Segunda Oportunidad De Vivir¿ En Una Extra?

El juicio del escándalo

Todo comenzó porque no pude quedarme callada. O quieta. O tranquila. Pero ¿quién podría, viendo a tres niñas ricas pisotear a alguien más solo porque podían?

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Y, bueno... le pegué a Sabrina. En la cara. Con mi mano, no con palabras. Porque a veces una bofetada es más clara que un discurso.

¿Que me excedí? Tal vez. ¿Que lo disfruté? Bastante.

Por eso ahora estoy acá. En el palacio imperial. En la sala del trono. Con más guardias que en una revolución y una fila de chicas mirando al piso. Nos trajeron a todas para “resolver el incidente en privado”, porque entre las involucradas hay hijas de ministros, y Sabrina —la reina del veneno disfrazada de azúcar— es una de las candidatas para ser la futura emperatriz.

Y yo... bueno, soy la hija bastarda del visconde Sherlock, y al parecer, la única con algo de sentido común.

El príncipe Adriek estaba allí. Alto, serio, con esa cara de fastidio. A su lado, el segundo príncipe supongo y el adonais ese . Fantástico. Qué manera de armar un circo imperial.

Entonces entró la emperatriz. Y si pensabas que ya estaba nerviosa, no sabés lo que fue verla caminar hacia el trono como una tormenta vestida de seda.

—¿Qué clase de espectáculo están dando las futuras nobles del imperio? —preguntó con una calma tan tensa que me dolió hasta el cuello.

Sabrina, por supuesto, fue la primera en hablar.

—Fue esa muchacha, Su Majestad —me señaló con aire inocente—. Nos atacó sin razón. Nos insultó y hasta me golpeó.

Las otras dos se sumaron rápido, como un coro de patéticas.

—Sí, Su Majestad. Fue violenta. No respetó su posición —dijeron, como si fueran víctimas de una bestia salvaje y no una bofetada merecida.

Yo crucé los brazos, conteniendo las ganas de lanzar un “¡mentirosas ridículas!” a todo pulmón.

Alya dio un paso al frente, la voz temblorosa.

—Con el debido respeto, Su Majestad… yo estaba siendo acosada. Y la señorita Dahiana me defendió. Ella solo respondió cuando yo ya no podía más.

Mis ojos se abrieron un poco. No esperaba que hablara. Ni que lo hiciera con tanta claridad. Me dieron ganas de abrazarla.

Justo entonces, llegaron los padres de las otras chicas. Un desfile de títulos y poder: ministros de Guerra, Finanzas y Justicia. Todos saludaron con reverencias. Yo me enderecé un poco, buscando con la mirada… ¿dónde estaba mi padre?

La emperatriz notó la ausencia.

—¿Y el visconde Sherlock?

Un guardia se adelantó.

—Envió un mensaje, Su Majestad. Dice que no importa el castigo que reciba su hija. Confía en el juicio justo de los emperadores.

Sentí como si me tiraran un balde de agua fría.

No vino.

Ni una nota, ni un intento de defenderme. Solo un “háganle lo que quieran”. Por dentro, se me retorció algo. No sé si era dolor, vergüenza o furia. Tal vez todo junto.

Apreté los puños. La cabeza gacha. Me dolía la cara de idiota que se me debía estar viendo.

—Qué valiente… —murmuré en tono ácido—. Gracias, “papá”.

La emperatriz me miró. Por un segundo, su expresión cambió. No era lástima. Era algo más... humano.

—Ya basta —dijo, con voz más suave—. Esta muchacha no actuó por maldad. Lo veo en sus ojos. No debe cargar sola con esto.

Y por primera vez desde que llegué a este mundo, alguien me defendió sin que yo lo pidiera.

Quizás… quizás no estaba tan sola como creía