Una heredera perfecta es obligada a casarse con un hombre rudo y desinteresado para satisfacer la ambición de sus padres, solo para descubrir que detrás de su fachada de patán se esconde el único hombre capaz de ver su verdadero yo, y de robarle el corazón contra todo pronóstico.
Damián Vargas hará todo lo posible por romper las cadenas del chantaje y liberarse de su compromiso forzado. El único problema es que ahora que la tiene cerca, no soporta la idea de soltarla.
Valeria Montenegro es la hija ejemplar: elegante, ambiciosa y perfectamente educada. Para ella, casarse con un Vargas significa acceder a un círculo de poder al que ni siquiera su familia puede aspirar alcanzar el estatus . Damián dista mucho de ser el hombre que soñó para su vida, pero el deber familiar pesa más que cualquier anhelo personal. Desear su contacto nunca formó parte del plan… y mucho menos enamorarse de su futuro esposo.
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Capitulo: 7-2 La cita con Adrián Valdez
Le dije a mi Chofer que me llevara al dojo de Adrián Valdez.
Apresúrate, por favor, le mencioné al chofer.
—Si señor tomare la vía rápida, me comento el chofer, mi mente estaba ocupada en otros asuntos. Al llegar Las luces tenues del dojo privado brillaban sobre el suelo de tatami pulido. El aire estaba impregnado del aroma a madera limpia y esfuerzo.
En el centro del espacio, descalzo y vestido con su ropa de entrenamiento, Adrián me esperaba con su postura característica, serena pero imbatible. Habíamos sido compañeros en la universidad, donde su pasión por las artes marciales siempre superaba su interés por las finanzas. Mientras yo construía un imperio, él había creado este refugio en el corazón de Manhattan, un lugar donde la élite podía liberar sus demonios de manera controlada y elegante.
—Tu energía está hecha un nudo, Vargas —dijo, sin siquiera un saludo. Era justo lo que necesitaba. No compasión, sino un desafío.
—Tengo mis razones —respondí, dejando caer mi bolsa al suelo.
—Siempre tienes razones. Pero hoy percibo algo más. Un toque de pánico. Y tú nunca te dejas llevar por el pánico.
Era cierto. El pánico era un lujo que no podía permitirme. Pero la rabia, esa sí, burbujeaba bajo mi piel como ácido.
—Krav Maga —anunció, sin preguntar—. Agarrones y desbloqueos. Es hora de que aprendas a soltarte de lo que te atrapa.
No era una sugerencia. Era un diagnóstico. Como siempre, tenía razón.
Comenzamos. El primer ejercicio era sencillo: yo lo agarraba del brazo, y él debía liberarse. Mi primer agarre fue torpe, cargado de furia. Adrián se soltó con un movimiento fluido y minimalista.
—La fuerza no está en apretar más —dijo, su voz tranquila, contrastando con mi respiración agitada—. Está en saber cuándo y cómo ceder para recuperar el control.
Intenté de nuevo, esta vez con más técnica. Mis dedos se cerraron alrededor de su muñeca como si fueran tenazas, imitando la presión asfixiante del chantaje de Montenegro. Adrián no se resistió. Giró su brazo en el ángulo justo, usando mi propia fuerza en mi contra, y se liberó.
—Mejor —admitió—. Pero sigues luchando contra el síntoma, no contra la enfermedad. ¿Qué o quién te tiene así, Damián?
No respondí. En lugar de eso, le lancé un agarre frontal, intentando inmovilizarlo. Fue un movimiento visceral, impulsado por la imagen de Matteo confesando su romance suicida. Adrián bloqueó mi intento, sus antebrazos chocando contra los míos con un golpe sordo.
—Habla —exigió, manteniendo su posición—. O esto no sirve de nada.
—¡Matteo! —se me escapó, el nombre saliendo como una explosión de rabia y frustración contenida—. El idiota no solo le debe dinero a la mafia... ¡Se enamoró de la hija de Don Luciano! Pensaron que podían huir juntos.
Por un instante, la sorpresa en los ojos de Adrián rompió su compostura profesional. Aproveché la oportunidad para intentar derribarlo. Fue un error. Con un giro de cadera y un movimiento preciso de su pie, me envió al tatami. El aire salió de mis pulmones con un sonido seco.
