Segunda Oportunidad De Vivir¿ En Una Extra?
El final que no era el final
Nicol tenía 19 años y ya se sentía vieja. No por su edad, sino por el peso de la rutina era una chica latina muy bonita . Se levantaba antes del amanecer para ayudar en casa, luego iba al minimarket donde trabajaba como cajera y, al caer la noche, se sentaba en el fondo del aula de actuación, soñando con escenarios que sabía, en el fondo, que en algún momento de su vida pasaría.
Vivía con su madre, una odontóloga reconocida y exigente, y sus dos hermanas mayores, ambas casadas y con una vida cómoda, como sacadas de un catálogo de éxitos. Ella era la “diferente”, la que no tenía pareja, la que prefería leer libros de reencarnación y fantasía, la que a veces se quedaba horas en silencio, imaginando otros mundos. Nunca tuvo amigos, y quizás por eso su mundo interior era tan vasto como solitario.
Aquella noche era igual a todas. El viento traía olor a tierra húmeda, y las calles de la colonia estaban oscuras y tranquilas. Caminaba con los audífonos puestos, distraída, pensando en una escena que había leído esa misma tarde en un libro donde la protagonista moría... y reencarnaba en una princesa con magia. Ironías.
Entonces los vio. Dos sombras que salieron de la nada.
—¡Dame tu mochila! —gritó uno, apuntándola con un cuchillo oxidado.
Nicol reaccionó tarde. Se resistió. Forcejeó por instinto, por miedo. El tiempo se volvió lento, como en una pesadilla. Y entonces lo sintió. El filo entrando en su abdomen. Una vez. Y otra.
Cayó.
El mundo se volvió frío, el suelo duro, la sangre caliente y pegajosa. Temblaba. Veía el cielo. Tan negro.
“¿Así termina todo?”, pensó. “¿Así me voy, sin haber vivido nada?”
Sus labios se movieron apenas.
—Es... injusto...
Y entonces lo vio. Una luz. Pequeña, como una luciérnaga. Flotaba entre la oscuridad, titilando. Nicol la miró, hipnotizada. Era hermosa. Y avanzaba hacia ella. Cuanto más se acercaba, más grande se volvía. Y más cálida.
No sentía miedo. Ni dolor. Solo una tristeza inmensa por todo lo que no fue.
“Solo quería vivir algo mío”, pensó.
La luz llegó hasta su pecho. La envolvió. Y Nicol cerró los ojos.
Murió.
Pero no fue el final.
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No soy yo
Una voz. Lejana. Como un eco dentro de un sueño.
—Dahiana... despierta... Tu padre está esperando para llevarte...
Nicol intentó abrir los ojos. Le pesaban como si llevara siglos dormida.
—El desayuno está listo. No hagas esperar a tu padre —insistió la voz, más firme esta vez.
Sintió una mano tibia removerla del hombro. Y al fin, con esfuerzo, sus párpados se separaron. Todo estaba borroso. La luz de la habitación era tenue, filtrada por unas cortinas gruesas de terciopelo. Su vista, poco a poco, comenzó a enfocar... hasta que vio a la mujer.
No la conocía.
Tenía el cabello negro recogido en un moño perfecto, su rostro era sereno pero severo. Y su vestido... largo, de mangas abultadas, con un encaje fino en el cuello. Parecía salido de una novela histórica.
Nicol, confundida, giró el rostro lentamente, el corazón latiéndole con fuerza. La habitación era extraña: muebles de madera tallada, candelabros, un espejo ovalado sobre una cómoda. No había ni un solo objeto moderno. Nada eléctrico.
Se sentó de golpe en la cama.
—¿Qué... qué es esto...? —susurró, con voz rasposa.
Se bajó, tambaleante, y corrió hasta el espejo.
Lo que vio la hizo retroceder.
El reflejo no era suyo.
Una joven de rostro fino, ojos lila y cabello castaño que caía hasta la cintura. Piel clara. Postura delicada. No era ella.
“No puede ser... Esta no soy yo... Por favor, ¿qué está pasando?”, pensó, llevando las manos al rostro que no reconocía.
Y de pronto, un dolor agudo le atravesó la cabeza. Cayó de rodillas, jadeando. Como un trueno en la mente, los recuerdos comenzaron a llegar, uno tras otro, como un río que se desbordaba:
Dahiana Sherlock. 17 años. Tercera hija del visconde William Sherlock y su segunda concubina, Tina Jhorch, hija de un duque del norte.
Su madre, sería y temerosa, vivía en la sombra del poder de su esposo. El visconde, un hombre frío y calculador, solo había aceptado casarse por interés. Primero con una noble de alto rango que murió al dar a luz a su heredero. Luego, con Tina, para adquirir tierras. Y por último, con la hija del ministro de economía, para controlar los medios de transporte del reino.
Dahiana era fruto de una transacción, no de amor. Odiada por sus hermanos. Ignorada por su padre. Solo su madre la abrazaba en las noches, murmurándole que un día todo cambiaría.
Nicol, ahora en el cuerpo de Dahiana, abrió los ojos con terror.
—No... Esto no es real... No puede ser...
Pero el vestido que cubría su cuerpo, los recuerdos ajenos que ahora latían en su mente, y la mujer que la miraba con impaciencia desde la puerta, le confirmaban una verdad imposible:
Había reencarnado.
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