, casi temiendo que la voz fuera un eco de su imaginación, pero allí estaba Aurora, de pie al borde del sendero, su capa negra ondeando ligeramente en la brisa. Una sonrisa cálida iluminaba su rostro, aunque un destello fugaz en sus ojos parecía cargar con el peso de lo que había hecho en el cementerio. Sophia abrió los ojos de par en par, y sin pensarlo, corrió hacia ella, sus pequeños pies golpeando la grava con urgencia. Se lanzó a los brazos de Aurora, quien la recibió con un abrazo fuerte, levantándola del suelo como si quisiera protegerla del mundo entero.
—¡Anna! — exclamó Sophia, su voz temblorosa de alivio mientras enterraba el rostro en el hombro de Aurora—. ¿Por qué llegaste tan tarde? Dijiste que vendrías en la mañana…
Aurora bajó a Sophia con suavidad, arrodillándose para estar a su altura. Sus manos acariciaron los rizos de la niña, y su sonrisa se tiñó de una disculpa sincera.
—Lo siento, pequeña —dijo, su voz suave pero cargada de un cansancio que Sophia no podía comprender—. Me surgieron unos asuntos que tenía que resolver, pero los solucioné lo más rápido que pude para venir a verte.
Sophia frunció el ceño, cruzando los brazos con un puchero infantil que intentaba ser severo, pero que solo resultaba adorable.
—Te perdono… pero solo por esta vez —dijo, apuntando un dedo hacia Aurora—. ¡No vuelvas a hacerlo, que lo prometiste!
Aurora soltó una risa baja, un sonido que resonó en el patio como un rayo de luz en la penumbra. Se inclinó y plantó un beso suave en la frente de Sophia, sus labios cálidos contra la piel de la niña.
—Está bien, lo prometo —dijo, su voz llena de una ternura que contrastaba con la oscuridad que aún latía en su interior—. No volverá a pasar.
Sophia rió, el sonido puro y claro, como si la tristeza de momentos antes se hubiera desvanecido por completo. Aurora se puso de pie, tomando la mano de la niña, y señaló el sendero que se extendía más allá del orfanato.
—Vamos, pequeña —dijo, su sonrisa ensanchándose mientras apretaba la mano de Sophia—. Tenemos el resto del día para disfrutar.
Mientras caminaban juntas, la figura de Aurora y Sophia se recortaba contra el cielo plomizo, una silueta de luz y sombra que parecía desafiar la opresión de Cotswolds. Pero en el fondo de los ojos de Aurora, un destello fugaz de oscuridad permanecía, un recordatorio del precio que había pagado en el cementerio y de la deuda que aún la ataba a Dantalion. Por ahora, sin embargo, el calor de la mano de Sophia en la suya era suficiente para mantener a raya las sombras, al menos hasta que el abismo volviera a reclamarla.