Me miró desde arriba.
—Eso —dijo— fue estúpido. Dejarte llevar por la emoción en un enfrentamiento real te habría costado la vida. O a tu hermano la suya.
Me levanté, adolorido y humillado. Y completamente consciente de su punto.
—Montenegro lo sabe —confesé, limpiándome el sudor de la cara con el antebrazo—. Tiene las pruebas del desfalco. Y su solución es que me case con su hija para "proteger" a la familia de un escándalo. Para mantener la alianza.
Adrián asintió lentamente, como si todas las piezas finalmente encajaran.
—Así que es un jaque mate. Si no aceptas, tu hermano se enfrenta a la mafia y a la cárcel. Si aceptas, vendes tu libertad.
—¿Y ella? —preguntó Adrián, volviendo a acomodarse—. La hija de Montenegro. ¿Qué sabe de todo esto?
—Nada. Piensa que es un matrimonio por conveniencia, un simple ascenso social para su familia.
—Interesante —murmuró—. Otro peón en el tablero. Agárrame otra vez. Y esta vez, concéntrate en soltar, no en apretar.
Esta vez, cuando mis manos se cerraron alrededor de sus brazos, no pensé en las cadenas. Pensé en la única salida. Tenía que jugar el juego de Montenegro, pero a mi manera. Debía asegurarme de que, cuando llegara el momento, fuera yo quien dictara los términos del divorcio, o de la rendición.
Me liberé con un movimiento más limpio, más decidido. No fue perfecto, pero fue un avance.
Adrián esbozó una leve sonrisa.
—Ahí está. El control no consiste en no tener oponentes, Damián. Se trata de elegir el terreno de la batalla. Incluso si ese terreno es, por ahora, el altar.
Salí del dojo una hora después, con el cuerpo adolorido pero la mente más clara. La rabia no había desaparecido, pero ahora estaba enfocada, afilada como una espada. Iba a casarme con Valeria Montenegro. Iba a salvar a mi hermano de sí mismo. Pero no sería el marido sumiso que Montenegro esperaba. Sería la tormenta silenciosa que, con el tiempo, arrasaría con todo su juego de poder.
—¿Te sientes más tranquilo? —preguntó Adrián cuando salí del vestuario.
Él ya estaba vestido con un traje a medida que parecía hecho a su medida. Las gafas de diseño y los zapatos italianos habían transformado al maestro de Krav Maga en el ejecutivo impecable que conocía desde la universidad.
—Un poco —admití, frotándome el hombro donde me había aplicado una llave especialmente dolorosa—. No te guardas nada, ¿verdad?
—Para eso me pagas —respondió con una leve sonrisa—. Si te dejara ganar, no tendría sentido.
—Como si necesitaras mi dinero —refunfuñé, recordando que su familia era dueña de la mayor cadena de medios de comunicación del país.
Caminamos hacia el ascensor del club. El "Santuario", como Adrián llamaba a su dojo privado, ocupaba el último piso de un edificio que era mucho más que un gimnasio. Era un centro de poder donde la élite de Manhattan acudía para negociar, hacer conexiones y, de vez en cuando, liberar sus frustraciones de manera controlada.
—Me encontré con Valeria en la última gala del Museo Reina Sofía —comentó Adrián mientras las puertas del ascensor se cerraban—. Es elegante, inteligente y tiene un sentido del humor bastante ácido cuando se lo propone. Podrías haber tenido una compañía mucho peor.
Su simple comentario hizo que la rabia volviera a brotar en mi pecho. ¿Por qué todo el mundo parecía empeñado en convencerme de que mi prisión tenía vistas agradables?
—Si te gusta tanto, ¿por qué no te casas tú con ella? —espeté, con más aspereza de la que había pretendido.
Las puertas se abrieron al vestíbulo principal, donde varios socios charlaban animadamente junto a la barra de mármol. Adrián me lanzó una mirada que conocía demasiado bien: esa que usaba justo antes de soltar algo que no quería escuchar.
—Si mi situación familiar no fuera tan... complicada, lo consideraría —respondió en voz baja—. Solo te advierto que no la hagas pagar por los errores de tu hermano.